martes, 21 de enero de 2020

ARS POÉTICA POR ENRIQUE MOLINA





“La poesía se hace con palabras”, aclaró Mallarmé. Pero, en verdad, ¿cómo definirla con , siempre la desbordará. Si en cambio abre un ángulo demasiado vasto sólo abarcará una sombra. En cambio, un golpe de ola, una lágrima observada fuera de su contenido emotivo, simplemente como el mágico deslizarse de esa gota de un líquido astral a lo largo de una mejilla de mujer, el esplendor de pasión en los ojos de dos amantes que se miran, las relaciones caníbales en las suntuosas alcobas mentales del deseo, pueden definirla sin vacilaciones. En definitiva, en cualquier situación la realidad produce estímulos que al tocar de cierto modo la sensibilidad del poeta, le abren paso a la poesía. Ese bloque de noche apoyado sin auxilio sobre mi corazón, ese trozo de queso fastuoso apoyado sobre un rudo tablón en la cueva de Robinson. Así, cada día, al reunir mis huesos esparcidos por la marea en el piso de mi dormitorio, siento en ellos el zumbido del Ecuador, en el que reconozco a la poesía.         
                                                                                                                                              
En todo tiempo, desde Platón a Mallarmé o a Pound, los poetas han hablado de la poesía. Pero es en la época moderna cuando más se ha reflexionado sobre ella. Quienes manejan sus mágicos materiales quieren saber cómo son. Analizan las estructuras que ellos mismos han inventado, escrutan por separado sus mecanismos.  Pero no logran –jamás lo lograrán-, dar con la síntesis total. Sólo aproximaciones. Siempre fracasará ese intento de definir la poesía más allá del poema. Ese gran anillo de vértigo que establece la identidad de los contrarios, esa permanente mirada furtiva que pone al descubierto los enigmas, no las respuestas, de nuestra condición. El bello libro de Paz, “El arco y la lira”, es una de las tentativas más logradas en tal sentido. En cierto momento hace pasar al lector del otro lado del espejo. Es decir, lo traslada con el discurso más riguroso, a ese espacio donde la poesía levanta vuelo. Una lúcida inquisición que a través de clarísimas proposiciones desemboca en la magia. La neurótica relojería estructuralista, en cambio, termina por roer sistemáticamente, con fría paciencia, los huesitos del pájaro con la pretensión de explicar su vuelo.

Cuando me siento tentado de hablar de poesía, tomo en mi mano un objeto africano que me acompaña ya hace mucho tiempo. Una especie de cortapapel tallado en ébano, con la cabeza de una negra, los gruesos labios redentores y las mejillas tatuadas. Ese objeto, a la vez exótico y familiar,  me parece de una intensa concreción poética. No sé por qué despierta en mí el sentimiento de una revelación, algo como una cristalización material de la poesía, como si ésta, de una manera virtual hubiera depositado en él una chispa secreta de su energía, de una inocultable evidencia y, sin embargo, indescifrable.  ¿No ocurrirá lo mismo con todo cuanto nos rodea, a la espera de un instante de verdadera atención? –me pregunto-, ¿la realidad no será talismánica? Con la virtud del talismán, esa cosa que puede ser una joya, cualquier trozo de materia anodina, los restos de un harapo o un guijarro, un escapulario o una medalla, pero que concita en sí poderes, está cargado de un fluido, de una fuerza imponderable cuyo sentido está más allá de la fe, en la sombra de la esencia misteriosa del ser. Tener en la mano esa pequeña imagen labrada, me impide toda especulación intelectual sobre la poesía, con la certidumbre de que nunca alcanzaría a “presenciarla” con más nitidez que en esa forma que la contiene. Cualquier partícula del mundo posee esta virtud.

La poesía escapará siempre a toda definición racional. Sólo puede ser definida a través de la imagen, es decir, de las visiones, de las iluminaciones en el sentido de Rimbaud, de algo que de pronto ilumina el espíritu con un destello de la realidad profunda.

Creo, por mi parte, que la poesía nace de la frustración. De la avidez de conocimiento, del deseo y su imposibilidad de colmarse en el mundo. Es el signo, el paraíso y el infierno de todo cuanto de espléndido y pasional, de libertad y aventura, el deseo puede azuzar en el escenario imaginario de las dichas y los suplicios mentales. La poesía es ese espacio en el cual el hombre sobrepasa el horizonte de la realidad inmediata, sus impasibles y fabulosamente equívocas apariencias, donde desaparecen la oposición de los contrarios de una unidad cósmica, de la que surgen enigmas que la imagen a la vez plantea y ahonda.

Entre uno y las cosas, entre uno y los seres hay una distancia que jamás se cubre del todo. Entre la conciencia del yo y la proposición de los sentidos queda algo así como esos agujeros negros de que habla el conocimiento actual del cielo, de una vertiginosa fuerza centrípeta. Sólo la poesía puede franquearlos más allá de las categorías de la razón.

La poesía está en todo, omnipresente y secreta. Su seducción de gran mujer fatal,  que hechiza y no se entrega, constituye una tentación permanente. Es decir, lo que su aparición revela es al amante, su sorpresa al ver sus gestos cotidianos tornarse milagrosos, esa gran llamarada que de súbito lo precipita a un auto de fe donde confesará algo inconfesable. Es un gran meteoro subterráneo. Y las embrujadas medias de seda de esa mujer en una alcoba del océano, descienden lentamente a lo largo de sus muslos, como la malla delicada del poema va descubriendo la carne deslumbradora de la realidad.

La poesía es siempre ritual, una consagración, se impone como un sacramento. En ella todo adquiere su dimensión esencial. Lo que en ella aparece nos descubre sus conexiones, sus vínculos con el universo, no con el orden unitario establecido por la razón.  He ahí la mosca, la incontenible mosca con el zumbido del verano pero también con el hielo de la muerte en la médula. La poesía le ordena explorar los despojos y los festines, posarse sobre la tonsura del obispo, apreciar las emanaciones de la sopa, ser testigo de todos los gestos humanos desde el nacimiento hasta la tumba, amores, crímenes, cópulas, entierros, con un zumbido estremecedor. No el que proclama la simple sed de sangre del mosquito, sino el terrible sonido de la trompeta del Angel.

Como se sabe, la realidad no existe si la palabra no la hace surgir del caos, y esa es la misión de la poesía.

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