Después
de la etapa anárquica de “La Montaña”, donde junto a Lugones
operaba con crispaciones escenográficas jacobinas, también se fue
deslizando hacia el último Roca, modernista por necesidad y por
intermedio del ministro González. Hay una foto tomada a la izquierda
del general: parecen tutearse como padre e hijo (o como dos antiguos
condiscípulos que, en Europa, han resuelto convertirse en
cómplices), cuando, en realidad, se trata de un ex presidente y su
secretario y casi cicerone.
Y
si con su jefe del unicato y del “régimen” presintió que se
justificaba la casi traducción (nacional) de su apellido con el
último gentleman presidencial, el encontronazo de Ingenieros se
convirtió en desdicha y en un libro: injusto o por lo menos
desproporcionado, al adjudicarle a Roque Sáenz Peña su Hombre
mediocre inauguró –en un envés- una larga
serie imprevisible. Con pretensiones sociológicas (en un momento en
que la sociología local no era más que una calumnia), si enhebró
al Gerchunoff de “El hombre mediocre”
y a muchos otros ávidos por acertar con “las esencias argentinas”,
encalló finalmente en el Scalabrini alucinado de “El
hombre que está solo y espera”.
Por
eso con Yrigoyen casi llegó a un acuerdo: fue hacia 1919, y de haber
cristalizado, previsiblemente y sin esfuerzo se hubiera convertido en
el intelectual orgánico del radicalismo.
Pero
el temor o las reticencias radicales frente a un escritor proveniente
de una antigua izquierda, frustraron ese pacto. Al fin de cuentas,
los yrigoyenistas en el Poder operan como el más mediocre de los
liberales en el llano: la inteligencia de los otros más que la
envidia pone en evidencia que hay realmente por debajo de sus
apelaciones a la honestidad. El vacío de un grupo social intermedio
incapaz de promover un gesto propio.
Y
a Ingenieros demasiado distanciado del Poder (o frente a un Mecenas
que se evaporaba ante cada concreción), sólo le quedó la
alternativa de ser el intelectual de izquierda arquetípico. Pero de
América Latina. Es decir, de una entidad tan enfática como
inasible. Que en los años veinte apenas si empezaba a ser una utopía
con tres incómodos antecedentes: Vasconcelos, Haya y Rodó.
Para
colmo, a Ingenieros (al que solo le quedaba ser inspirador in
partibus de algún revolucionario yucateco tan distante como
fusilado), la figura de Lugones lo enternecía por su vieja aventura
literaria o, quizá, lo intimidaba. Sobre todo, en el momento del
“discurso de Ayacucho” y en lo específicamente intelectual: una
mirada irónica o autoritaria que lo congelaba. Pese a su menfichismo
o su protosurrealismo. Y por más de una razón acierta uno de sus
críticos cuando afirma que al no ocuparse rigurosamente de su
enfermedad, Ingenieros, en verdad, se suicidó: la única alternativa
quizá, que le queda a un intelectual de izquierda sin un real Poder
revolucionario al que acercarse, si cabe, pero precisamente para
cuestionarlo.