jueves, 30 de enero de 2020

JOSÉ INGENIEROS SEGÚN DAVID VIÑAS




Después de la etapa anárquica de “La Montaña”, donde junto a Lugones operaba con crispaciones escenográficas jacobinas, también se fue deslizando hacia el último Roca, modernista por necesidad y por intermedio del ministro González. Hay una foto tomada a la izquierda del general: parecen tutearse como padre e hijo (o como dos antiguos condiscípulos que, en Europa, han resuelto convertirse en cómplices), cuando, en realidad, se trata de un ex presidente y su secretario y casi cicerone.

Y si con su jefe del unicato y del “régimen” presintió que se justificaba la casi traducción (nacional) de su apellido con el último gentleman presidencial, el encontronazo de Ingenieros se convirtió en desdicha y en un libro: injusto o por lo menos desproporcionado, al adjudicarle a Roque Sáenz Peña su Hombre mediocre inauguró –en un envés- una larga serie imprevisible. Con pretensiones sociológicas (en un momento en que la sociología local no era más que una calumnia), si enhebró al Gerchunoff de “El hombre mediocre” y a muchos otros ávidos por acertar con “las esencias argentinas”, encalló finalmente en el Scalabrini alucinado de “El hombre que está solo y espera”.
Por eso con Yrigoyen casi llegó a un acuerdo: fue hacia 1919, y de haber cristalizado, previsiblemente y sin esfuerzo se hubiera convertido en el intelectual orgánico del radicalismo.

Pero el temor o las reticencias radicales frente a un escritor proveniente de una antigua izquierda, frustraron ese pacto. Al fin de cuentas, los yrigoyenistas en el Poder operan como el más mediocre de los liberales en el llano: la inteligencia de los otros más que la envidia pone en evidencia que hay realmente por debajo de sus apelaciones a la honestidad. El vacío de un grupo social intermedio incapaz de promover un gesto propio.

Y a Ingenieros demasiado distanciado del Poder (o frente a un Mecenas que se evaporaba ante cada concreción), sólo le quedó la alternativa de ser el intelectual de izquierda arquetípico. Pero de América Latina. Es decir, de una entidad tan enfática como inasible. Que en los años veinte apenas si empezaba a ser una utopía con tres incómodos antecedentes: Vasconcelos, Haya y Rodó.

Para colmo, a Ingenieros (al que solo le quedaba ser inspirador in partibus de algún revolucionario yucateco tan distante como fusilado), la figura de Lugones lo enternecía por su vieja aventura literaria o, quizá, lo intimidaba. Sobre todo, en el momento del “discurso de Ayacucho” y en lo específicamente intelectual: una mirada irónica o autoritaria que lo congelaba. Pese a su menfichismo o su protosurrealismo. Y por más de una razón acierta uno de sus críticos cuando afirma que al no ocuparse rigurosamente de su enfermedad, Ingenieros, en verdad, se suicidó: la única alternativa quizá, que le queda a un intelectual de izquierda sin un real Poder revolucionario al que acercarse, si cabe, pero precisamente para cuestionarlo.