“Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas…”
Gustavo Adolfo Bécquer
Gustavo Adolfo Bécquer
Por Sergio Marelli
“Acaba de fallecer Papá”, me escribió ayer su hija, Laidi –mi amiga, mi hermana-. Se nos fue un Poeta. El mundo se va a poner mucho más frío. Una vez me dijo mi amigo Tito Cossa, que uno no se muere de una vez, sino que se va muriendo a pedazos. Este es uno de esos momentos en que uno siente que el ser querido es el muerto que se va y uno es el muerto que se queda. Con Roberto Fernández Retamar se va un pedazo muy importante de mi vida. Desde aquel lejano encuentro que tuvimos hace más de 30 años –y en el que, como él puso en la dedicatoria a uno de sus libros, descubrimos que sin saberlo hasta entonces, éramos de la misma familia-, el tiempo no ha hecho otra cosa que hacer más fuerte y bella y verdadera nuestra amistad.
Mi primer encuentro con él fue gracias a Javier Villafañe. Cuando mis padres viajaron por primera a vez a Cuba –en 1985-. Llevaron una carta escrita por Javier. Recuerdo cuando Javier la escribió. Fue en la cocina de nuestra casa –que, por entonces, también era la suya-, en un momento interrumpió la escritura de la carta para salir a la calle. Al rato, volvió con una hoja de árbol, amarillenta, nervuda, mordida por la intemperie. Le pidió una cinta scotch a mi mamá, y la pegó en el papel. “Te mando un pedazo de otoño de La Plata”, puso, reanudando la carta. A esa carta, Javier agregó dos poemas míos, que al tiempo, con la alegría que deben sentir los que ganan un Premio Nobel, vi publicados en la revista de Casa de las Américas. Hace menos de un mes, trabajando en los archivos de Casa de las Américas en un nuevo libro sobre Roberto, volví a encontrarme esa carta, ante la cual no pude demorarme, por miedo a estas lágrimas que ahora no puedo ni quiero detener.
Conocí muy pocos poetas tan dotados para el pensamiento como él. Conocí muy pocos pensadores capaces de tanta poesía. Dije pocos, debí decir ningún otro. Tenía la rarísima virtud de ser genialmente honrado. Un revolucionario que nunca jubiló su sentido crítico, porque sentía, desde lo más hondo de sus entrañas que ese es el más irrevocable imperativo de un intelectual de izquierda: no confundir el Espíritu de la Revolución con el Espíritu Santo.
Abelardo Castillo –quien tanto lo admiró y lo quiso- dijo alguna vez: “La verdad no está en las palabras que escribimos. La verdad está en la conducta que nos da (o nos quita) el derecho a escribir ciertas palabras”. Para Roberto Fernández Retamar la literatura no era un juego de variaciones hábiles y sorprendentes, sino parte de un inexcusable compromiso humano para transformar el mundo, para que la humanidad sea de veras un poco más humana. Jamás tuvo la pedantería de tanto plumífero de creer que con un verso se puede derogar la injusticia humana, pero jamás cayó en la frivolidad de declarar con estruendo la inutilidad de la literatura. Toda su vida la consagró para que la poesía y el pan fueran de todos, para salvar la ternura para todos y decir con Lautreamont: “Saca de encima tu asqueroso hocico, oh mundo”. Para él la defensa de la poesía era inescindible de su defensa de esa revolución con la que se comprometió lúcidamente, con la honda certeza de estar peleando por la vida.
Todo esto que llevo escrito expresa muy pobremente lo que Roberto significa en la sublevada historia de nuestro continente. Porque en momentos como éste, la única palabra justa es la que no existe.
Canceló voluntariamente una brillante carrera universitaria en Yale –teniendo menos de treinta años-, para sumarse a la primera línea de fuego en la construcción de una revolución atacada por el imperio cuya sede está a escasas 90 millas. Esa revolución que la perversión lingüística del Poder identificó con una “dictadura”, pero de la que tienen mucho que aprender las llamadas “democracias” si es que de veras quieren serlo, y no terminar convirtiendo la palabra “democracia” en una ilusión gramatical, una palabra degradada a sonido vacío. Un fósil lingüístico. Roberto, fascinado por la poesía que entraña la revolución, fue fiel a ella hasta la última gota de su sangre, hasta el último hálito de su aliento. Nunca se puso el bonete en la fiesta de los arrepentidos, y aceptó pagar con gallardía y una entereza moral inconmovible, el precio de ser un revolucionario. No le importó que el costo de esa opción fuera renunciar a los mayores premios literarios que legítimamente podría haber obtenido si hubiera tomado distancia de la siempre molesta revolución cubana, traicionando y traicionándose, mudando de piel como tantos ejemplos nos ofrece el serpentario de la intelectualidad mundial.
Cuando fui a verlo, hace unas pocas semanas, uno de los regalos que le llevé fue “Inglaterra. Una fábula”, de Leopoldo Brizuela -¡ay, cómo quisiera que hubiera otra vida y en ella se encontraran y conversaran apasionadamente y luego de unas cuantas copas se fueran juntos a ver a María Elena Walsh!-, porque en esa novela aparece Calibán como personaje. Ese Calibán que él erigió para siempre como símbolo de esta América que se obstina en seguir siendo ella misma, única en su diversidad, entera en sus sueños.
Roberto Fernández Retamar se fue, ¡qué ganas tremendas de gritarle en la cara a esa grandísima puta: “YA BASTA. No me cabe un solo muerto más en el alma”!
No faltará el obtuso que diga que a un revolucionario no se lo llora. No lloro por él sino por la soledad en que nos quedamos. Pero sé que cuando acabe de llorar, voy a sonreír por todo lo que nos dejó, porque este vacío –que ahora parece un abismo- se va a llenar con el recuerdo de los muchos momentos de honda amistad que compartimos, de las historias que nadie sino él era capaz de contar. Y, sobre todo, de sus libros: alumbradores, inagotables, que siempre nos dejan la necesidad de volver a pensar lo ya pensado y nos ponen una canción en los labios.
Lo que quiero decir está mucho más allá de lo que las palabras pueden decir. Roberto se parecía a todos los que amaba: Martí, Che, Martinez Estrada. Se les parecía en eso de ser tan él que no se parecía a nadie. Recuerdo esa plegaria de Rilke: “Señor, concede a cada cual su propia muerte”. La muerte que le fue concedida a este hombre es la de los que eligen la lucidez de vivir rebelados. Como el Che, siempre sintió bajo sus talones el costillar de Rocinante y volvió a los caminos con la adarga al brazo a enfrentar del otro lado del horizonte a los que se agigantan contra los débiles, a los esclavistas, a los cínicos bachilleres y a los hechiceros de la injusticia. “El Quijote del Caribe” se llama la película que hicimos con Raqui Ruiz y Osqui Aguerre, el Quijote le seguirá clavando la espuela a Rocinante y ni los mil molinos de viento de la muerte podrán detener a este caballero andante.
Un poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, dejó escrito: “Recuérdenme siempre en nombre de la alegría”. Eso haremos, amigo. Te lo prometo.