sábado, 19 de enero de 2019

A propósito de “SUCEDIÓ EN COPPERBELT”, de Laidi Fernández de Juan




Copperbelt está en Zambia; Laidi Fernández de Juan está en la centralidad de la nueva narrativa cubana. Así lo confirma con “Sucedió en Copperbelt”, siete relatos que dan cuenta de su experiencia de médica en Africa - de 1989 a 1991-, en una de las diez provincias de Zambia, la roja tierra de Copperbelt, cumpliendo su misión de brigadista, primero en la aldea de Ndola, luego en Kitwe. Experiencia abrumadora en todo sentido y de una riqueza que los años no logran erosionar. Esa experiencia fue fundante para su vocación de escritora, es en las cartas que remite desde allí donde descubre –o comprueba- su pasión por contar. El tono del libro es el de una corresponsal. Cartas a la espera de un incierto mensajero que las lleve. “Nunca apareció el mensajero”, dice en un momento, sin embargo las cartas llegan a destino, a nuestras manos, para que sintamos a la muerte como presencia cotidiana, nos reconozcamos bruscamente parte de una tribu masay, asediados por lo desconocido,  descifrando esa otredad que nos interpela , y confirmando que somos tan grandes como nuestro dolor –sobrevivientes de esas heridas del alma que ni siquiera logran borrar las borracheras con chibuco-.

Historias que podrían haber quedado en cartas envueltas con cintas de diferentes colores en cajas que dijeran por fuera “Coperbelt”, pero que por suerte devinieron literatura porque la autora ha dado con la clave que desconcierta al narrador de “El mwana”, último relato del libro –un niño, hijo de la protagonista, que no se explica “cómo es posible guardar en la memoria un cuento y un significado durante tanto tiempo”-, y que no es otra que la develada por Stéphane Mallarmé al contestar ¿qué es escribir”: “Una muy antigua y muy rara pero arriesgada practica cuyo sentido yace en el misterio del corazón”.

Laidi Fernández de Juan es una escritora segura de su oficio –“como el rosal seguro de la rosa”, diría María Elena Walsh-, sabe qué momento tomar de una situación para sintetizar la vastedad de una historia, la anécdota en la que cuajan los significados más profundos, los rasgos en los que se pude cifrar una vida entera. En esa fina traza está lo mejor de su estilo.  Como si pudiera ver todo lo que ocurre dentro de una nuez; como si en un solo momento capturado pudiera cifrar todo lo ocurrido. Se acerca a los rincones de la memoria que siguen haciendo ruido, para reencontrarse con la autoridad sin límites de un jefe atornillado a los mecanismos sordos de la burocracia, funcionarios que no funcionan,  heridos de ceguera, pérfidos emboscados entre la gente propia, tormenta de mezquindades, despiadadas exigencias absurdas, rígidos controles, vocacionales ingenieros de alma que han pisoteado la suya por el apuro de subir.  No aborda a esos personajes y situaciones como los cangrejos, de costado, sino cara a cara. Enfrentándose a dudas íntimas como una herida, añoranzas, preguntas que estallan en la lenta quemazón del insomnio. El contrapunto entre la pesada carga de lidiar contra la distancia y una regimentación kafkiana, y la necesidad profunda de encontrar en la solidaridad una razón de vivir.  Sobre ese terreno se ha construido este libro, en esa materia se hunde como un cuchillo en la manteca la mirada nostálgica y crítica de la escritora. Su prosa está perfumada de delicadezas y recorrida por el humor –un humor que no trivializa sino que nos permite asomarnos a las capas más profundas de una situación-, y afrontar, incluso, situaciones tan inauditas como el combate de la autora con un búho en la alta medianoche. Es en ese tipo de situaciones donde estos textos rompen los límites para que comience el vuelo.

Laidi Fernández de Juan ha traído de Africa “un bastón labrado, un tambor sin clavos y un pulso de marfil que ya empieza a tornarse amarillento” y, también, este puñados de historia, que nos internan en el Africa profunda, no a la manera de Hemingway, para cazar kudus y rinocerontes-, para encontrar nuestro propio continente oscuro, ese en el que rara vez nos atrevemos a adentrarnos. Ya que lo nombramos, recordemos que en carta a Max Perkins, Hemingway decía: “con materiales reales es muy difícil escribir. Inventar es más fácil”, Laidi Fernández de Juan ha asumido ese desafío difícil y ensanchar nuestra imaginación a partir de materiales reales. No describe solo lo mirado sino a sí misma en el acto de mirar –lo que inevitablemente hace que también se ponga en juego la mirada del lector, enfrentándonos a eso que miramos y no creemos hasta que creemos a fuerza de mirarlo-. Y esa mirada nuestra, atrapada en el lento rodar de estos recuerdos marcado por el tam tam de esos tambores profundos que no necesitan ser nombrados para escucharse,  comprueba que sigue saliendo humo de esas cenizas, que lo que sucedió en Copperbelt sigue sucediendo ante nuestros ojos.
A la espera de que una editorial argentina publique este libro, vamos a compartir dos pequeños fragmentos para que los lectores de Caliban disfruten de la calidad de la prosa de Laidi Fernández de Juan.

Luego de muchos meses sin escribirles, vuelvo a la carga. Me han mudado y ahora vivo en una casa pequeñita cuyas paredes están repletas de imágenes de ustedes. Me siento rodeada de vuestra paz rítmica, sonámbula. Me sonríen los rostros que más he amado en la vida sin que sea necesario que los convoque. Así transcurren mis noches: contemplando la mágica belleza de los padres que tal vez nunca merecí. A pesar de mi pasión de ánimo, siento que he dejado de ser completamente ajena a este lugar. Ya no me desconciertan los llantos, ni me asustan los ruidos que vienen de lo profundo, ni permanezco en vigilia esperando que una serpiente me muerda. Ya me parece natural que las lluvias duren medio año, que exploten los bombillos de la luz en la madrugada, que el correo sea tan inestable como caro e inútil, que la añoranza haya dejado paso al férreo estímulo por seguir viva. He sufrido dos ataques palúdicos y eso me otorga un frívolo aire de sobreviviente. Ya no cuento los días que faltan para verlos, ya aprendí que esperar noticias es más torturante que pretender achicar la distancia. Ya soy capaz de prescindir de diccionarios. Ya sé decir lo que debo decir sin sentirme ridícula, hacer lo que vine a hacer sin lamentarme, comer lo que todos comen sin preocuparme por la trivialidad del balance entre nutrientes. Todavía no sé emitir sonidos como si fuera un pájaro, pero soy capaz de danzar al ritmo de las festividades locales moviendo las caderas igual que las mujeres de aquí. Ya soy capaz de recorrer kilómetros manteniendo el equilibrio con un bulto en la cabeza, cubrirme con chitendes que tienen más colores que el arcoíris y calzar sandalias tan planas como los caminos de la tierra. Un atisbo de compasión impide que me encallezca del todo, pero no siento miedo. Ya soy fuerte porque soy mayor.


                                                                                 ***

No sé cuándo me obsesioné con la escritura. Este pequeño fajo de noticias que les he preparado por si milagrosamente aparece un mensajero no es más que una diminuta muestra. Me consuela escribir de una manera irracional. Saber cuán irreductible según la lógica es este afán por contar, no me frena en absoluto. Durante el día recorro con la mirada todo aquello que pueda resultar útil para cumplir mi deseo: envoltorios, gacetas oficiales, páginas de los diarios con espacios vacíos, reversos de informes que nadie lee, la parte de atrás de las etiquetas, anuncios que se despegan, sobres, estuches, prospectos, los papeles de los jabones, las portadas de las revistas, los listados de fallecidos, las citaciones a reuniones y sus actas, el cartón de las cajas de huevos, banderas de papel. Resulta fascinante el descubrimiento del amplio mundo aprovechable para escribir que en otras circunstancias hubiera pasado por alto. Una vez recolectado todo aquello resistente a los rasguños de las puntas de los lápices, selecciono cuál voy a utilizar según el estado de mi mente, y en las noches me consagro al deleite de hablar mediante trazos de caligrafía. Para los cuentos de pura ficción: páginas de diarios, sobres o estuches. Para la descripción de cuanto me rodea: papeles de jabones o listados de muertes. Si me adentro en diálogos imaginarios por lo general breves: las etiquetas o prospectos. Para los pensamientos más negros: cartones de cajas con huevos o portadas de revistas, como una forma de obligarme a ser escueta, por lo difícil que resulta escribir en ellos.

Los anuncios que se despegan y los reversos de informes que nadie lee son lo mejorcito para hacer cartas mondas y lirondas. Esas que dicen ya pronto me voy de este lugar., me parece mentira saber cuánto voy a necesitarlo. Las banderas de papel son ideales para escribir deseos. Nunca fui capaz de identificar a cuál país representan, de modo que puedo haerlo dicho a Suiza, por ejemplo, me gustaría tener dos hijos varones cuando sea grande. A Liechtenstein, que desaparezca el hambre; a Laos le hare contado mi sueño de regresar mañana. Quién sabe a qué país confesé cuál deseo. Hay dos con mucho espacio en blanco (tal vez sean de Japón y de la Cruza Roja), que reservé para los anhelos más largos. Esos de paz en el mundo, paz para todos, paz por la mañana, paz por la tarde y paz por la noche. No he vuelto a mirar mis apuntes porque todo lo tengo empaquetado, pero cómo vamos a reírnos de estas cosas. Y de las caras que ponían algunos.

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