Novelista, periodista, futbolero, viajero. No sé si
ese es el orden que Martín Caparrós prefiere para describir sus prioridades,
pero de todas esas pasiones- y seguramente otras- está hecho el autor de tantas
novelas y libros de crónicas periodísticas.
Comenzó haciendo periodismo a los 16 años, en el diario Noticias, a las
órdenes de Rodolfo Walsh, y desde entonces no ha dejado de hacerlo de una
manera polémica, lúcida, feroz, irónica, furibunda, capaz de abrir preguntas que están a la vista
de todos pero que muy pocos quieren ver, como ésta que hace en su monumental
libro “El hambre”: "¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que
pasan estas cosas? (Que en el mismo mundo donde se produce comida de sobra haya
900 millones de personas que pasan hambre; que entre 8 y 10 se mueran cada
medio minuto por sus causas)". Conversamos largamente con él sobre el
oficio de periodista, que en sus mejores
momentos es capaz de poner al lector en la piel de otro.
Pregunta: En
uno de tus libros decís que el azar y no el destino te hizo periodista.
Entonces no había un destino manifiesto, sino una pasión que se fue despertando
gracias a un conjunto de circunstancias permitidas por el azar.
Martín Caparrós: No creo mucho en el destino para
empezar. La idea del destino supone que hay algún orden en alguna parte que ya
está establecido y que, entonces, te hace ir en alguna dirección
predeterminada. Yo no creo en eso, ni tampoco en ningún orden superior. Pero,
efectivamente, fue por azar que empecé a hacer periodismo de muy chico, a los
seis años; aunque de entrada yo quería ser fotógrafo y de casualidad, un día
que no había nadie, en una redacción semivacía donde estaba trabajando de
cadete, hacía falta que alguien redactara una noticia, me preguntaron si podía
hacerlo, lo hice y ahí empecé.
P.: Vos sos
periodista y escritor y, quizá por encima de todo, lector. ¿Por qué hay tanto
periodista que no lee?
M.C.: Eso a mí me sorprende mucho y últimamente lo
estoy diciendo bastante, porque me parece que tratar de escribir sin haber
leído -o hablar o pensar sin haber leído- es inverosímil. Es como tocar la
guitarra y no haber escuchado nunca música. Y, sin embargo, hay mucha gente que
lo hace. Te encontrás con muchos que trabajan en medios y que no tienen ningún
placer por la lectura, no les interesa o no les parece que sea necesario. En
algunos casos se justifican diciendo que ellos de todas maneras no tienen que
escribir. Yo creo que no solo para escribir es necesario leer -y haber leído
mucho-, sino también para poder ordenar un discurso, para poder pensar ciertas
cosas o poder leerlas.
P.: Hay
periodistas que no leen y también hay novelistas que han hecho muy buen
periodismo como Tomás Eloy Martínez o Gabriel García Márquez, vos sos
periodista pero también has escrito algunas novelas, ¿crees que se potencian
esas dos condiciones?
M.C.: Yo escribí cuatro novelas antes de publicar mi
primer libro de periodismo. Yo nunca me pensé como un periodista que escribió
algunas novelas sino al revés. Más que creer que se potencian, pienso que son
parte de lo mismo. Cuando trato de pensar en lo que hago, cosa que intento
hacer lo menos posible, pienso como un escritor que a veces escribe ficción y
otras veces no ficción, pero en definitiva lo que uno hace es muy parecido
cuando cuenta una historia que pasó o una historia que se imaginó. Se trata de
contarlo de la mejor manera posible - que en cada caso puede ser distinta,
depende de los temas o las situaciones-, y encontrar la forma que se adecue a
cada uno de esos temas o situaciones aquellos relatos. Pero, en ese
sentido, no hago ninguna diferencia
entre el trabajo del novelista y el del
buen periodista.
P.: Nombramos
recién a Tomás Eloy Martínez, ¿cuál es la marca más fuerte que dejó en el
periodismo y en tu vida personal?
M.C.: Yo empecé a leer a Tomás antes de saber que lo
leía, porque en los primeros medios de prensa que me fascinaban cuando yo era
chico -con nueve o diez años- eran los números de una revista que se llamaba Primera Plana que salía a mediados de
los años sesenta y que fue muy decisiva en esa época, marcó una forma de hacer
periodismo, de contar el mundo, de imponer ciertas tendencias, etc. Yo la leía
con mucho placer, un placer bastante ingenuo, pero me gustaba mucho la forma en
que contaban, yo creo que eso me influyó
mucho. Muchos años después, me enteré que esa revista era aun más delirante que
lo que yo suponía en ese momento porque había dos personas, dos jefes de
redacción, que la reescribían prácticamente entera. Era una revista reescrita
por dos personas, por eso tenía esa seriedad de estilo, lo que se llamó el
“estilo Primera Plana”. Una de esas personas era Ramiro de Casasbellas y la
otra, Tomás Eloy Martínez. Era una revista en la que nada estaba firmado porque
todo estaba de algún modo firmado por la revista.
P.: ¿Cuándo
dejó el cronista de ser el escalón más bajo en la escala zoológica del
periodismo?
M.C.: Eso es algo que yo comento en Lacrónica porque en este escalafón que
tenía el estatuto del periodista- que tiene un escalafón muy definido- en el
que efectivamente el cronista era el puesto más bajo en el que uno podía tener
en una redacción. El cronista era el tipo que tenía que salir a la calle y
conseguir la información y volvía con todo anotadito y se lo pasaba a otro que
se llamaba redactor, justamente porque redactaba, y era el que tenía derecho a
escribir eso. El cronista, en ese orden de las cosas, ni siquiera escribía;
solamente iba y recuperaba la información que podía para que otro, que se supone
más preparado, sí la redactara. Eso ya es un orden que prácticamente no
funciona. De todas maneras, fue una de las razones por las que en el año
1990/91, cuando tuve que pensar una serie de historias más o menos largas de no
ficción, me dieran ganas de llamarlas crónicas.
P.: Una denominación que se usaba muy poco en ese momento.
M.C.: Fue una
manera de situarse en el margen. El cronista era el último orejón del tarro o
el último escalón de la escala zoológica periodística, entonces me daban ganas
de ponerme de ese lado. Pero yo creo que ese orden se perdió hace mucho tiempo.
P.: El libro
“Lacrónica” empieza con una crónica de
Bolivia en la época de Paz Zamora y entonces contás una curiosidad: conociste a
un Evo Morales que apenas había pasado los treinta años. ¿Volviste a Bolivia en
la era Evo?
M.C.: SÍ, donde fui hace dos o tres años fue a Santa
Cruz y es cierto que Santa Cruz es y no es Bolivia. Yo si pienso en Bolivia,
pienso en el Altiplano básicamente o como mucho en Cochabamba y todo lo que hay
a su alrededor. Esa es una zona a la que no volví porque es un poco mi límite:
yo la paso muy mal en la altura. De hecho, cuando fui a hacer esa crónica que
incluí en ese libro, la pasé pésimo. Terminé con un tanque de oxígeno que me
hizo entender cuán necesario es eso para la vida humana porque me habían dejado
realmente knockout. Entonces no volví a La Paz y a la zona del Altiplano. Sí
fui a Santa Cruz a dar un par de charlas, pero Santa Cruz es el contra Evo, un sector totalmente
distinto, antropológica, económica y políticamente. Es un mundo totalmente
opuesto al de la Bolivia de Evo Morales.
P.: ¿Tenés
alguna táctica para iniciar una entrevista?
M.C.: No, no tengo una táctica. Me pasa mucho que
entrevisto o escucho a gente que no suele ser entrevistada, por ejemplo, para El Hambre debo haber escuchado- por lo
menos- cientos de personas en lugares muy recónditos; en La India, en muchos países africanos o de
América Latina: gente pobre, que pasa hambre y que no suele ser escuchada, por
lo tanto, no tienen el hábito de ser entrevistados. Entonces es una situación
sin prejuicios en sentido estricto; puedo empezar a preguntar por sus vidas o
por circunstancias de su infancia.
P.:¿Qué crees
que hubiera pasado si Jorge Lanata te hubiese aceptado como crítico gastronómico
en Página/30?
M.C.: (Risas) No lo sé, de hecho no creo que conté
esa parte de la historia. Yo cuento que me propuse como crítico gastronómico y
él me rechazó, y me dijo si no quería hacer estas notas un poco largas, que
después llamaríamos crónicas, y en
ese entonces llamábamos territorios
por influencia de una revista de los ochenta que se llamaba El Porteño. La continuación de la
historia es que al cabo de un año más o menos me pidió que me hiciera cargo de
la revista. Yo traté de negarme porque estaba encantado de hacer notas por
ahí y entonces me dijo que no era una
propuesta sino la única opción que tenía. O me hacía cargo de la revista o no
seguía haciendo esas notas. Entonces acepté, me hice cargo de la revista y mi
primera medida como editor de Página/30 fue nombrarme crítico gastronómico. Lo
que pasa es que fui con un pseudónimo, porque como era el editor no podía
además hacer la crítica de los restaurantes, pero lo fui durante un año y la
pasé muy bien.
P.: Quizás si
te lo hubieras tomado más en serio ahora tu próximo libro de crónicas sería de
crónicas gastronómicas y estaríamos hablando de recetas de cocina.
M.C.: Por un lado, yo publiqué una novelita que se
llama “Comí”, que habla un poco de eso, donde trato de pensar nuestras relaciones
con la comida y con el hecho de comer y todo lo que decimos y pensamos sobre
eso. Por otro lado, tengo un libro secreto-
en la medida en que sólo fue publicado en México- que me acabo de
olvidar cómo se llama. Un libro que recopila textos sobre comida, gastronomía y
cosas por el estilo.
P.: ¿Cómo
cocinero qué te sale mejor?
M.C.: Soy bastante bueno eh, siempre digo con
orgullo que yo no cocino como los hombres, que quieren un plato o dos platos
que los hacen en veladas extraordinarias o a lo sumo hacen el asado o tienen su
especialidad para los grandes momentos. Cocino como una mujer; si estoy en casa, cocino todos los días y me
da mucho gusto. Así que hago muchas cosas y es un momento que me resulta
particularmente agradable.
P.: ¿Qué es lo
más importante para cocinar una crónica?
M.C.: Para mí lo más importante es mirar y escuchar.
Eso es claramente lo que a mí más me importa y lo que más me gusta. Es un
privilegio. Soy una persona bastante hosca, poco sociable, pero cuando estoy en
esas situaciones me da muchísimo placer sentarme con alguien y que me cuente su
vida ,y pasarme horas escuchando ese
momento de confianza extrema de alguien que no conocés y probablemente nunca
vuelvas a ver, en el que te cuenta quién es, cómo vive, a qué teme o qué piensa.
Eso para mí es crucial: saber escuchar y saber mirar. Después hay que buscarse
la vida y ver cómo uno pone en palabras eso que ha visto y escuchado, pero eso
es más una cuestión técnica: se aprende. Lo que es más difícil de aprender es a
buscar lo que vale la pena de ser visto o de ser escuchado.