jueves, 23 de mayo de 2019

MARX Y FREUD: HOMBRES QUE HICIERON HISTORIA


                                                                                                          Por Eduardo Gruner
                                                                                                                     
“Los hombres hacen la historia, pero en condiciones que no pueden elegir”, este famoso enunciado de Marx (toda una condensación de su teoría, se podría decir) no alcanza para explicar, sin embargo, que dadas ciertas condiciones, aparecen ciertos hombres –y no otros- que hacen una cierta historia –y no otra-.  Desde luego, cuando Marx dice “los hombres” se refiere a una entidad colectiva: “los hombres” puede leerse como “la humanidad” –ese conjunto vacío-, o bien, más “marxianamente”, como las clases. Pero, admitamos: hay unos hombres que hacen “historias” singulares, irreductibles, irrepetibles (y el barbado filósofo de Treveris es, no cabe duda, uno de ellos): se trata, claro, de historias acotadas, circunscriptas, “regionales” –diría un fenomenólogo-, pero que dibujan para ese hombre un lugar que cae fuera de la “clase”, en el sentido taxonómico del término. Otra frase famosa, esta vez de Sartre: “Paul Valéry es, seguramente, un intelectual pequeño burgués…pero no todos los intelectuales pequeño burgueses son Paul Valéry”.


El “individuo” y la historia, pues: sus relaciones constituyen una vieja disputa teórica, tan vieja, quizá, como la cultura occidental misma. Para los griegos de Atenas (esa sociedad tan singular, irreductible e irrepetible como ciertos individuos), el zoon politikón significaba, sencillamente, que no había otro “hombre” que el “político”. Entendámonos: “político” no quiere decir aquí “el que hace política”, entre los áticos no existía, como entre nosotros, esa esquizia –producto de la modernidad renacentista- que separa, en la comunidad, a la “sociedad política” de la “sociedad civil”, es decir, a los que se ocupan de la conducción del Estado y del “estado de las cosas” (si se me disculpa el mal chiste a costa de Wenders), y el que no lo hace, el que no interviene de manera directa en lo político en sentido amplio (en los asuntos de la Polis), simplemente no es un hombre, con toda la enorme dignidad que la palabra antrhopos invocaba: es un idión (un “idiota”, en el sentido de un ser pre-linguistico, ya que la Ciudad es, al mismo tiempo, la Lengua), o un bárbaro (es decir, en la misma línea, alguien que habla el ininteligible idioma de los pájaros), o, directamente, un zoon que no ha alcanzado el rango de politikón (un animal, inferior a la escala antropológica); también puede ser, desde luego, un esclavo (porque la Polis incluye, desde ya, la injusticia) o, por último, una mujer (punto débil, debilísimo, de la teoría, contra el cual las feministas hacen bien en indignarse, si bien un tanto anacrónicamente). En una palabra: los hombres no eran “ individuos” –aún cuando existieran, sin duda, las individualidades-, sino “sujetos humanizados” como efecto de su inclusión en ese tejido simbólico apretadísimo que constituía la Polis-Lengua. Lo que no es otra cosa, dicho sea de paso, que lo mismo que nos ha descubierto en este siglo el psicoanálisis, esa ciencia griega por excelencia.

O sea, los griegos, magníficos inventores y cultores de la dialéctica, ya habían resuelto de antemano la falsa oposición entre el individuo y la Historia; y la habían resuelto porque ni siquiera se habían molestado en plantearla. Ellos podían haber dicho, con un encogimiento de hombros (): como Lavoissier a  Napoleón cuando éste le preguntó por qué no había incluido a Dios en su sistema: “es que era una hipótesis innecesaria”.

Sólo a la Edad llamada Moderna –una era sin esclavos que necesita que los hombres se separen de la Ciudad para que puedan elegir libremente su esclavitud- le podía suceder el tener que abrumarnos con el problema del Individuo, del ser no dividido, enterito él (y ahora también ella) y enfrentado a una Historia que le viene de afuera, y que siempre hacen los otros. Solamente así se explica la emergencia de esos ciertos hombres que de repente deciden que son ellos los “otros”, los hacedores de alguna historia: en general, no es algo que “les” ocurre (como “les” ocurría a los griegos, a través de los cuales la historia simplemente discurría, por así decir), sino que se les ocurre. En condiciones que no pueden elegir, claro está, pero que se proponen violentar, hasta donde puedan, para hacerles seguir otro curso, otro discurso. Lo paradójico es que parecen “saberlo”, desde siempre, como si pudieran ser las pitonisas de su propio destino. Muchas veces, como se verá,  se equivocan sobre ese curso – o incluso sobre el hecho de que sean plenamente ellos quienes lo han elegido. Casi nunca, no obstante, se equivocan sobre el hecho de que son ellos quienes marcarán, para la Historia, un curso nuevo. Se dirá, por supuesto, que sobre los que se equivocaron en todo no sabemos nada –porque la Historia, en su astucia infinita, no los retuvo entre sus brazos. Pero lo interesante es lo inverso: que aquéllos que sí fueron retenidos por la Historia, casi siempre lo sabían desde muy temprano.

Un caso paradigmático es Rosseau: en sus Confesiones relata que ya en la serenidad de su adolescencia ginebrina “sabía” que estaba destinado a desafiar los designios del Creador para la Humanidad (creer que existe un Creador omnipotente, y sin embargo saber que se irá contra él, no es poco saber, ciertamente). Así como Dalí ya “sabía” que iba a ser un genio. Estas afirmaciones ex post facto pueden ser, desde luego, coqueterías mentirosas, o recuerdos encubridores de una “novela familiar”. Pero no por ello dejan de ser sintomáticas de un “estado de cultura” por el cual algunos hombres consideran verosímil que se pueda elegir desde casi la parvulez un “destino de grandeza” para sí mismos. Ese “estado de cultura” es, como todos, históricamente fechable: para situarlo rápidamente, digamos que empieza con el Romanticismo, cuando aparece la idea (heredada de la tragedia clásica, pero completamente antitrágica en sus efectos, de que se puede ir contra la fatalidad y, encima, ganar. Es decir, que el Individuo –para decirlo existencialistamente- puede asumir su propio destino como elección.

Los dos más grandes adalides de esta ocurrencia son,  probablemente, los postrománticos Marx y Freud. Espero que este exabrupto no sea tomado como una boutade escandalosa: es verdad que, en un cierto sentido y cada cual a su manera, Marx y Freud aparecen como los más virulentos recusadores de una omnipotencia de la subjetividad. Pero no es menos verdad que ambos “supieron”, casi desde el principio, que (por decirlo vulgarmente) el mundo escucharía hablar de ellos. Marx, como se sabe, desde adolescente se propuso ser un gran poeta. Por cierto, no lo fue, pero  eso no viene ahora al caso. A los diecinueve años escribe lo siguiente:

“No nos asusta que la ira de los dioses nos alcance,
ni que nuestro mástil caiga.
Pues también Colón, en un principio despreciado,
vio finalmente surgir un nuevo mundo.”

Y también Freud, en su correspondencia juvenil con Martha Bernays, se compara con Colón. Mucho después, en su trabajo sobre la interpretación de los sueños, insiste en la comparación, hablando de su descubrimiento de la “vía regia” (el análisis de los sueños) hacia un “nuevo continente” (que se llamará, como sabemos, el Inconciente).

Es notable que en los dos casos el registro de referencia sea el de descubrimiento, y no, por ejemplo, el de la invención. Amos “descubridores” se piensan, en principio, como “instrumentos” de algo que –por enunciarlo heideggerianamente- “habla a través de su boca”: una verdadera pasión que se abate sobre ellos, incluso con toda la resonancia de pasividad que hay en ese término. Es conocida, sin embargo, la importancia que tanto Marx como Freud le otorgan a la “creatividad” intelectual, a la que podríamos llamar la vocación “arquitectónica” del pensamiento. Pero, en todo caso, es significativo que sea la figura de Colón la que finalmente se les imponga como metáfora de sus impulsos críticos, y no, por ejemplo, la del Quijote (figura que también ambos, en su juventud, tenían como su héroe “privado”): no se trata de una lucha imaginaria contra molinos de viento sino de encontrar –y articular simbólicamente- lo que de alguna manera ya está en la “realidad”. (Claro está que Colón –cosa a la que ni Marx ni Freud parecen asignar importancia- nunca supo exactamente qué es lo que había descubierto).

De todos modos, no es difícil escuchar allí la irreductible tensión entre la creencia en la potencialidad del voluntarismo individual –que es la que les da esa temprana convicción sobre su futuro rol en la Historia- y la lúcida conciencia de que en el universo existen, después de todo, límites, inevitabilidades. Esta conciencia es de nítido origen trágico y, más exactamente, oracular: el oráculo exige un desciframiento subjetivo, pero él mismo es ya una cierta lectura de la palabra de los dioses.
Por supuesto que, entre los clásicos y los románticos, el sentido de lo trágico se ha transformado sustancialmente: como se sugirió más arriba, el Renacimiento y la Reforma en el plano ideológico-cultural, el capitalismo en el plano económico-social, la idea de contrato en el plano jurídico-político, han promovido la figura antes inconcebible del individuo al rango de protagonista de la historia. El Romanticismo parece sintetizar esas dos grandes tradiciones con su acento exaltador de una subjetividad “libre” pero que en última instancia no puede escapar de lo que se suele llamar el “rigor del destino” (o, más románticamente, a las “fuerzas cósmicas” de las que el hombre forma parte). Cuando Marx dice, entonces, que el hombre hace su propia historia en condiciones que no puede elegir, como Freud somete la emergencia de esa subjetividad a las leyes transindividuales del inconsciente, ¿no están operando en el campo de esa síntesis (o, si se prefiere, de esa aporía) romántica? Entre unos y otros, está, por otra parte, ese filósofo de lo trágico-romántico por excelencia, con su insistencia en lo universal-singular, verdadero “escándalo” del pensamiento, y cuyo lugar de bisagra entre los románticos y los modernos alguna vez habría que explorar: me refiero, desde luego, a Kierkegaard.

Es Kierkegaard, precisamente, quien explica a fondo las implicancias éticas de esta “conciencia en sí” del individuo que “se” elige para una misión histórica. Muy significativamente, emplea la imagen del redactor: el individuo que vive éticamente es “redactor” de su propia historia vital, pero debe asimismo ser consciente que es un “redactor responsable”, después de haber decidido quién quiere ser, el individuo no puede menos que asumir la autoría por aquello que incluye o excluye como esencial en esa anticipación de su historia futura: “Quien vive éticamente” dice en O bien…o bien, “anula hasta cierto punto la distinción entre lo casual y lo esencial; pero esa distinción vuelve a surgir, pues, tras haber hecho esto, el individuo distingue su responsabilidad básica con respecto a lo excluido como casual”. El acto de “autoelección”, así,  queda totalmente situado bajo el reflector de la justificación moral: se sabe quién se desearía ser y quién no, que ha de pertenecer esencialmente a uno mismo y que no. Pero no se puede después pretender que no se han buscado los resultados de la propia elección. Esto es lo que se podría llamar la “trampa ética” del voluntarismo romántico: si yo –pues se trata aquí, plenamente, del puro Yo- me “elijo” un propio destino, creyendo por lo tanto que puedo controlar los efectos de mis actos y de mis discursos, no puedo luego fingir “ausentarme” de esos mismos efectos, ni protestar porque se me pidan cuenta por ellos: “ser consecuente con el propio deseo” es, al mismo tiempo, aceptar la responsabilidad por la manera en que ese deseo afecta a la Historia.

Los ejemplos que acabamos de invocar son, justamente, ejemplares: no importa la evaluación que se haga de sus teorías, ni Marx ni Freud se “distrajeron”, nunca, de los alcances de su autoelección juvenil: no se escudaron ( y podían haberlo hecho) en las leyes de la historia ni en las del inconciente para sustraerse a un juicio cualquiera sobre las consecuencias de esa (equivocada o no) “conciencia de sí”. Quisieron ser Colón y, a su modo, lo fueron: pero no renegaron de un solo centímetro cuadrado de sus Américas; aceptaron la responsabilidad por sus cenizas como por sus diamantes. Que un cierto frivolismo posmoderno los elija como blancos favoritos de sus burlas sobre la inutilidad de los “grandes relatos” no tiene nada de extraño, si se tiene en cuenta que los “pequeños relatos” con que se propone sustituirlos están hechos de los jirones lastimosos de una “historia” reducida a un amontonamiento de azares y acontecimientos imprevisibles por los que nadie puede ser culpado ni absuelto: el “o bien…o bien” de Kierkegaard es ahora un desaprensivo “Y a mi…¿qué?”.
Sartre, a los veinte años, ya parecía saber todo sobre sí mismo. En una carta a Simone Jolivet, escribe: “Imagino la gloria como un salón de baile lleno de señores de frac y de señoras escotadas alzando sus copas en mi honor. Toda una estampa, pero es una imagen que tengo desde mi infancia. No me tienta, y sin embargo me tienta la gloria, porque quisiera estar muy por encima de los demás, a los que desprecio. Pero sobre todo tengo la ambición de crear: me es preciso construir, construir lo que fuere, pero construir (…) No puedo ver una hoja en blanco sin sentir ganas de escribir algo encima. El entusiasmo, sentimiento por demás ridículo, sólo lo experimento al contacto con ciertas obras, porque me figuro que podría hacerlas yo de nuevo…” ¿Orgullo desmedido? ¿Omnipotencia del deseo? ¿Premonición? Todo eso, sin duda, y también posiblemente, ya el error teórico de creer que todo depende de la “conciencia de sí”. Pero no la impunidad juvenil con que uno se desprende alegremente de palabras, contando con que siempre hay un viento piadoso que las lleve: eso no. Porque, muchas décadas después, Sartre escribe: “Soy responsable de todo, ante todos”.