CORAZÓN DE LADRONCITO
Ella para decirlo no
usó esa clase de palabras que tienen sílabas. Ella lo aprendió en
carne propia, en carne de hijo. Acariciando el semblante huyente de
su niño tan quieto en el ataúd, supo que lo peor de la muerte no
iba a ser que cuando lloviera la lluvia fuera muda y no mojara. Supo,
sin palabras con sílabas que, durante la interminable noche de la
muerte, iba suceder
un
frío vacío
un
frío incesante
un
frío que no pestañea durante el siempre sucesivo silencio.
Ese
frío, que no merece ni el peor violador,
lo
aguardaba a su niño, tejiendo silencio.
La noticia periodística
lo empezó a contar así:
“El
viernes 5 de mayo del año 2006 (después de Cristo eh) un tren con
veintiséis vagones que trasladaba carbón residual de coque,
proveniente de la destilería de Repsol YPF de Luján de Cuyo,
Mendoza, fue demorado en Perdriel, cerca de un barrio integrado por
familias de situación económica muy precaria. Vecinos, en su
mayoría adolescentes y chicos, treparon a algunos vagones para sacar
ese carbón que no es de uso familiar, es tóxico. Pero estas
familias de todos modos lo destinan para paliar los fríos en sus
endebles viviendas. Los dos guardias del tren decidieron llamar a los
móviles de la policía provincial para restablecer la normalidad y
hacer una inspección pericial. Estos llegaron a los quince minutos y
realizaron disparos al aire para ahuyentar a los chicos. De resultas
de esta intervención policial Maximiliano Sosa, 13 años, recibió
herida de bala en el glúteo izquierdo; Alexander Frías Morán, 18
meses, perdió el dedo anular de su mano derecha, y Mauricio Morán,
14 años, recibió un impacto en el pecho. Sin orificio de salida.
Mauricio murió minutos después.”
Más allá de la
crónica, damas y caballeros, brotan preguntas irreparables:
¿Hará falta decir que
los niños heridos y el muerto no eran rubios ni sus padres tampoco?
De todo se aprende; no
hay nada que no sea moraleja:
¿A quién se le ocurre
nacer?
y encima ¿nacer siendo
pobre?
y además ¿portando la
piel marrón?
Alguna vez ¿se
aprenderá por fin que es un error robar poco?
Sobre todo, ¿a quién
se le ocurre salir a robar un baldecito de carbón llevando el
corazón en el pecho y la camisa desprendida?
Pero, por sobre todas
las imprudencias: ¿a quién se le ocurre estar aterido?
¿Habrá en este mundo
alguien que se atreva a negar que es un tremendo error tener frío?
((…))
Dos años y un mes
después de la tragedia, un periodista visita la casa de aquel chico
muerto. Nota que las dos ventanas de la cocina comedor no tienen
vidrios; un plástico opaco disimula la carencia. Allí está,
hospitalario, el padre de Mauricio. Se llama Ramón Morán, tiene 49
años; sonríe con facilidad de manso. Cuenta el señor Morán que no
tuvieron que
poner un solo peso para el velatorio,
que están por eso muy agradecidos a la Municipalidad, porque además
sin costo alguno les dieron ataúd, traslado y un nicho por
diecisiete años en el cementerio viejo de Luján de Cuyo.
(Diecisiete años se pasarán tan rápido como la vida ¿y después?
–piensa el periodista, pero no lo comenta.)
Juana, la madre del
muertito, parece distraída de lo que cuenta su marido, tan bonachón.
No, ella no lo está escuchando; ella ahora mira lejos. Lejos es
aquella mañana insoportable del día del entierro…
Ahí está madre Juana
acariciando la frente de eso,
ahora
tan quieto en el rústico rectángulo del modesto ataúd de álamo.
Le acomoda una y otra vez el pelo que insiste en asomar por debajo
del gorro de lana. Ahí está él, a once días del cumpleaños que
no va a cumplir. Ya nunca podrá tener quince años el que nació de
su vientre.
En un galpón que fue
depósito ferroviario, el velatorio se padece sobre un pedazo de
alfombra en desuso. Hay una cruz en el extremo de la alfombra,
siempre hay una cruz. El vecindario remonta la noche y la noche con
su helada de fin de julio los atraviesa a ellos.
Nadie habla en voz
alta.
A las nueve de la
mañana la rural municipal viene por el ataúd. Sueldan rápido la
tapa del rectángulo de aluminio; apenas dos puntadas de estaño en
los extremos, y a las apuradas se lo llevan a pulso unos cien metros,
tratando de esquivar el barrizal.
Juana
en ese rato no ha sido vista por ahí. Qué raro, si estuvo toda la
noche acariciando esa frente, esos pómulos, esos labios del hijo.
Al llegar a los
portones del galpón, cargan el ataúd en la rural. Esta empieza a
alejarse despacio. Detrás, un viejo auto ganado por el óxido lleva
a la familia del muertito, y a continuación un camioncito
destartalado va con otros parientes y los vecinos cercanos.
En el portón del
cementerio reaparece Juana, se cruza delante de la rural. Alza su
mano izquierda mientras su mano derecha está sumergida en el
bolsillo de un camperón demasiado grande para ser de ella:
–Quiero
verlo otra vez –dice.
–Señora,
eso ya no es posible.
–Voy
a verlo.
–Lo
sentimos, señora.
–Abranmé
carajo esta mierda de caja.
Para ordenar esto Juana
no ha alzado la voz. Sus ojos fijos en el ataúd. Dos piedras esos
ojos.
–Pero
señora, está soldado el féretro.
–Me
abren eso. Ya me lo abren.
–Comprendemos
su dolor, señora, pero…
Su mano derecha siempre
adentro del bolsillo.
El encargado del grupo
de sepelio pide a los familiares que se hagan cargo de la
desesperación de esta mujer. Que lo ayuden a contenerla. Pero al
tratar de acercarse se frena en el mismo impulso. Todos ven que la
mano derecha sumergida en el bolsillo del camperón está tensa;
Juana aprieta algo en la oscuridad de ese hondo bolsillo.
–Abranmé
esa lata dije.
Los municipales
acceden, apartan la tapa de madera y con la punta de un simple
destornillador reabren la caja interna de aluminio, apenas sellada
con dos gotas de estaño.
–Ahora
apartensén. Y me dejan sola con él.
A todo esto, él, ¿cómo
se llama? Él ya no se llama. Él no respira y da lo mismo que tenga
nombre o no. La madre lo nombra hijo.
¿Qué hizo para estar así de muerto? Algo hizo: con sus catorce
años se acercó al terraplén de la estación para llenar su balde
con los sobrantes de carbón. Vino la policía para efectuar
presencia pericial, lanzó disparos al aire; una bala sin orificio de
salida llegó a donde estaba su corazón, latiendo.
La muerte de este niño
de piel marrón, no debidamente blanca, fue noticia fugaz; la noticia
duró menos que el eco de la bala.
Madre Juana ha
conseguido que abran otra vez el ataúd que anida a su hijo. Ella
extiende ahora su mano libre, la izquierda, sobre el rostro del
chico. Desciende sus dedos desde la frente. ¿Se lo está aprendiendo
de memoria al rostro? Hijo
mío,
murmura. Y después alza la voz y mira uno por uno los rostros entre
temerosos y asombrados que la están rodeando:
–Lo
fiero de la muerte es que es siempre noche y esa noche dura mucho más
que la vida, no se termina nunca, nunca... Hijo, ya estás adentro de
esa noche tan helada. Demasiado oscuros tus labios quietos, demasiado
frío adentro de tu cuerpo solo.
Madre Juana ahora por
fin saca la mano del bolsillo del camperón.
No es un cuchillo, no
es un revólver lo que aprieta y aprieta su puño enroscado: es una
camiseta de fútbol que envuelve un pan.
Madre Juana deposita el
pan sobre el vientre del hijo. Después le abre la campera y
desabotona su camisa y le extiende esa camiseta albiceleste con el
número 10 del ídolo estampado en la espalda. Con la camiseta le
cubre todo el pecho, hasta el cuello, muy arriba.
((
Madre Juana, con voz
secreta, le dice a la palidez inmóvil:
–Hijo,
perdoname por no avisarte, por traerte a este mundo. Perdoname, por
dejarte salir a la calle con el corazón puesto.
Ya
no verás sol alguno… Esta camiseta que te llegaba casi a las
rodillas y te ponías todos los domingos te protegerá del
interminable frío que te espera; siempre te abrigará.
Entibia sus manos con
el aliento ella, y así de cálidas las coloca sobre las sienes del
hijo. Decime,
¿tenés frío todavía?
Le sube la camiseta del 10 un poco más arriba para cubrirle mejor la
garganta. Después le besa el silencio de la frente ¿por última
vez?
Las letras de la
palabra f
r í o le
empiezan a brotar una a una por entre los labios.
Antes de apartarse,
ella le dice al oído algo más, a su niño: Prometeme
que no te vas a desabrigar, corazón.
))