Sergio Marelli
Está terminando la década del 40, Manila se rehace como puede de la tragedia de haber sido la segunda ciudad más bombardeada de la Segunda Guerra Mundial.
Un niño camina, entre un tránsito agobiante y una espesa circulación de gente, por un mercado abigarrado donde parece no faltar un solo olor ni sobrar un solo color. Hace un calor de incendio. Atraviesa barrios parecidos a los barrios de cualquier suburbio de latinoamérica, y llega a la costa. Se sienta sobre el Malecón y se queda mirando el mar. Como si a eso hubiera venido, no sólo al malecón, sino a la vida. Se escucha un “clik”. El padre le ha sacado una fotografía. Muchos años después, en otro Malecón –esta vez, en Cuba-, su hija, sorprendiéndolo con la misma postura y la misma expresión de aquel niño, le sacará una foto. Al cabo de los años, del juego de esas dos fotos nacerá “El niño que miraba el mar”, uno de los discos más bellos de Luis Eduardo Aute quien hoy, 13 de setiembre, está cumpliendo 75 años de ser ese niño que sigue oteando el más allá del fin del mar.
Poeta, pintor, cantor, director de cine, Luis Eduardo Aute contiene una multitud de artistas dentro de sí. Todos talentosos. Su relación con el arte se definió rápidamente por la pintura - a los 17 años hizo su primera exposición individual en la Galería Alcón, de Madrid-, con escarceos cinematográficos en los que insistió durante toda su vida desde 1961, año en que escribió su primer guión cinematográfico. Sin embargo, es conocido en toda hispanoamérica por su vasta obra musical. Aute pertenece a esa estirpe de juglares para quienes la palabra es un ardiente oficio que combina la siembra con el vuelo. La moda - esa enfermedad de lo idéntico- no es el puerto hacia el que pone proa; lo suyo no es el estribillo fácil, la melodía pegadiza, el verso que se unta en la memoria como una mermelada. Es la palabra desnuda en su tuétano que arde sin ecos. Su poesía es una mujer tramada por el misterio que en las sombras nos espera con sus labios de pólvora. Sus canciones son intimistas, no cavan trincheras en la tierra sino en la sensibilidad. Es el placer amargo de los solitarios, aquellos a quienes les alcanza que lo amen, como decía Neruda, "con un tal vez, con la mitad de un beso".
Es epigramático, no multiplica palabras innecesariamente superponiéndolas como cristales de hielo en la estalactita, el crecimiento de las uñas o la aumentada ceniza de un cigarro. En sus canciones las palabras son joyas sin nombre ni codicia. Astillas en la sangre, candados abiertos a dentelladas, trizaduras. Sus versos están empapados de belleza hasta la médula: "Duermo borracho de cielo/ sobre tu barro entrañable,/cuerpo de incienso caliente/ y penitencias salvajes,/ duermo en tu tierno milagro/ de peces y minerales” (Barro entrañable); “La noche era una llama,/ la luna estaba tierna,/ agosto era un suspiro/ de cálidas estrellas” (El universo); "Oculto a tus espaldas,/el sol levantaba un altar./ La luna en tu pupila/ era una perla flotando en el mar" (Prodigios). Y así podría continuarse largamente este recuento de gemas poéticas que Aute canta con voz de luna hamacándose entre las ramas.
Es polifacético no por vocación renacentista, sino porque le gusta jugar con todo. Juega con la misma gravedad con la que jugaba de niño, cuando lo que era trivial era el mundo de los adultos. Y como un niño ansioso de compartir sus juegos, cuando uno va a su casa, nos conduce alegremente hacia su atelier, donde reina la esplendidez del caos y los delirios de la razón. No ha olvidado que el niño es el primer surrealista que al jugar se asoma al otro lado de la realidad, convocando a la oculta poesía de cada cosa para que la vida cristalice bruscamente en una realidad total. “La vida nace de las manos de un niño que pinta”, dice”, “y la muerte es el último país que el niño inventa”.
En sus cuadros campea un lirismo sexual, donde el sexo es el origen de todo y, a su vez, la tierra prometida. Rechaza a la Iglesia como multinacional de la fe, pero se siente apegado a la religiosidad de saberse parte de un todo inmerso en cambio permanente que lleva al ser humano a preguntarse sobre el sentido de la vida. No rechaza ser crucificado si los clavos son los de unos ojos; si los golpes, los de un corazón; y caer envuelto por el incienso de un cuerpo más intenso que el Sagrado Perfume de los planetas. Es en el cuerpo amado, en el templo de la carne, donde se comulga oficiando la ceremonia de la Consagración. Es en las tinieblas luminosas del sexo –“la fiesta de los cuerpos que cuando pierden la “p” de pudor, se quedan en cueros”-, en la noche profunda del encuentro a la que le cantó San Juan de la Cruz que junta “Amado con amada/ amada en el Amado transformada”, donde Dios se insinúa humanamente como promesa y redención.
Dijo alguna vez –en el recital “Entre amigos”, 1983-, que las tres mejores canciones de amor son “Ne me quitte pas”, “Yesterday” y “Para vivir”, pero ese listado podría ser ampliado con varias creaciones suyas. Le ha cantado como pocos al amor. El amor que no se deja amordazar, amortiguar, amortajar; el amor que puede ser amoral pero nunca nunca nunca se podrá amortizar. Canciones que celebran el amor cuando es animal de dos espaldas, un solo cuerpo enamorado (“Anda”), cuando una voz alcanza para despertar sus músculos dormidos y sus latidos sepultados (“Cada vez que me amas”), se descubre el espíritu que habita en la belleza más carnal (“Alevosía”), cuando el alma está famélica y el cuerpo es un lobo para el cuerpo (“Animal”), cuando empapados de agua y luna, enlazados cuerpo a cuerpo, recogemos las espumas hasta el fin del universo (“El universo”) y nos perdemos en una fiebre sin memoria (“Acaso”), o ese himno al cunni linguis que lleva a volar por universos de licor (“Mojándolo todo”) para luego quedarnos dormidos borrachos de cielo sobre ese barro entrañable (“Barro entrañable”).
Pero no sólo canta al amor cuando se siente tumultuosamente bajo la piel, y en la profundidad de los brazos y la saliva se nos llena de dulzura y el olor de un cuerpo nos hace olvidar del mundo. Sino que es, fundamentalmente, el poeta del amor perdido, el que va cada noche al hueco que nombra a la ausente (“Sin tu latido”), ese desabrigo que hace que sea de noche todo el día (“De noche todo el día”), esa intensa flor de un día que termina huyendo (“Flor de un día”), ese paraíso que nos quedamos maldiciendo porque cuando se presenta no dura lo que una estrella fugaz (“Volver a verte”), eso que ardió y no volverá a ser pólvora mañana (“Hasta mañana”), porque a las espinas y a las rosas se la lleva el viento, el tiempo (“El viento, el tiempo”), fuera del cual todo es un desierto (“Quiéreme”) y sin el cual la vida es un sinvivir (“Sinvivir”).
Dice que sus poemigas no son poemas, sino apenas migas poéticas. Lo cierto es que esas migas de poesía hechas con la dedicación de un panadero minimalista vencen la dramática disyuntiva de Hamlet: son y no son al mismo tiempo. Dicen callando, es el silencio el que habla de una manera inusitada y creciente. Iluminan y queman como un relámpago. Son poemas muy breves en los que las palabras juegan fulgurantes juegos malabares –muchas veces, con la complicidad de la tipografía-, y en los que están presentes los tres golpes mágicos: la concisión o sequedad del golpe, la fuerza del impacto y esa magia palpable que se nos escurre entre los dedos.
Los recogió en varios libros. Cuatro tomos que llevan un mismo título: “Animal” –palabra que le es muy entrañable, quizá por ser anagrama de Manila. Recuerdo que tomando un whisky en el camarín del Teatro Coliseo Podestá, me dijo: “Es que todos somos animales. Algunos bestias y otros, más”-. “Animalhadas”, hadas que juegan con la desnuda fiereza de un animal. La Iglesia ha desacreditado a los animales negándoles la posibilidad de tener alma, contraviniendo la más manifiesta de las etimologías: “Animal viene de ánima”, recuerda Eduardo, “nada más almático que el animal”. Los poemigas convocan a la castigada alma del animal que aún somos.
“Los cuerpos, después del amor, huelen a alma”
“La muerte más que el sueño eterno es la eternidad sin sueño”
Como si los ojos se le hubieran vueltos dos focos pequeños y alucinados, capaz de ver los minúsculos y brillantes resortes del idioma, para dar vueltas los lugares comunes, y jugar a que las palabras viejas aún pueden deparar significados nuevos. La costumbre hace que en lugar de hablar el idioma seamos hablados por él, y por miedo a poner en crisis las estructuras –incluso las del lenguaje- nos llenamos de palabras que no nos dicen, como si encendiéramos las luces para no ver, para no asumir que la noche puede ser otra forma de la luz. Explorar el ilimitado universo de las palabras no para encandilar al otro; sino para alumbrarlo, alumbrándonos. Decidir ir hasta el final aún sabiendo que no hay final. Romper los límites para crear un nuevo territorio común, un lugar de encuentro con el otro, el diálogo sin el cual todo es intemperie, ese costoso aprendizaje que hacemos para que nuestro ser no quede inacabado :
“Aprender, aprender, aprender...no para saber más/que el otro, sino para saber más/del otro”
Podríamos hablar de su relación con la pintura –“Soy más pintor que todo lo demás”-. Su precocidad –sus primeros cuadros los hizo a los 10 años- y su primera exposición individual en Madrid, en 1960 –a los 16 años-. Su visión de la pintura como la más libre de las artes. O explayarnos sobre su pasión por el cine –ha hecho cerca de diez películas. La mayoría, cortometrajes- Esa devoción que nació con “La ley del silencio” -película de Elia Kazan con Marlon Brando-, que es la primera película que vio en su vida –en Filipinas-. Contar de la época en que iba a París a ver películas que en España no se podían ver por la censura. O hablar de “Un perro llamado dolor”, su primer largometraje. Una película de animación que llevó cinco años de minucioso trabajo. 7 episodios, cerca de cuatro mil dibujos hechos a lápiz. Película que se proyectó en muchos Festivales, y que fue finalista de los premios Goya en el 2001.
Pero no vamos a hablar ni del Aute pintor ni del cineasta, sino del hombre que los contiene. El que afirma su vida sobre las lúcidas coordenadas de vivir en permanente estado de asombro, dejándose orientar por la poesía en la desastrosa confusión de estos tiempos desangrados de magia. El hombre que no se prosterna ante ningún altar e iza la bandera del amotinado en un barco que va a la deriva, soñando con una isla maldita donde plantar la bandera de la poesía. Un barco cuyas velas, a veces, son hinchadas por un soplo de alegría, que lo empuja a hacer caminos en la mar, cuya estela es besada por el sol. Todo por ir lejos de esa atmósfera enrarecida que destila la mentira que respiramos todos cada día; esas calles asoladas por buitres con rostro humano y ojos de nadie. Esa cloaca de ladrones y asesinos con resaca de burbujas y casinos, que se han adueñado del mundo con el voto de sus víctimas, y que son capaces de quemar el Edén por cobrar el seguro. Acepta estar al albur de la intemperie, con la serena tristeza de quien sabe que todos los laureles de los poderosos de la tierra, serán hojas que el tiempo –y su hijo humano, la historia- desharán minuciosamente. A veces, es un árbol doblado por la tristeza; pero entre las ramas, siempre asoma un sueño. Y sigue por la vida, curioseándolo todo, como un viento que no parpadea. Jugando a estar vivo.
Gourmet de musas y caireles
en su paleta de marfil
moja anacrusas y pinceles
en tinta roja de carmín
Su caramelo de tristeza
no es mal anzuelo para un pez
en el reloj de la belleza
vuelven a dar las cuatro y diez
De escuela mística y pagana
Canta acuarelas de Dalí
pinta novelas dylanianas
¿Quién es Abel, quién es Caín?
Menudo punto filipino
que va desnudo en ascensor
lámpara autista de Aladino,
copa de vino embriagador.
Nobleza obliga cuando hablo
de cuates empezar por él,
que lo digan Silvio y Pablo,
dios y el diablo Juan Manuel.
Si chamulláramos lunfardo
los trovadores de Madrid
sin mi compadre Luis Eduardo
yo no pasaba por aquí.
Escribió Joaquín Sabina sobre Luis Eduardo Aute, preguntando ¿Quién es Abel, quién es Caín?. Por su parte, Joan Manuel Serrat, dijo: “A Aute le quiero, seguramente, porque le admiro. Es muy dificil querer a alguien si no sientes admiración por él”. En tanto, Silvio Rodriguez, cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, declaró que si hubiera un Premio Nobel de la canción, sería justo dárselo a Luis Eduardo Aute.
El próximo 10 de diciembre, en Madrid, se hará un concierto, bajo el título “Ánimo Animal”, del que participarán, -además de Sabina, Serrat y Rodriguez-, Vicente Feliu, Ana Belén, Victor Manuel, Ismael Serrano. Miguel Poveda, Dani Martin, Rosa León y Jorge Drexler, entre otros; para celebrar a este poeta que no deja de entregar belleza con su guitarra, cantando a la luna en su mismo idioma, para que por fin amanezca y vuelva sin temor la ternura.