Editorial
Hace unos días, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador dirigió una carta a la corona española y al Vaticano, reclamándoles disculpas por los crímenes cometidos con las espadas de la primera y la bendición del segundo. La realeza española y sus lacayos –entre los cuales se encuentra el mínimo escritor Arturo Pérez Reverte- , contestaron desde un relativismo moral que encubre una inmoralidad absoluta: “ el genocidio no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas”. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro señaló que al momento en que arribaron los conquistadores europeos a América, existían aproximadamente 70 millones de indígenas; un siglo y medio después solo quedaron unos tres millones y medio. La cuenta es sencilla: casi 67 millones de aborígenes exterminados. ¿A la luz de qué consideraciones puede aceptarse semejante crimen?. También habría que hablar del despojo brutal al que fueron sometidos los pueblos originarios, el saqueo de los recursos naturales, la sangre y el sudor de los indios que financió el desarrollo capitalista de Europa. Eduardo Galeano dijo para siempre: el 12 de octubre de 1492, el Capitalismo descubrió América. En su diario del Descubrimiento, Colón escribió 139 veces la palabra oro y 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor. Poblaciones enteras fueron diezmadas por el trabajo esclavo al que fueron sometidas, o por la transmisión de virus desconocidos y para los que el cuerpo de los aborígenes no tenían mecanismos de defensa desarrollados. Culturas enteras fueron arrasadas por el racismo que se negaba a verlas. Visiones del mundo fueron cegadas para siempre por el oscurantismo llegado de los barcos. El arzobispo Desmond Tutu refiriéndose al África, dijo algo que bien vale para América:
–Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: “Cierren los ojos y recen”. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.
Pero el gobierno peninsular que sigue financiando esa onerosísima casta parásita que es la realeza, se indigna con quien es capaz de seguir defendiendo a las víctimas del mayor despojo de la historia universal. “Es una afrenta al pueblo español”, dice la vicepresidenta española. Muy fácilmente se deduce de las palabras del presidente mexicano que no está juzgando al pueblo español, ni siquiera a todos los españoles contemporáneos a la conquista, sino solo a los que protagonizaron esa empresa imperialista. Seguir denunciando a quienes perpetraron la violación, muerte y despojo de estas tierras, es, al mismo tiempo, celebrar a figuras como Bartolomé de las Casas, el cura español que denunció las crueldades de los conquistadores diciendo que los indios preferían ir al infierno antes que encontrarse con ellos. Es el gobierno español el que quiere hacer cómplices a todos los españoles de esos crímenes cuyas heridas no terminaron de cerrar, extendiendo a todos sus compatriotas una culpabilidad que básicamente ellos encarnan por continuidad histórica e identidad ideológica.
Por su parte, el incontinente Pérez Reverte, como si de una cuestión personal se tratara, insulta al presidente mejicano: “Si este individuo se cree de verdad lo que dice, es un imbécil. Si no se lo cree, es un sinvergüenza”. Nosotros creemos que Pérez Reverte es ambas cosas. Defiende a la realeza para atacar a un gobierno democrático. En otro tramo de su lamentable intervención, dice el plumífero español con ostentoso cinismo: “Que se disculpe él, que tiene apellidos españoles y vive allí”. La frase podría ser humorística o misteriosa, si no fuera políticamente repugnante, porque deja al desnudo el razonamiento de su autor: ¿qué significa reprochar a alguien con apellidos españoles que viva en México? ¿Querrá decir que es moralmente cuestionable que alguien quiera vivir en un país distinto al de la procedencia de su apellido? ¿Se estará convirtiendo en el nuevo teórico del pensamiento xenófobo europeo?. Quizá esto último no sea así, pero sus palabras favorecen esa incómoda sospecha.
Europa se jacta de ser el Antiguo Continente –no sabemos en base a qué certificado geológico ese continente puede llamarse más antiguo que éste-, lo único que está exhibiendo con actitudes como las que aquí condenamos, es la decrepitud y senilidad propias de la más extrema vejez.
Es increíble que a estas alturas sea materia debatible esa invasión que no supo ser descubrimiento. Decía Oscar Wilde que leer los periódicos es llegar a la convicción de que solo lo ilegible sucede. Y Argentina es la patria de lo ilegible. Tuvimos la visita de la realeza española al Congreso Internacional de la Lengua. Vino Felipe VI –que alguien nos explique qué tiene que ver un rey con la literatura, más allá de los cuentos infantiles-, citó a “Juan Luis Borges” y fue recibido con todos los honores por alguien que a estas alturas ha demostrado categóricamente tener más vocación cortesana que democrática. Es sabida la enemistad manifiesta que el presidente argentino tiene con el lenguaje, su famosa dificultad para articular una frase con algo de sentido; pero lo que ha dicho en el Congreso de la Lengua de Córdoba, es profundamente revelador. Agradeció a la Conquista –estoy citando de memoria, nadie tiene derecho de inferir a otro la crueldad de escuchar dos veces un discurso de Macri-, que trajera consigo el idioma, que nos salvó del espantoso destino de que los argentinos habláramos argentinos; los bolivianos, boliviano; los paraguayos, paraguayo; y que en tal escenario de pesadilla necesitaríamos traductor para conversar con un uruguayo. No vamos a rebatir lo obvio. Darle a ese galimatías estatura de argumento, es sobreestimarlo. Solo queremos agregar que no olvidaremos nunca de qué historia vienen estas tierras, y los que predican la amnesia son los mismos que se benefician con ese despojo colonial que aún no ha terminado. Parecerá una antigüedad lo que hemos dicho, pero así de antiguas son las cadenas que más temprano que tarde volveremos a intentar romper.