viernes, 24 de agosto de 2018

Operación Chanchera

  
Enrique Vázquez












 Para el régimen somocista resultaba imprescindible la fachada democrática de un Congreso que incluyera diputados y senadores de la oposición, o sea del Partido Conservador. Todos, oficialistas y opositores, comían las sobras de la Corte presidencial: como los chanchos. Por eso el pueblo llamaba chanchos a los legisladores y Edén Pastora llamó “Operación chanchera” la toma del palacio. Estuvo urdiendo su plan durante ocho años. A todos cuantos lo escucharon les pareció un delirio, menos a uno: Fidel Castro. El líder cubano, que había dado refugio, entrenamiento
y organización militar a los nicaragüenses liberados a fines de 1974, cuando las cárceles se derrumbaron por el terremoto, apadrinó el proyecto con un comentario de variada interpretación: “Es un disparate genial”. En cuanto lo dijo, su autor quedó automáticamente designado comandante Cero, es decir, jefe. A sus órdenes debían actuar 24 guerrilleros divididos en sendos bloques de 12. A cargo del primero, como comandante Uno, quedó Hugo Torres Jiménez, que había participado de la toma de la casa de Chema Castillo y por eso condenado a 30 años de cárcel en ausencia. A cargo del segundo, como comandante Dos, la única mujer de todo el grupo, la aún hoy mi querida amiga Dora María Téllez.
  Pastora tenía 42 años, Torres 30 y Dora 22. Si se lo aparta al Cero, la edad promedio del comando era de 20 años: muchos apenas habían cumplido los 18. Y salvo Pastora, ninguno conocía el palacio del Congreso por dentro. Se guiaron por el croquis que les dibujó una empleada de la cocina. Casi todos los miembros del grupo provenían del interior y la mayor parte de ellos nunca había estado en Managua. Se conocieron entre sí apenas 3 días antes: los habían reclutado por su compromiso con el Frente y fueron advertidos de que participarían de un golpe audaz que si salía mal podía costarles la vida. 
  Aguardaron el momento de actuar en una casita clandestina, indistinguible del resto de casitas precarias del barrio oriental. Cada miliciano llevó al Palacio un morral en cuyo interior había un pañuelo blanco por si necesitaban taponar heridas, una bolsa de náilon por si debían aprovisionarse de agua potable, 10 sogas de plástico para atarles las manos a los rehenes y 3 cadenas de acero con sus respectivos candados para clausurar las puertas del Palacio una vez que estuvieran adentro. Por medicamentos, gasas y desinfectantes no se preocuparon: había de sobra en los botiquines y consultorios médicos abiertos permanentemente para los legisladores. Cada guerrillero disponía de 300 balas para disparar con un parque idéntico al de la guardia: subametralladoras Uzi, fusiles Garand y pistolas Browning. La dotación se completaba con 50 granadas.
  Cuando estuvieron a salvo en Panamá con apenas una baja por heridas, lo único que lamentaron haber perdido fueron los pelos: los varones tuvieron que abandonar sus barbas y bigotes y Dora sus dos trenzas de estudiante para semejarse en todo a los oficiales de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería, de cabezas casi rapadas.
  Es que el golpe giraba en torno a 3 circunstancias: la increíble voz de mando de Pastora, el factor sorpresa y la astucia de hacerse pasar por miembros de la temible EEBI, cuyo jefe era el delfín de la dinastía, el coronel Anastasio Somoza Portocarrero, flanqueado por instructores gringos.
-¡Apártense que viene el jefe!, rugió el comandante Cero al llegar a las cabinas de guardia del Palacio, y eso bastó para que los dejaran pasar. Todos supusieron que detrás llegaba él. Después de todo, él podía llegar en cualquier momento: en el Palacio tenía su sede también el ministerio de Gobernación y por otra parte ese día se iba a aprobar –no debatir, claro- la Ley de Presupuesto, con asistencia casi perfecta de los legisladores, incluidos sus parientes directos.
  Mención especial merece el ministro de Gobernación, ingeniero agrónomo José Antonio Mora, sucesor presidencial designado por el Congreso, que apenas vio entrar a su despacho a los “efectivos de la EEBI” pensó que la guardia nacional había resuelto destituir a Somoza. Sin decir una palabra levantó los brazos y dejó que tras un breve cacheo “los guardias” le sustrajeran una pistola Browning y cuatro cargadores que llevaba en los bolsillos. Luego se dirigió dócilmente al majestuoso Salón Azul, donde aguardaban los “rehenes de oro” de los sandinistas: el presidente de la cámara de Diputados, Luis Pallais Debayle, primo de Tachito, y José Somoza Abrego, hijo de aquel José Somoza de un solo apellido que estuvo en la casa de Castillo Qant. Todos pensaban que eran presos en manos de la guardia y que iban a ser fusilados. 
  Hasta que llegó la “Dos” y le ordenó a Pallais Debayle que hablara con el presidente y le aconsejara aceptar las condiciones impuestas para el rescate.
  Tachito Somoza estaba almorzando en su bunker de la Loma de Tiscapa cuando le fueron con la noticia de la captura del Congreso. Ni se mosqueó: ordenó responder con fuego graneado y rodear el edificio con los blindados. Sólo interrumpió su ceremonia gastronómica al enterarse de que tal represalia tenía sus inconvenientes, ya que entre los prisioneros estaban su primo Luis y su medio sobrino José. En ese momento le informaron también que tres obispos habían aceptado actuar como mediadores. Soltó un insulto en inglés contra monseñor Obando y se trasladó a la “sala de situación”, donde lo esperaba su hijo, el Chigüín. “Chigüín” se les dice en Nicaragua a los chicos muy consentidos y malcriados.
  Arreciaron las súplicas de los legisladores para que el dictador aceptara el trato, los helicópteros ametrallaron el primer piso e hirieron al comando “62” en una pierna, Dora María se enfrascó en la negociación desgastante con los mediadores y Somoza, quedaron en evidencia las dificultades del régimen para admitir que por lo menos 10 de los guerrilleros cuya libertad se exigía habían sido asesinados en la cárcel y se produjo el oportuno auxilio de los gobiernos de Venezuela y Panamá.
  Yo llegué a Managua el miércoles 23, enviado por la revista “Somos”. Tenía 25 años. Supe al llegar a Costa Rica que el aeropuerto de Managua estaba cerrado para los vuelos comerciales de modo que alquilé un pequeño Toyota en San José y emprendí camino hacia Nicaragua por tierra. La ruta estaba desierta. El último tramo antes de llegar a Liberia, en la frontera, es una recta infinita y mortalmente aburrida. Ese mediodía el sol reverberaba y producía espejismos sobre el asfalto. Muy a lo lejos me pareció ver algo oscuro sobre la banquina derecha. Al acercarme, eso oscuro se movió y los bultos fueron dos: uno alto y otro bajo. Resultaron ser un policía y su moto, como salidos de un capítulo de Ruta 66. El policía apuntó con una pistola blanca y me hizo la inequívoca seña de “Alto, deténgase al costado”. Cuando se acercó, no pude menos que ponderar su estoicismo: bajo aquel tremendo calor el tipo estaba con casco, anteojos Ray Ban y botas de caña alta; él, a su vez, se manifestó asombrado de lo que acababa de registrar. Me mostró el velocímetro de la pistola blanca: marcaba 178 kilómetros. Dio una vuelta alrededor del Toyota y mientras anotaba el número de la patente silbó con genuina admiración: “Nunca creí que estos carritos volaran tanto”, dijo mientras negaba con la cabeza. Me preguntó qué hacía en esa ruta y le expliqué: voy a Managua, la toma del Congreso, periodista de Buenos Aires.
Completó la planilla, firmé el original, me entregó el duplicado y seguí viaje con la multa en la guantera. Me esperaba la parte más entretenida del viaje: la zona de curvas y contracurvas alrededor de los volcanes y la costa del Cocibolca. 
  Al llegar a Managua fui directamente al Congreso: imposible pasar, custodia de la guardia nacional, tensión, balandronadas (“en cualquier momento entramos y no queda ni uno vivo”, “estamos esperando la orden del Chigüín, con ese no se jode”) y cosas por el estilo. 
  Regía el toque de queda a partir de las 21. Un rato antes los todavía pocos periodistas extranjeros se retiraron. ¿A dónde van? Todos al Inter. De modo que yo también me alojé en el luego célebre Intercontinental, con vista al lago. Pagaba Vigil.
  A la mañana temprano sentí un par de golpes en la puerta y un tropel en el pasillo. Salí malvestido y escuché frases en castellano y en inglés: “Se van”. Bajé al estacionamiento y en vez de subirme al Toyota alcancé a colarme en un auto más grande: el de dos periodistas gringos. Al Congreso, en medio de una creciente multitud de guardias, motos y gente que corría en la misma dirección. La guardia nacional se había replegado, por exigencia de los sandinistas, a 3 cuadras de distancia. A las 9,30 dos buses amarillos, idénticos a los de transporte escolar norteamericano de los años ’50, se acercaron a la galería de grandes columnas de la planta baja. En uno había pasajeros y el otro estaba vacío. Cuando subieron los 25 miembros del comando liderado por Pastora, monseñor Obando se instaló junto al chofer y emprendieron, emprendimos, el trayecto hasta el aeropuerto.
  Parecía una de esas caravanas que se forman para recibir a un equipo campeón de fútbol: la gente se abalanzó sobre los colectivos, quería tocar la mano de algún guerrillero, las motos aturdían con sus bocinas, se escuchaban vivas y aplausos y hasta los periodistas ligamos alguna demostración de afecto en el breve pero cauteloso viaje del centro a Las Mercedes.
  Tras la partida de los aviones volví al hotel para observar desde lo alto la belleza inconcebible de la Managua de entonces: una ciudad que no era una ciudad sino un mosaico de casas y algunos pocos edificios dispersos entre enormes baldíos verdes, el lago Xolotlán debajo y al fondo los volcanes.

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