jueves, 8 de noviembre de 2018

Locche, o la exculpación del box- Por Abelardo Castillo

Nicolino Locche


Cuando el poeta Rodolfo Braceli me invitó anoche al Luna Park, no supo (o con astucia periodística, no quiso) explicarme con mucha nitidez qué esperaba su revista de mí. Una especie de cuento, sospeché, una rareza a caballo entre la ficción y la crónica, mechada con psicología social de apuro y giros prestigiosos. Acepté, lo confieso, sólo por mirar de cerca a Nicolino Locche. Juzgo a Locche uno de los más espléndidos boxeadores que he viso, un par de Muhammad Alí, de fenómenos como Ray Robinson o Joe Louis. Mi razonamiento previo fue muy simple y argentino: seguramente nunca dispondré de diez mil pesos para pagarme un ring-side. O, cuando los tenga, Locche y yo seremos abuelos, él ya no boxeará más y yo quizá habré sepultado entre libros un tiempo en que el boxeo era para mí una misteriosa (y culpable) segunda naturaleza, un recuerdo imposible, como las polvaredas épicas que nunca vivió Whitman, como el gran pez y los toros de Hemingway. Y fui. Y a medida que Bracelo y yo padecíamos esta pelea vi cosas como para redactar diez volúmenes.

La relación de complicidad que se establece entre Locche y el público, por ejemplo, fenómeno que me atrevería a llamar estético, pues pertenece a un orden (pensé escribir “espiritual” y aún creo que ésa es la palabra) que lo acerca a los grandes actores divos, de modo que la pelea era al mismo tiempo una pelea y otra cosa. Porque Locche ha hecho del boxeo un medio de expresión: un lenguaje. Un modo de comunicar algo a veinte mil personas. Y en la pelea con Barrera Corpas, obligado a usar su peor mano (no sólo porque tenía enfrente a un zurdo, sino porque a partir del primer cambio de golpes no pudo levantar su brazo izquierdo), Locche improvisó un alocado hecho estético. Y entonces ya no parece casual que instintivamente se lo vincule a Chaplin. Humorismo y box no suelen ir juntos, salvo cuando el boxeo se transforma en un espectáculo innoble, grotesco. Lo que hizo Locche, con una sola mano, para salvar la pelea, fue un milagro de maestría y un capítulo del más noble humorismo. Dos veces Barrera Corpas, de puro irritado, bajó los brazos como para imitar o parodiar a Locche: la primera, Locche se quedó simplemente inmóvil, mirándolo con perplejidad, como si le preguntara y eso qué es. La segunda, alzó suavemente las manos y, con un gesto paradojalmente delicado en un boxeador, insinuó un fugaz aplausito con los guantes.
Una concepción bárbara y fascista del deporte supone que un boxeador se “brinda” cuando es demolido por su rival o lo masacra. Locche, para mí, es uno de los pocos púgiles que realmente dan algo cuando pelean. Humaniza al público; lo des-animaliza. Lo pone como de fiesta. Cada improvisación de Locche va derecho a la inteligencia del espectador, no a su irracionalidad. Una prueba: ese medio minuto, casi intolerable por lo largo, de cabeceos y esquives, al final del cuarto round, que culminó con un derechazo en directo e hizo poner de pie a veinte mil personas. Yo vi las caras, y hasta saqué una foto. Así se aplaude a un actor o a un virtuoso, en el teatro.
Locche tiene dos públicos. Uno, inocente, que le festeja todo y todo se lo perdona, porque lo siente (o lo necesita) invulnerable; y otro, que padece viéndolo y teme que el azar de un golpe cometa la injusticia de encontrarlo. Yo, esta noche me di cuenta, milito decididamente en el segundo grupo. Verlo a Locche ahí, dándole la ventaja de su mejor mano a un hombre violento, encarnizado y mucho más joven, verlo durante quince rounds ofrecerle la cara (no por humillarlo ni ya por juego, sino porque defensivamente era su única solución técnica, en esas condiciones) para retirarla al centímetro, pertenece al género de experiencias inolvidables que, de todos modos, preferiría ahorrarme. Después de esto no sé si necesito escribir que, en mi opinión, Locche gano la pelea. Y no “con lo justo” sino con lo necesario (dos valores algo distintos, no sólo en el box), y que uno de los tres jurados, el jurado que lo vio perder, debería revisar todo su concepto acerca de lo que significa el boxeo. Por sólo hablar de boxeo.
Y esto se vincula a otras reflexiones que, pese a mis propósitos, son más bien de índole psico-sociológica.
Las reacciones de quienes vieron un Locche declinante, apagado, me revelan la imagen de un cierto tipo muy nacional, o seguramente muy universal: el que ama las catástrofes, a los héroes en el ostracismo, a los ídolos caídos. En el nivel del boxeo son los que hicieron un mito de Luis Ángel Firpo después que perdió con Jack Dempsey (yo vi una cinta de esa pelea: el famoso golpe de Firpo fue casi un empujón y un puro azar, muy pocos parecen recordar que Dempsey lo derribó media docena de veces y que, excepción hecha de esa dudosa mano de Firpo, ganó la pelea por paliza); son los que nunca aceptaron las elementales virtudes de Bonavena y decidieron admirarlo sólo cuando Clay lo puso nocaut; los que iban a ver “cómo mataban a Gatica”, pero se emocionaron mucho cuando perdió al minuto y medio su chance por el campeonato mundial y ya lo amaron del todo cuando murió, en la miseria, borracho y hecho un despojo humano. Los mismos, en fin, que van al circo a ver cómo se cae el trapecista.
Maurice Maeterlinck, el poeta simbolista de El pájaro azul, el oscuro místico de El sendero de la montaña y El tesoro de los humildes, escribió: “El puño es el arma humana por excelencia, la única orgánicamente adaptada a la sensibilidad, a la resistencia, a la estructura tanto ofensiva como defensiva de nuestro cuerpo. En una humanidad que se conformara estrictamente al deseo evidente de la naturaleza, el puño, que es al hombre lo que el cuerno al toro y al león la garra y el colmillo, bastaría para todas nuestras necesidades de defensa, de justicia, de vindicación. Bajo pena de crimen irremisible contra las leyes esenciales de la especie, una raza más sensata prohibiría todo otro modo de combate”. El libro se llama Inquietudes Filosóficas el capítulo, “Elogio del boxeo”. Y esto fue lo que me decidió a escribir sobre Locche. Me dio ganas de leer, aunque tuviera que redactarlo yo mismo, que Locche estaba entero física y psicológicamente, y que si el boxeo estuviera humanamente reglamentado (no hay ninguna razón deportiva y mucho menos médica para que un combate se extienda más allá de ocho o diez rounds, para que la tensión física y mental de una pelea dure más, pongo por caso, lo que se aconseja para una cátedra universitaria) hombres como Locche podrían seguir boxeando, sin eclipses, hasta pasados los cuarenta años. Salvo un periodista, que es poeta, salvo Braceli, nadie pareció advertir que la noche del sábado, a partir del segundo round, Locche no podía levantar su brazo izquierdo. Lo otro sí, lo otro lo vieron todos, y es lo que al principio llamé milagro. Un hombre peleó trece rounds con una sola mano, con su peor mano, obligado a usar sólo esa mano, la usó mejor que nunca y, ante la imposibilidad de palanquear o cubrirse con los dos brazos, basó toda su defensa en los reflejos, en los quites, en la cintura. Que son formas pugilísticas de nombrar la inteligencia. Hay una matemática sencilla: calculando que Barrera Corpas haya tirado (por lo bajo) veinte golpes en cada round, Locche, que no recibió más de cinco o seis relativamente claros en toda la pelea, le hizo errar casi trescientos.
Yo no sé bien por qué se me pidió esta página, quizá porque alguna vez escribí Negro Ortega, un cuento cuyo asunto aparente es el box. Pese a esa literatura no me siento del todo incapaz para tratar el tema. Mi padre fue boxeador; yo mismo alguna noche subí a un ring. Y si es cierto lo que mi padre me enseñó cuando me hablaba con veneración de Landini, de Mocoroa, de Gene Tuney (que le ganó a Dempsey y que leía a Shakespeare mientras se preparaba para esa pelea), si aún es cierto lo que cualquiera que se pone un par de guantes puede aprender como una ética (que el boxeo es el arte de la defensa personal, un deporte, un rito marcial, un bello juego), Locche, con una sola mano, tal vez no ganó su mejor pelea, pero nos dio la más hermosa y memorable.

Abelardo Castillo