martes, 26 de febrero de 2019

ENTREVISTA A LUIS SEPÚLVEDA: LA MEMORIA QUE NO SE RINDE

                                                                 
 



                                                                Por Santiago Marelli, Guido Guaragna y Sergio Marelli


  Luis Sepúlveda es un chileno trotamundos que ha escrito Un viejo que leía novelas de amor, Historia de una gaviota y el gato que le enseñó a volar, Nombre de torero, Mundo del fin del mundo, La lámpara de Aladino, La sombra de lo que fuimos y El fin de la historia, entre muchos otros libros que se leen con fascinación y gratitud. Un escritor que nunca colgó su alma de un clavo para arrebañarse con un cencerro colgado del cuello. Alguien que se internó en la selva, allí donde la naturaleza pinta el pecho de los guacamayos o los tucanes pasan con el pico embarrado de crepúsculos, pero también se internó en otra selva: la de las palabras. No menos misteriosa. Es un gran Contador de historias que quedan girando en nuestra memoria como pequeños planetas dorados que no nos cansamos nunca de recordar. Los que no saben leer libros se dedican a clasificarlos y cuando llegan a Sepúlveda se preguntan “¿dónde lo ponemos?” y el género que cultiva Luis Sepúlveda es sencillamente: literature. Y, su lugar, la memoria profunda de América Latina y sus sueños. Luis Sepúlveda vive en España, en Guijón , y allí lo llamamos para conversar un rato.



Pregunta: Luis, “El fin de la historia” fue una sentencia dictaminada por un minipensador de origen oriental tristemente conocido como Fukushama. Juan Belmonte y otros protagonistas de tu última novella –que lleva ese título-  no creen que la historia haya terminado. Hay mucho suspenso en la novela y no queremos ser nosotros los responsables de revelarlo sino que sea el autor el que diga lo que considere que se puede contar de la novela.

Luis Sepúlveda: Primero tengo que decir que esta novela parte de un hecho muy real que ocurrió en un día de verano del año 2005, cuando una delegación de kosakos llegó hasta el Palacio de la Moneda - el palacio presidencial en Santiago de Chile-. Los chilenos estaban asombrados de ver a unos tipos con gorro de piel que andaban caminando por la calle con cuarenta grados de calor y pensaron que se trataba de una delegación del circo ruso, pero no: eran kosakos de verdad e iban a hablar con la presidenta Bachellet para pedirle la liberación de un tipo que era un criminal de guerra que está condenado por crímenes de lesa humanidad, torturas, asesinato, desaparición de personas, robo -todo lo que hicieron en la dictadura-. Estaba condenado  a setecientos u ochocientos años de cárcel y le esperaban todavía un montón de juicios. Van a pedir la libertad de este tipo con un argumento muy extraño: se trataba del último gran Atamán de los kosacos, nieto de Pioter Krassnov-uno de los grandes Atamanes-  que fue perdonado por León Trotsky en el inicio de la revolución rusa. El nieto fue a dar a Chile y se transformó en uno de los peores torturadores de la dictadura. Cuando supe esa noticia, empecé inmediatamente a preguntarme qué pasaría si deciden hacer algo por liberarlo. Todas las novelas nacen siempre de esa pregunta que te lleva a la ucronía: ¿qué pasaría si?. Ahí empecé a pensar qué es lo que harían, a quién enviarían y cuál sería el único oponente a ellos.  

P.: Para contester esas preguntas recurriste a Belmonte,  el protagonista de tu novela El nombre del torero.
L.S.:  Consideré que tenía que rescatarlo, en primer lugar, porque es un personaje al que me siento muy cercano, tiene mucho de mí, le di gran parte de mi propia vida -de mi propia biografía-. La novela hace un paseo por toda la historia del siglo XX: comienza en la Revolución Rusa, pasa por la II Guerra Mundial, las experiencias guerilleras latinoamericanas y termina en el año 2010 en Chile con una cierta normalidad democrática. Es la demostración de una historia que continua, que es cíclica y  no se termina nunca, pero que algunos de los personajes necesitan dramáticamente finalizar con ella y con esa parte de su historia personal, y de ahí el título: “El fin de la historia”.

P.:  Hay algunos personajes que van buscando un fin para la historia.

L.S.:  Para una historia que es muy trágica. Fue, como todos los procesos de escritura, bastante laborioso, bastante duro, porque tenía mucha documentación que no podía ocupar metiendo, por ejemplo, citas al pie de página, porque eso no se hace en una novela sino en un ensayo, y transformar varios cientos de páginas de documentación en un par de páginas de literatura; cada capítulo fue lo más fatigoso del asunto. Pero allí está la novela que me da la impresión que, por lo que he sabido, ha marchado bastante bien por todas partes.

P.: Es una novela que tiene un gran ritmo y que a la vez toma temas fundamentales, porque es una novela también sobre el poder, sin edad ni tiempo pero siempre presente.

L.S.: Claro que sí. Hay ciertas cosas que solamente las puedes contar desde la agilidad narrativa. Yo soy un escritor de una escritura concisa, no me gusta andarme con rodeos sino ir a lo medular, a lo que quiero contar, y eso evidentemente contribuye a hacer de las historias que escribo historias ágiles. Me pongo también de parte del lector, que nunca quiere que lo aburran sino que el autor realmente vaya al grano y se juegue por la historia de la misma manera como los personajes se juegan por lo que defienden, por lo que viven, por lo que sustentan. Creo que mi forma de escribir siempre ha sido así (concisa, precisa y yendo siempre a lo medular), en otras palabras, me quedo con el trigo y la paja la dejo de lado.

P.:  Juan Belmonte es alguien que nos remite a los tiempos de Salvador Allende, una de las figuras más lúcidas y conmovedoras de la historia latinoamericana, a quien vos tuviste la suerte de conocer personalmente. Hablanos de cómo era esa relación con Allende.

L.S.: Allende era una persona muy extraordinaria, no solamente era un dirigente político sino que era un hombre de una enorme calidez y calidad humana. Yo me acerqué a él porque tuve el grandísimo honor de ser seleccionado entre los militantes en aquel tiempo de la Juventud Socialista para ser parte integrante de la escolta personal del president. Un grupo que el mismo Allende llamó “grupo de amigos personales (GAP)” y que luego fuimos presentados por la dictadura como grupo de terroristas u organización crimina. Se dio una gran cercanía. Siempre me conmovió la enorme claridad y clarividencia que tenía Allende, esa capacidad para formular ideas de una manera muy pedagógica, sin ninguna pedantería y, sobre todo, la enorme capacidad  para explicar eso que se llamaba la “singularidad” del proceso revolucionario chileno; esa peculiaridad que tenía el país que nos permitía aspirar a una transformación democrática de nuestra sociedad. Siempre los recuerdos más importantes y más queridos que tengo de mi vida fueron los de esa proximidad con el presidente Allende, el compañero presidente y nosotros los de su escolta- que, en realidad, lo llamábamos el “Doctor”, porque era un hombre muy especial-. Creo que no se dan ya hombres de ese talante,  de un linaje que ha ido desapareciendo: marcado sobre todo por eso, por una enorme consecuencia, coherencia y una capacidad intelectual realmente sobrehumana.

P.: Vos pertenecés a una generación que sufrió una profunda derrota, pero no se trata de una derrota que avergüence sino, por el contrario, que enorgullece. Vos nunca formaste parte del batallón de los arrepentidos.

L.S.: No, jamás. Tengo mi pasado, luzco mi pasado con un tremendo orgullo porque sé que hicimos lo que había que hacer, hicimos lo justo en el momento preciso y siempre he seguido defendiendo lo que son mis principios. No me reciclo. No me transformé en un lumpen al servicio del Estado como lamentablemente hicieron muchos de mis ex compañeros. No me transformé en un parásito de la parafernalia estatal. Siempre me sentí muy orgulloso de ganarme el pan que me como con mi trabajo, no dependiendo del Estado. Eso me ha permitido mantener muy en alto esos principios que yo considero que todavía tienen un enorme valor y se sustentan en la coherencia política y en actuar cuando hay que actuar.

P.: ¿Desde cuándo sos un hombre comprometido políticamente?

L.S.: Yo empecé a militar políticamente muy joven. Empecé a los trece años. Primero en las Juventudes Comunistas de Chile, que era una organización muy fuerte, con una viva presencia entre los estudiantes. Después de la muerte del Che, no me gustó (como a miles de militantes comunistas) la respuesta que dio el Partido. Salimos del partido, fuimos expulsados en una especie de acto de fe que se hizo en un teatro en Santiago- más de mil militantes fuimos expulsados-. Algunos compañeros se fueron al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y otros nos fuimos al Partido Socialista porque considerábamos que era lo más cercano a los planteamientos que nosotros teníamos y que defendíamos, que eran planteamientos muy guevaristas. Nos definíamos como latinoamericanistas, no queríamos casarnos con ninguno de los grandes bloques de poder -ni con los chinos ni con los soviéticos-; entendíamos que como continente, como latinoamericanos, teníamos derecho a nuestras propias soluciones, a nuestras propias experiencias. A partir de ahí, desde muy joven, fue una vida de militancia de la que jamás me arrepentí, al contrario, fue una vida riquisíma y me permitió conocer a la mejor gente que uno puede conocer.

P.: ¿Qué figura de la política latinoamericana de los últimos años convocó más tu entusiasmo?

L.S.: Me sentí muy identificado con Pepe Mujica, lo conozco y lo quiero mucho. Siempre me he sentido muy cercano a él. El Pepe es un hombre político que piensa, que reflexiona mucho, antes de soltar alguna frase o alguna teoría; tiene un conocimiento muy cabal de lo que es la realidad de su país y ha actuado en consecuencia del conocimiento que tiene de aquella realidad. En el resto del continente, el ex presidente Correa de Ecuador también me pareció uno de los políticos interesantes.


                                       


P.: ¿A Fidel tuviste la oportunidad de conocerlo?

L.S.: Sí, lo conocí. Fidel evidentemente es un ícono. Tuve la posibilidad de hablar con él en tres ocasiones. Un hombre que tenía una capacidad de trabajo inagotable. Yo tuve que sufrir de su capacidad de trabajo, porque una vez lo acompañé  a una fábrica donde le dieron un montón de problemas a solucionar y me di cuenta que era un hombre que sabía de todo, la enorme curiosidad que sentía lo llevaba a preguntar por todo antes de llegar a una conclusión. Se trata de los políticos que marcaron un poco el desarrollo de nuestro continente.

P.: ¿Qué relación tuviste con el sandinismo?

L.S.: Yo integré una brigada internacional que fue la brigada “Simón Bolívar”. Nosotros entramos a combatir en Nicaragua cuatro meses antes de la victoria del 19 de julio de 1979. Hicimos lo que teníamos que hacer que fue colaborar con las fuerzas sandinistas para que triunfaran, es decir, para que entraran a Managua y luego, a partir de ese momento, el baile era de ellos. Pero luego me fui alejando, vi cosas que no me gustaron  y  el paso del tiempo me dio la razón. Hoy en día, yo creo que solamente los ingenuos pueden seguir confiando en un tipo como Daniel Ortega, que ha demostrado ser un hombre capaz de venderle el alma al diablo, un corrupto en el peor sentido de la palabra. Es muy triste en qué terminó la revolución sandinista.

P.: De eso mismo precisamente hablamos hace no mucho con Sergio Ramírez.

L.S.: Un gran amigo Sergio Ramírez. Él la ha padecido en carne propia. Incluso toda la campaña que se hizo en contra de él, en contra de Ernesto Cardenal y contra otros que dijeron “Adiós muchachos, aquí nos bajamos”. Pero ahí está, Sergio se mantiene con una posición muy decente y muy digna.

P.: Dicen que “El viejo que leía novelas de amor” es el libro favorito del Subcomandante Marcos, ¿has tenido oportunidad de conversar con él?

L.S.: Sí, tuve oportunidad de conversar con él. También otro de eso extraños dirigentes que van surgiendo a veces en el continente. Un muchacho joven, estudiante, que siente que tiene que hacer algo ahí en la selva Lacandona, en Chiapas, y se pone al frente de una organización que lucha por cuestiones que son tan elementales que a veces resulta muy difíciles de explicar. Es muy difícil de contar que los chiapanecos no existían porque ni siquiera había un censo de ellos; el estado mexicano los ignoraba hasta tal extremo que no los consideraba seres humanos. Había un censo aproximado de la fauna, pero no un censo de las personas. Y eso evidentemente favorecía a la explotación, el latifundio, el estado medieval en el que se vivía en esa región de México y gran parte de la zona agraria mexicana. De allí salen algunos dirigentes campesinos y elevan a un cargo  muy alto a Marcos, que se transforma en un referente también de lo que empieza a llamarse el “buen gobierno”, una experiencia que no aspira a ser extrapolada a otras realidades y que cambió para bien el destino de una gran cantidad de gente de la región más pobre de México.

P.: Además de ser un dirigente notable y curioso, es un escritor considerable.

L.S.: Si, lo es, tuve varias conversaciones de literatura con él. Leí varios poemas, hemos mantenido contacto esporádico pero fraterno y sentido. 

P.: Contanos algo de Victor Jara.

L.S.:  Víctor fue profesor mío. Yo estudié en la Escuela de Teatro en la Universidad de Chile, una amistad muy bonita y cercana. Era un tipo extraordinario de una sensibilidad fuera de serie y estaba donde había que estar. Es bien curioso porque nos estamos quedando sin gente que cante. Ojalá que surjan nuevos cantores muy pronto. 

P.: ¿Qué opinas del reclamo que están realizando los Mapuches por las tierras que le cedieron  a Benetton?

L.S.: Es uno de los reclamos más justos y largos de la historia. En la historia del pueblo mapuche hay una larga lucha de reinvindicaciones  que se remontan a largo tiempo. La tierra que le vendieron a precios de huevos a Benetton y a otros magnates, es algo que da mucho prestigio. Una vez escuché hablar a la Time Warner diciendo que era una tierra de mierda que no servía para nada, pero que tenerla le otorgaba algo, era una especie de conde de un territorio enorme. Es parte de una injusticia que empieza con La Conquista. En la parte chilena, después de cien años de lucha consiguen un tratado de paz los mapuches con los españoles y con fronteras delimitadas, mantienen una relación cordial y estable con la colonia y viene la Independencia, los nuevos amos del país -los criollos-, desconocen ese tratado que existía y desatan lo que llamaron la pacificación de la araucania, que fue la versión chilena de la Campaña del Desierto y abren el territorio de los Mapuches a la colonización extranjera y empiezan a vender tierras a precios regalados sin comprender que esas tierras son el hábitat de un pueblo determinado. De tal manera que la reclamación de los Mapuches es absolutamente legítima, que siempre se ha respondido con represión y asesinatos y es una de las materias pendientes más fuertes que tenemos. Han tenido siempre mi solidaridad.

P.: Siempre viste la escritura como sitio de resistencia y de la memoria y de los sueños.

L.S.: Es que la escritura es eso, no puede ser otra cosa. Yo recuerdo cuando leí a Guimarâes Rosa que dijo “narrar es resistir”, y es lo que he hecho siempre, ha sido mi fortaleza. Y resistir no solamente las injusticias, sino también la estupidez que a veces amenaza con imponerse en todos lados. 

P.: Has hecho amistad con muchos escritores argentinos ¿Que semblanza nos podes hacer de Julio Cortázar?

L.S.: Primero que nada era un gran hombre, el cual es un privilegio decir que tuve una amistad muy cercana hasta ese 12 de febrero. Nos vimos en muchas ocasiones con el respeto debido. Era un gran  tipo que no tenía ninguna pretensión de ser reconocido como tal, de una generosidad total, compartía todo lo que sabía, hasta las dudas y eso hacía que las conversaciones fueran extraordinarias. 

P.: ¿Osvaldo Soriano?

L.S.: Fuimos muy amigos, nos vimos por última vez en Buenos Aires, poco antes de su muerte. Teníamos planes incluso para hacer cosas juntos. Fue una amistad muy de tú a tú, muy intensa. Yo destruí mi primera novela y la única explicación es el Gordo. Yo había escrito una novela que se llamaba “Vida, pasión y muerte del gordo y el flaco” y estaba orgulloso de haberla escrito y un día me llega un paquete del correo y el Gordo me mandaba “Triste y solitario y final”, y entonces, después de leerla, dije “no, el Gordo ganó, a la mierda mi novela”. Nunca me lo perdonó eso él. 
P.: ¿El periodismo te dio herramientas que te sirvieron para la literatura?

L.S.: Sí, mucho. Sobre todo el pensar mucho lo que vas a decir y hacer bien las cosas. Yo empecé haciendo prensa en un periódico llamado “El Clarín” en Chile. Era de izquierda, pero medio raro, practicaba amarillismo. Cuando me consultaron a los 17 años en que sección quería estar, yo dije cultura y me respondieron “no, cultura hay que ganárselo”, y me mandaron a la crónica policial. Había un redactor de policiales que era una leyenda, y le entregaba lo que escribía, él lo leía y me lo botaba, hasta que me comentó “esto es literatura, aprende a escribir periodismo, concentrate más, se sintético, di mucho con pocas palabras”. Esa fue una lección enorme. 

P.: ¿Qué significó el exilio para vos?


L.S.: Tiene varias etapas el exilio. La primera es la tierra de nadie, cuando sos un exiliado sos una persona de segunda categoría, no tenes derechos. Lo terrible era la gente que se preguntaba que hacía ahí, y era el precio que había que pagar.  Escribí y le dediqué mucho tiempo a la literatura, conocí cantidad de gente con la que enriquecí mucho mis puntos de vista. Fue una experiencia dura pero que había que soportar a fuerza de entender por qué estabas ahí y qué podías hacer. En el año '86 me sacaron la nacionalidad chilena. Es una tierra hasta donde los amores son raros y parecen el primero, diría Soriano.