viernes, 8 de junio de 2018

"Circunstancias de un Poeta. Roberto Fernández Retamar"


                                    

En 1971 publica “Calibán”, libro escrito en apenas diez días pero que cifran ideas minuciosamente cimentadas a lo largo de los años. En este ensayo confluyen muchas preocupaciones trabajadas en libros anteriores y será puerto de partida de derroteros intelectuales posteriores. 
Se trataba de una reinterpretación de nuestro mundo, a la luz exigente de la revolución.
En el primer capítulo, se abre la gran pregunta: ¿Existe una cultura latinoamericana?
La mirada eurocéntrica de la historia americana, muestra un tiempo “homogéneo y vacío” –como diría Walter Benjamin-, fagocitando las historicidades paralelas de las sociedades colonizadas y explotadas del mismo 12 de octubre de 1492, cuando, al decir de Eduardo Galeano, “América descubrió el capitalismo”. Escribió Eduardo Gruner::
“Esta versión oficial postula una suerte de ideología de la transparencia, en la que la modernidad europea proyecta sus luces sobre la “oscuridad” del mundo hasta entonces desconocido”.

La propia expresión “descubrimiento” –de algo que luego se llamará América-, es sintomática de esa ideología: parece que antes de 1492, este continente hubiera estado cubierto, tapado por una manta. Poner al desnudo las líneas ideológicas entrecruzadas en el concepto de “modernidad”, abre un campo de conflictos de historicidades y desarrollos temporales diferenciales y contrapuestos. No se trata de reducir los procesos históricos a mutiladores esquemas binarios que todo lo polarizan en luz y oscuridades. Se trata de discernir sentidos en ese vórtice de acusados claroscuros.
Parece que los taínos temían la llegada de estos seres humanos, que consideraban a los demás con un desdén comparable al de los griegos cuando hablaban de los bárbaros. Pero unos cincuenta años antes de la fecha en que, según se supone, sus rudimentarias canoas los hubieran traído a Cuba, llegan otros hombres a la Isla. Su arribo va a ser conocido luego con el inaceptable término de “Descubrimiento”. En nombre de España, el audaz genovés Cristóbal Colón pone pie en tierra cubana el 27 de octubre de 1492, quince días después de haber llegado a esa Asia apócrifa que resultó ser América. 
Había culturas, con desarrollos dispares, que presentaban algunos rasgos que tienen absoluta vigencia. La primera característica a señalar es que, más allá del carácter jerárquico o igualitario de aquellas sociedades –Inca, azteca o maya, por un lado, y guaraníes o mapuches, por el otro-, todas eran sociedades de amparo; es decir, garantizaban el bienestar del conjunto de sus habitantes, y como eran incapaces de concebir que algunos de sus miembros no cubrieran sus necesidades materiales dentro de determinados parámetros, en los idiomas indígenas originarios no existía la palabra “pobre”, en un sentido que sí está muy presente en la cultura de los conquistadores. El segundo rasgo constitutivo de esas culturas es el tipo de relación establecido con la naturaleza. Mientras los conquistadores concebían a la naturaleza como algo exterior que debe ser dominado y explotado, en las culturas americanas, los seres humanos son parte de la naturaleza y por lo tanto establecían con ella una relación armónica sostenida en un silencioso y sabio diálogo, volviendo vivencia cotidiana aquello que Emerson escribiría siglos después: “Lo que es bueno para ti, oh Naturaleza, es bueno para mí”.
A esas sociedades los conquistadores le exigieron renunciar a sus culturas. Es muy significativo, al respecto, que los conquistadores, arengados por Fray Diego de Landa, quemaran las bibliotecas mayas por considerarlas “heredades del demonio”, y de esos ignorantes incendios solo sobrevivieran obras como el Popol Vuh o los libros del Chilam Balam. Con el aporte de culturas anteriores, como la de los Olmecas, los Mayas habían desarrollado el concepto de cero –casi al mismo tiempo que en la India- y una capacidad para los cálculos matemáticos y los estudios astronómicos que tardaría muchos años en incorporarse a la cultura de los conquistadores. No es posible saber cómo adquirieron esos conocimientos por la destrucción sistemática de sus reservorios culturales inscripta en el período de aniquilamiento iniciado en la guerra de conquista, del que da buena cuenta Bartolomé de las Casas en la “Breve relación de la destrucción de las Indias”. Es sabido que la cultura latinoamericana es el resultado dinámico de múltiples entrecruzamientos de etnias y culturas que tejieron una urdimbre con los más diversos hilos. Las torvas espadas de los conquistadores desgarraron irreparablemente ese tapiz, pero un nuevo tapiz se fue tejiendo con hilos antiguos y nuevos hilos consciente o involuntariamente aportados por los invasores. Esa mixtura es una de las claves de nuestra identidad cultura, señalada por José Martí:
“Toda la obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá, pues, inevitablemente el sello de la civilización conquistadora, pero lo mejorará, adelantará y asombrará con la energía y creador empuje de un pueblo en esencia distinto, superior en nobles ambiciones, y si herido, no muerto ¡Y vive!”.
La fórmula hegeliana del amo y el esclavo, es útil para preguntarse acerca del lugar epistemológico que las culturas latinoamericanas ocupan en el escenario mundial instalado por los centros de dominación.  Un pensamiento situado. Y desde este lugar, Latinoamérica, mirarnos encarnizadamente hasta aprendernos el futuro. Hasta sentir en las entrañas que pensar e imaginar son indivisibles, y que estas tierras no pueden sino pensarse como una sola e imaginarlas, en consecuencia, unidas en la misma batalla por el porvenir, como dijo Martí:
“Pensar es prever. Es necesario ir acercando lo que ha de acabar de estar junto. Si no, crecerán odios; se estará sin defensa apropiada para los colosales peligros, y se vivirá en perpetua e infame batalla entre hermanos por apetito de tierras”.
Una tierra de encuentros de diversidades, que se descubre a sí misma en su íntima riqueza, y que sabe que en lo hondo sus raíces se unen en sus contradicciones y en sus sueños. Esa es nuestra verdad y nuestro desafío.  Ese es el olvido que nos fue impuesto, porque como dice Eduardo Galeano, la conquista “nos dejó ciegos de nosotros mismos”. Esa es la tarea cargada de futuro que nos espera, que consiste en retomar aquello escrito por Alfonso Reyes en “Notas para la inteligencia americana”, publicada en Argentina, en la revista Sur, en 1936:
“La inteligencia americana tiene una función que cumplir, la de ir estableciendo síntesis, aunque sean necesariamente provisionales, la de ir aplicando prontamente los resultados, verificando el valor de la teoría en la carne viva de la acción”. 
Una síntesis procesada en el laboratorio viviente de los pueblos, que incorporan aguas nuevas a los ríos enterrados de sus tradiciones culturales. Desde esos yacimientos surge la voz propia, la que habla libre de ecos y deformaciones, la que dice lo que lleva escrito en sus entrañas, es decir, en su horizonte. Una voz propia que se hace oír por encima de la ronca maquinaria de la mentira:
“La mayoría de los bienes y los mensajes que reciben diariamente cada pueblo han sido generados fuera de sus territorios o en empresas transnacionales que, aún residiendo dentro del propio país, ajustan su producción a estándares globales” (Nestor García Canclini)
Es desde ese marco teórico que “Caliban” fulgura de manera impar.
La obra toma como marco de referencia, “La tempestad”, uno de los dramas tardíos de William Shakespeare -1611-, tiene tres protagonistas centrales: Próspero,  duque de Milán; Ariel, espíritu del aire y Caliban, encarnación de la barbarie. Próspero, quien dedica su tiempo a estudios esotéricos, es desterrado por su hermano, y con su pequeña hija, Miranda,  puesto en un barco agujereado que naufraga en una isla del Mediterráneo habitada por numerosos espíritus y un mortal –Caliban- hijo de la hechicera Sícorax. Próspero se adueña de la isla, libera a Ariel –preso en el hueco de un pino-, y transmite a Calibán el conocimiento del lenguaje. Caliban se alza ante este intento de aherrojarlo con la imposición de costumbres que le son ajenas y, un lenguaje, que si bien es herramienta de despojo, él volverá instrumento de liberación. Calibán, castigado por Próspero por su rebelión, lo maldice: 
“Me enseñaste el lenguaje y de ello obtengo el saber maldecir: ¡La roja plaga caiga sobre ti, por habérmelo enseñado!”
José Enrique Rodó hizo suyos los personajes de la obra de Shakespeare y hacia 1900 les puso como escenario el sur del mundo. Identificó a Ariel con el refinamiento , el imperio de la razón , los altos vuelos de la espiritualidad, “el término ideal a que asciende la selección humana”; contrastando violentamente con la crasitud de Caliban,  símbolo de sensualidad y torpeza, en quien cifra el autor las consecuencias de la existencia material propuesta por el american way of life. Ariel sería el alado espíritu americano, en tanto Calibán sería el símbolo de la sensualidad y la torpeza. Pretendía, así, hacer una impugnación espiritualista de la voluntad conquistadora de los Estados Unidos. Dice Rodó:
Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres.
En carta al cubano José Enrique Varona, Rodó abundó en el sentido de su libro:
“He querido proponer en sus páginas a la juventud de la América Latina una profesión de fe, que ella puede hacer suya. Me han inspirado, para hacerlo, dos sentimientos principales: mi amor vehemente por la vida de la Inteligencia y dentro de ella, por la vida del Arte, que me lleva a combatir ciertas tendencias utilitarias e igualitarias; y mi pasión de raza, mi pasión de latino, que me impulsa a sostener la necesidad de que mantengamos en nuestros pueblos lo fundamental de su carácter colectivo, contra toda ambición absorbente e invasora.”
Esta idealización de Ariel a expensas de Calibán, tiene sus raíces en un texto de Rubén Darío, publicado por primera vez en “El Tiempo”, de Buenos Aires, el 20 de mayo de 1898, bajo el título “El triunfo de Calibán”. Darío ve al inmenso continente que va desde México a Tierra del Fuego en donde la antigua semilla fecunda y prospera en la savia vital de “la futura grandeza de nuestra raza”, enfrentando al Norte “del que parten tentáculos de ferrocarriles, brazos de hierros, bocas absorbentes”. Ariel y Calibán representan uno y otro antagonista. Rodó toma partido por Ariel, como Miranda. “Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu, y todas las montañas de piedra, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán”. De esa manera, el auténtico enemigo, el burgués conquistador, el déspota ilustrado, Próspero, queda afuera, intocado por cualquier crítica o señalamiento. Próspero se presenta a sí mismo como un amo que practica esa benevolencia que, Kipling, algunos siglos después llamaría “la carga del hombre blanco”: civilizar al salvaje, hacerlo pasar del reino de la naturaleza a la historia.
Ariel, en la versión del uruguayo, encarna la impalpable gracia a la que es inmune “la masa”:
“La superfluidad del arte no vale para la masa anónima de los treinta denarios. Si acaso la respeta, es como a un culto esotérico”
Es la cruda aplicación de la fórmula de Sarmiento: civilización o barbarie. Esa fórmula donde se cristaliza el progreso liberal, encarnando la “civilización” en lo europeo, y la “barbarie” en lo propio de esta tierra americana. El “arielismo” puesto en circulación por Rodó,  clama por la elevación moral que nos haría retornar a la antigua Grecia, prédica que no le hace justicia al escritor que en “Hombres de América” vindica la figura de Simón Bolívar.
Paul Groussac - el escritor francoargentino que dirigiera en Argentina la Biblioteca Nacional- a raíz de la guerra de Cuba, entre Estados Unidos y España, en un evento propiciado por el Club Español de Buenos Aires, dijo en un discurso pronunciado en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898: “En el umbral del siglo XX, ella (la civilización latina) verá erguirse un enemigo más formidable y temible que las hordas bárbaras”, en alusión al “espíritu yanqui” que avanzaba voraz con “su cuerpo informe y calibanesco”, para sustituir la razón con la fuerza.
Después del levantamiento popular de París en 1871, Ernest Renán, escribirá el drama “Caliban continuación de La Tempestad”. En su pluma, Calibán representa al pueblo que triunfa en su conspiración contra Próspero y llega el poder. Visto desde la imaginación de Renan: una pesadilla que pudo materializarse históricamente con la Comuna de París, apenas siete años antes de la escritura del libro.
En la orilla opuesta, Roberto Fernández Retamar destaca el valor de un precedente argentino:
Muchas más agudas son las observaciones del argentino Anibal Ponce en la obra de 1935, Humanismo burgués y humanismo proletario. El libro –que un estudioso del pensamiento del Che conjetura que debió haber ejercido influencia sobre él- consagra su tercer capítulo a “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”. Al comentar “La tempestad”, dice Ponce: “en aquellos cuatro seres ya está toda la época: Próspero, es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Calibán, las manos sufridas; Ariel, el genio del aire, sin ataduras con la vida”. Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presentado Caliban, carácter que revela “alguna enorme injusticia de parte de un dueño”, y en Ariel ve al intelectual, atado de modo “menos pesado y rudo que el de Calibán, pero al servicio también” de Próspero. El análisis que realiza de la concepción del intelectual (“mezcla de esclavo y mercenario”) acuñada por el humanismo renacentista, concepción que “enseñó como nadie a desinteresarse de la acción y a aceptar el orden constituido”, y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, “el ideal educativo de las clases gobernantes”, constituye uno de los más agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema.
Retamar hace una reinterpretación del “concepto-metáfora” o “personaje conceptual” de la obra. Parte de la hipótesis generalmente aceptada de que Caliban es el anagrama de caníbal, expresión tomada por Shakespeare del ensayo de Montaigne, “De los caníbales”, publicado en 1580. Término que a su vez proviene de “caribe”, habitantes originarios de la tierra bañada por el mar homónimo. 
Así, como caníbales, como antropófagos, como encarnaciones del mal van a entrar en la historia europea los más valientes de los habitantes de nuestras islas, los que más tenaz resistencia opusieron al invasor. Por su parte, la historia europea entrará en las Antillas con menos sutileza filológica. Cincuenta años después de la llegada de los “civilizadores” blancos a Cuba, los indígenas, sometidos a trabajos terribles, masacrados o contagiados por enfermedades para ellos mortales, han sido prácticamente exterminados, haciéndose caso omiso de defensas como la del Padre Bartolomé de las Casas, quien impugnó la barbarie colonialista.
Roberto Fernández Retamar toma distancia de ese espíritu universal y tiernamente abstracto encarnado en el Ariel de Rodó –condenado a lo que Anibal Ponce llamó “la agonía de una obstinada ilusión”- , e identifica en Calibán el símbolo histórico de estas tierras sometidas a tantos despojos, nuestra América mestiza.
Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas islas nuestras donde vivió Calibán. Próspero invadió la isla, mató a nuestros antepasados, esclavizó a Calibán y le enseño su idioma para poder entenderse con él: ¿qué otra cosa puede hacer Calibán sino utilizar ese mismo idioma para maldecirlo, para desear que caiga sobre él, “la roja plaga”. No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad.
Una realidad que en Calibán es desafío, pertenencia vibrante a una historia, decisión de liberarse con el mismo instrumento con que fue sometido.  Convertir al lento idioma de la obediencia en feroz maldición redentora. Abierto enfrentamiento contra Próspero, el usurpador de la isla.  Retamar hace un profundo viraje interpretativo:  pasa la centralidad de Ariel a Calibán.
En los ocho capítulos que componen el ensayo se dedica, con mirada devorante, a exaltar la lucha de liberación de los pueblos americanos. Todo el trabajo hunde sus raíces en la rotunda afirmación martiana de la originalidad de estas tierras.
Ante todo reconocer la autoctonía, la especificidad de esta América que él (Martí) llama mestiza, de esta América en donde se han mezclado descendientes de europeos, indios y africanos. El indio posee una enorme importancia para él, como dueño de la tierra y hombre que ya fue capaz de levantar sobre ella culturas originales y enteramente propias, no alimentadas, sino desbaratadas por el europeo.
 Vindicando la singularidad de cada pueblo y el derecho a forjar su propia historia. Ir hacia ese horizonte de dignidad que está allí, al alcance del salto que los poderosos de la tierra impiden dar. Hay un llamamiento a los intelectuales a no dejar que el Poder cuelgue un cencerro de su gaznate,  rompan con los dientes los candados de toda servidumbre hacia Próspero y le pidan a Calibán “el privilegio de un puesto en sus filas revueltas y gloriosas.”
En el mismo sentido, en 1969, el escritor martiniqueño, Aimé Césaire, había publicado su obra de teatro Una tempestad (Reinterpretación de La Tempestad en el Caribe), reescribiendo el texto desde las víctimas de la violencia histórica del racismo, con el esclavo mulato Ariel y el esclavo negro Calibán. Esa torsión del texto para americanizarlo al extremo no hace más que reconocer decididamente que el centro de gravedad estriba en nuestra condición de Calibán. En esta obra, Calibán es un esclavo negro que trabaja en las plantaciones y masculla sus deseos de venganza y rebelión; por su parte, Ariel es un mulato que trabaja en la casa del amo, puntualmente humillado en su solicitud, enajenado en la mansedumbre de creer que la libertad es una dádiva que debe cortejarse con veneración y obediencia.
Asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de “La Tempestad” (o, como diríamos nosotros, el ciclón) no es por supuesto Ariel, sino Próspero. No hay verdadera polaridad Ariel-Calibán: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Solo que Calibán es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como vieron Ponce y Césaire, el intelectual.
Dar la espalda a esa identidad es, como diría Césaire: “entregarse a la alienación”; la única manera de fortalecerse en las raíces –sin perder alas- es reflexionar en profundidad sobre nuestra propia cultura, que nos expresa y nos revela y nos desvela y  devela la colonización cultural que atravesó toda nuestra historia. Ese es el desafío que, Roberto Fernández Retamar, asumió y cumplió con “Caliban”: contribuir en la ardua tarea de crear una cultura anticolonial, esto es, una cultura revolucionaria. 
Es el lugar que un intelectual decida ocupar respecto a esa tarea, el que lo colocará en la estirpe de los “calibanes” o en la “próspera” renuncia de su condición americana. No se crea que se abre aquí una oficinesca clasificación maniquea, una tienda de campaña encargada de expedir certificados de buena conducta intelectual. Como el agua sobre las piedras, la realidad pasa sobre las clasificaciones. No basta con creerse de izquierda para integrar las insurrectas filas calibanescas –de sobra conocemos el papel que cierta izquierda colonizada cumplió en nuestras tierras-. Se necesita algo más, que es mucho más. En cambio, “un católico órfico”, como José Lezama Lima, bien puede considerarse un heraldo calibanesco.
Cuando en el número 68 (septiembre-octubre de 1971) de la revista Casa de las Américas publiqué mi ensayo “Calibán”, le hice llegar a Lezama uno de los sobretiros de aquel, con esta dedicatoria: “Para mi muy querido José Lezama Lima, perpetuo gerifalte, escándalo bizarro”. Tal dedicatoria alude, por supuesto, a un verso de Góngora, pero sobre todo a un ataque absurdo que se le había hecho poco antes al maestro de Trocadero que contribuyó a ensombrecer sus últimos años. En “Un cuarto de siglo con Lezama”, al mencionar el envío de aquel sobretiro, dije: “Desde luego, en mi concepción de ese término, Lezama es un escritor indudablemente calibanesco”. Y en ediciones posteriores de mi ensayo añadí el nombre de Lezama entre quienes encarnaban la cultura de Calibán. Me resulta curioso que en una encuesta hecha a Lezama en 1960 sobre los diez libros que trataría de salvar, el mencionara dos obras de Shakespeare: “La tempestad” y “Sueño de una noche de verano”. 
La vigencia del planteo central del libro sigue siendo incontestable. La disyuntiva está allí, ante las narices de todos los intelectuales contemporáneos: se tiene una identificación profunda con el pueblo o se sigue siendo siervo de Próspero. Dicho de otra manera, hay un solo imperativo ético: asumirnos como el borrador de un texto al que la historia tiene que pasar en limpio. Nos cerramos con usura sobre nosotros mismos o nos entregamos a ese “viento del pueblo” que es el único que realmente nos hará remontar vuelo.
Afirma Ambrosio Fornet:
“Un texto como Calibán –que acabaría dándole la vuelta al mundo- revela como pocos la contextura moral e ideológica del autor, Dicho ensayo, escrito en 1971 –cuando las circunstancias internas y externas eran sumamente desfavorables para el proyecto cultural que sostenían los intelectuales cubanos de vanguardia-, pudo haber sido, como reacción ante la hostilidad del medio, una suerte de reivindicación de Ariel, el espíritu que se sitúa al margen de la historia o intenta refugiarse en un espacio suprahistórico para evitar los riesgos de la lucha o conservar su pureza a cualquier precio. Calibán es todo lo contrario: la espontánea reacción de un militante que al ver vilipendiada su causa decide convertir el estigma en consigna, sabedor de que hay momentos en que el ataque es la mejor defensa. Había que tener mucha confianza en uno mismo y en las virtudes de la causa para lanzarse al ruedo en circunstancias tan difíciles.”
Según Fredric Jameson, “Caliban”, es “el equivalente latinoamericano del libro de Said “Orientalismo” (al que precede en unos siete años)”. Edward Said, pone de manifiesto en su libro –publicado en 1978-,  cómo fue históricamente la construcción de ese Otro que es el Oriente. Define al Orientalismo como una proyección de Occidente sobre Oriente a fin de dominarlo.  La conclusión de Said es que a la historia la hacen mujeres y hombres que pueden deshacerla y  reescribirla de tal manera que “nuestro Oriente se vuelva nuestro para poseerlo y dirigirlo”. Utiliza la crítica humanista para abrir campos de lucha e introducir una secuencia más larga de pensamiento y análisis que reemplace las breves incandescencias de un pensamiento aprisionador. Y, en el mismo sentido, Retamar se vale de un humanismo que es la forma final de la resistencia contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia de nuestro continente.
Roberto Fernández Retamar volvió sobre el tema, sobre esa poderosa metáfora resignificada en clave revolucionaria, en varios artículos y ensayos: “Calibán revisitado” -1986-, “Calibán en esta hora de Nuestra América” -1991-, “Calibán, quinientos años más tarde” -1992-,  como postdata para una edición japonesa, “Adiós a Calibán” -1993- y, finalmente, “Caliban ante la antropofagia” -1999-. Dice la ensayista Susana Cella,  que esos textos complementarios, que se hicieron cargo de evaluar las transformaciones producidas en el mundo desde la publicación original del libro:
“Lo llevan no sólo a reconsiderar algunas afirmaciones (por ejemplo respecto de Borges o Sarmiento), sino también a ampliar –aunque la figura de Martí sigue siendo omnipresente- el espectro de referencias (citas de figuras como Noam Chomsky o James Petras en sentido vindicativo, o de Jean Francois Lyotard y obviamente de Fukuyama, discutiendo o satirizando sus teorías). Pero además, la ya anunciada (en el artículo de 1986) no circunscripción al ámbito americano: “Mi inspiración no es, no fue nunca, presentar a la América Latina y el Caribe como una comarca cortada del resto del mundo”, revierte sobre una especie de otro modo de considerar la llamada “globalización”: los peligros de la destrucción amenazan tanto al Sur como al Norte y por lo tanto la patria a salvar se llama Humanidad.”
Esas modificaciones que ha sufrido el texto –aunque más que sufrir, el texto ha salido enriquecido con ellas-, fueron explicadas por el propio autor, en el prólogo que escribió para la edición de “Todo Caliban”, en 2004:
“Treinta y tres años después de la publicación inicial del primero de los textos aquí reunidos, el mundo ha conocido enormes cambios. La alternativa no capitalista del experimento surgido en la Rusia de 1917 se ofrecía aún en 1971, no obstante sus notorias mataduras, como una retaguardia que a los pobres, a los condenados de la tierra (así Martí y Fanon nombraron a Caliban) les daba entre otras cosas la esperanza de lo que Samir Amin llamaría “la desconexión”. En trabajos sucesivos del libro se asiste al crecimiento de la derecha mundial y a las vicisitudes del fracaso del experimento ruso y del de su zona de influencia, crecimiento y fracaso que los países pobres (la inmensa mayoría del planeta) no podían recibir con alborozo. La caída del Muro de Berlín es también una imagen, pero para disfrute exclusivo de Próspero, quien está entregado ahora a levantar otros muros, nada imaginarios (por ejemplo, el literal entre los Estados Unidos y México;  por ejemplo, el de la xenofobia), esta vez no para separar al Este del Oeste, sino al Norte del Sur: incluso de este nuevo Sur que hasta hace poco se llamó en buena parte Este.”
La historia es el territorio donde los humillados y ofendidos pueden ejercer el derecho que León Felipe cifraba en la poesía:”…un derecho del hombre/ a empujar una puerta,/ a encender una antorcha,/ a despertar al capataz/ con un trueno/ o con una blasfemia.” La vindicación de la otredad anunciada como batalla por la dignidad. Para que todo pueda empezar de nuevo, y el relato nazca de las gargantas que fueron obligadas históricamente al silencio. Para decirlo con palabras de José Lezama Lima:
“Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.”
Habrá que invencionar un mundo sin opresores ni oprimidos. Ni más ni menos. Ese es el viaje de la utopía. Los viajeros iremos muriendo, pero el viaje debe seguir. Desde un mundo devastado en su desolación: en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza; hacia un mundo donde los hombres y mujeres estén de pie frente al crimen en el obstinado esfuerzo de construir la dignidad. Hay quienes vilipendian este esfuerzo que consideran vano. Dicen que lo que fue es y lo que es, será. Que sigan hablando.  Se trata no de corregir los extravíos de un capitalismo deshumanizante, sino de fundar otro sistema de relaciones humanas. Soñar es una elección entre la vida y la muerte. Hay que seguir soñando. Hasta que los sordos escuchen y los ciegos se decidan a ver. La historia es un desafío que nos espera.  Bien decía George Bernard Shaw que hay quienes observan la realidad tal cual es y se preguntan por qué, y hay quienes imaginan la realidad como jamás ha sido y se preguntan por qué no. En tanto nuestro compatriota de la patria grande, Eduardo Galeano, asegura: “Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían.”
Dice Roberto Fernández Retamar:
Frente a los desafíos aparentemente insuperables de la realidad social, que en un período anterior llevaron a Rolland y a Gramsci a hablar del escepticismo de la inteligencia, al que propusieron oponer el optimismo de la voluntad, opongámosle también la confianza en la imaginación, esa fuerza esencialmente poética. Y así podremos prepararnos para entrar sin temor en la amenazada casa del futuro, aunque ella no sea aún la HouseBeatiful que quiso Walter Pater; debemos prepararnos para entrar en esa casa hecha de tiempo y esperanza, a cuya edificación fueron dedicadas las vidas y las muertes de hombres y mujeres como Ernesto Che Guevara, el más calibanesco de los Arieles que personalmente he conocido y amado. Si luchamos juntos con valor, inteligencia, pasión y compasión a fin de merecerlo, en tal casa, para glosar a Heráclito el Oscuro y a Santa Teresa la iluminada, también estarán los dioses.
Un mundo menos inmundo. Un mundo sin tercer mundo.
Sabemos cuándo y cómo surgió la expresión Tercer Mundo. Su creador, el demógrafo francés Alfred Sauvy, me comunicó en La Habana, en 1971, que él la empleó por primera vez en un artículo que publicara en 1952 en el semanario France Observateur. Según me explicó, él estableció allí un paralelo con los estamentos de la Francia del XVIII: el Primer Mundo equivalía para él a la nobleza, y correspondía a los países capitalistas desarrollados; el Segundo Mundo, el alto clero, lo encarnaba la Unión Soviética del aún vivo Stalin, acompañada por los otros países del entonces llamado campo socialista europeo; y el Tercer Mundo, el Tercer Estado, eran los países pobres, que ya se conocían como subdesarrollados, muchos de los cuales eran o habían sido hasta hacía relativamente poco colonias, y en conjunto albergaban (siguen albergando) a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta. Como sabemos, aquella expresión, que hoy padece de tan mala prensa e inquieta a tantas malas conciencias, hizo rápida fortuna. Después de todo, el Tercer Estado, o parte de él, había sido el beneficiario de la Revolución Francesa. Gobernantes, estudiosos, poetas asumieron con fervor la imagen, la denominación. Llegó a ser de buen tono para las personas más disímiles ocuparse del Tercer Mundo. Pero ese mundo no logró romper el círculo de fuego del subdesarrollo, siguió siendo saqueado por el Primer Mundo, fue sumido aún más en la miseria y el marasmo, y perdió interés a los ojos de muchos, para quienes apenas había sido motivo de devaneo intelectual. No obstante ello, la contradicción entre los países subdesarrollantes y los países subdesarrollados por aquellos no sólo ha conservado sino que ha acrecentado su vigencia, y es hoy la contradicción principal de la humanidad.
¿Qué es lo que más le preocupa a Retamar del sintagma “Tercer Mundo”? 
Si algo me inquieta hoy en la expresión “Tercer Mundo”, es la degradación que acaso involuntariamente supone. No hay más que un mundo, donde luchan opresores y oprimidos, y donde estos últimos obtendrán más temprano que tarde la victoria. Nuestra América está aportando sus matices a esta lucha, a esta victoria. La tempestad no ha amainado.

(Capítulo "Calibán" del libro "Circunstancias de un Poeta")

                                                                                                                           Sergio Marelli