martes, 11 de febrero de 2020

TEXTO INÉDITO DE RODOLFO BRACELI

                                                 



                                                        CORAZÓN DE LADRONCITO



Ella para decirlo no usó esa clase de palabras que tienen sílabas. Ella lo aprendió en carne propia, en carne de hijo. Acariciando el semblante huyente de su niño tan quieto en el ataúd, supo que lo peor de la muerte no iba a ser que cuando lloviera la lluvia fuera muda y no mojara. Supo, sin palabras con sílabas que, durante la interminable noche de la muerte, iba suceder
un frío vacío
un frío incesante
un frío que no pestañea durante el siempre sucesivo silencio.
Ese frío, que no merece ni el peor violador,
lo aguardaba a su niño, tejiendo silencio.

La noticia periodística lo empezó a contar así:
“El viernes 5 de mayo del año 2006 (después de Cristo eh) un tren con veintiséis vagones que trasladaba carbón residual de coque, proveniente de la destilería de Repsol YPF de Luján de Cuyo, Mendoza, fue demorado en Perdriel, cerca de un barrio integrado por familias de situación económica muy precaria. Vecinos, en su mayoría adolescentes y chicos, treparon a algunos vagones para sacar ese carbón que no es de uso familiar, es tóxico. Pero estas familias de todos modos lo destinan para paliar los fríos en sus endebles viviendas. Los dos guardias del tren decidieron llamar a los móviles de la policía provincial para restablecer la normalidad y hacer una inspección pericial. Estos llegaron a los quince minutos y realizaron disparos al aire para ahuyentar a los chicos. De resultas de esta intervención policial Maximiliano Sosa, 13 años, recibió herida de bala en el glúteo izquierdo; Alexander Frías Morán, 18 meses, perdió el dedo anular de su mano derecha, y Mauricio Morán, 14 años, recibió un impacto en el pecho. Sin orificio de salida. Mauricio murió minutos después.”
Más allá de la crónica, damas y caballeros, brotan preguntas irreparables:
¿Hará falta decir que los niños heridos y el muerto no eran rubios ni sus padres tampoco?
De todo se aprende; no hay nada que no sea moraleja:
¿A quién se le ocurre nacer?
y encima ¿nacer siendo pobre?
y además ¿portando la piel marrón?
Alguna vez ¿se aprenderá por fin que es un error robar poco?
Sobre todo, ¿a quién se le ocurre salir a robar un baldecito de carbón llevando el corazón en el pecho y la camisa desprendida?
Pero, por sobre todas las imprudencias: ¿a quién se le ocurre estar aterido?
¿Habrá en este mundo alguien que se atreva a negar que es un tremendo error tener frío?

((…))

Dos años y un mes después de la tragedia, un periodista visita la casa de aquel chico muerto. Nota que las dos ventanas de la cocina comedor no tienen vidrios; un plástico opaco disimula la carencia. Allí está, hospitalario, el padre de Mauricio. Se llama Ramón Morán, tiene 49 años; sonríe con facilidad de manso. Cuenta el señor Morán que no tuvieron que poner un solo peso para el velatorio, que están por eso muy agradecidos a la Municipalidad, porque además sin costo alguno les dieron ataúd, traslado y un nicho por diecisiete años en el cementerio viejo de Luján de Cuyo. (Diecisiete años se pasarán tan rápido como la vida ¿y después? –piensa el periodista, pero no lo comenta.)
Juana, la madre del muertito, parece distraída de lo que cuenta su marido, tan bonachón. No, ella no lo está escuchando; ella ahora mira lejos. Lejos es aquella mañana insoportable del día del entierro…
Ahí está madre Juana acariciando la frente de eso, ahora tan quieto en el rústico rectángulo del modesto ataúd de álamo. Le acomoda una y otra vez el pelo que insiste en asomar por debajo del gorro de lana. Ahí está él, a once días del cumpleaños que no va a cumplir. Ya nunca podrá tener quince años el que nació de su vientre.
En un galpón que fue depósito ferroviario, el velatorio se padece sobre un pedazo de alfombra en desuso. Hay una cruz en el extremo de la alfombra, siempre hay una cruz. El vecindario remonta la noche y la noche con su helada de fin de julio los atraviesa a ellos.
Nadie habla en voz alta.
A las nueve de la mañana la rural municipal viene por el ataúd. Sueldan rápido la tapa del rectángulo de aluminio; apenas dos puntadas de estaño en los extremos, y a las apuradas se lo llevan a pulso unos cien metros, tratando de esquivar el barrizal.
Juana en ese rato no ha sido vista por ahí. Qué raro, si estuvo toda la noche acariciando esa frente, esos pómulos, esos labios del hijo.
Al llegar a los portones del galpón, cargan el ataúd en la rural. Esta empieza a alejarse despacio. Detrás, un viejo auto ganado por el óxido lleva a la familia del muertito, y a continuación un camioncito destartalado va con otros parientes y los vecinos cercanos.
En el portón del cementerio reaparece Juana, se cruza delante de la rural. Alza su mano izquierda mientras su mano derecha está sumergida en el bolsillo de un camperón demasiado grande para ser de ella:
–Quiero verlo otra vez –dice.
–Señora, eso ya no es posible.
–Voy a verlo.
–Lo sentimos, señora.
–Abranmé carajo esta mierda de caja.
Para ordenar esto Juana no ha alzado la voz. Sus ojos fijos en el ataúd. Dos piedras esos ojos.
–Pero señora, está soldado el féretro.
–Me abren eso. Ya me lo abren.
–Comprendemos su dolor, señora, pero…
Su mano derecha siempre adentro del bolsillo.
El encargado del grupo de sepelio pide a los familiares que se hagan cargo de la desesperación de esta mujer. Que lo ayuden a contenerla. Pero al tratar de acercarse se frena en el mismo impulso. Todos ven que la mano derecha sumergida en el bolsillo del camperón está tensa; Juana aprieta algo en la oscuridad de ese hondo bolsillo.
–Abranmé esa lata dije.
Los municipales acceden, apartan la tapa de madera y con la punta de un simple destornillador reabren la caja interna de aluminio, apenas sellada con dos gotas de estaño.
–Ahora apartensén. Y me dejan sola con él.
A todo esto, él, ¿cómo se llama? Él ya no se llama. Él no respira y da lo mismo que tenga nombre o no. La madre lo nombra hijo. ¿Qué hizo para estar así de muerto? Algo hizo: con sus catorce años se acercó al terraplén de la estación para llenar su balde con los sobrantes de carbón. Vino la policía para efectuar presencia pericial, lanzó disparos al aire; una bala sin orificio de salida llegó a donde estaba su corazón, latiendo.
La muerte de este niño de piel marrón, no debidamente blanca, fue noticia fugaz; la noticia duró menos que el eco de la bala.
Madre Juana ha conseguido que abran otra vez el ataúd que anida a su hijo. Ella extiende ahora su mano libre, la izquierda, sobre el rostro del chico. Desciende sus dedos desde la frente. ¿Se lo está aprendiendo de memoria al rostro? Hijo mío, murmura. Y después alza la voz y mira uno por uno los rostros entre temerosos y asombrados que la están rodeando:
–Lo fiero de la muerte es que es siempre noche y esa noche dura mucho más que la vida, no se termina nunca, nunca... Hijo, ya estás adentro de esa noche tan helada. Demasiado oscuros tus labios quietos, demasiado frío adentro de tu cuerpo solo.
Madre Juana ahora por fin saca la mano del bolsillo del camperón.
No es un cuchillo, no es un revólver lo que aprieta y aprieta su puño enroscado: es una camiseta de fútbol que envuelve un pan.
Madre Juana deposita el pan sobre el vientre del hijo. Después le abre la campera y desabotona su camisa y le extiende esa camiseta albiceleste con el número 10 del ídolo estampado en la espalda. Con la camiseta le cubre todo el pecho, hasta el cuello, muy arriba.

((
Madre Juana, con voz secreta, le dice a la palidez inmóvil:
–Hijo, perdoname por no avisarte, por traerte a este mundo. Perdoname, por dejarte salir a la calle con el corazón puesto.
Ya no verás sol alguno… Esta camiseta que te llegaba casi a las rodillas y te ponías todos los domingos te protegerá del interminable frío que te espera; siempre te abrigará.
Entibia sus manos con el aliento ella, y así de cálidas las coloca sobre las sienes del hijo. Decime, ¿tenés frío todavía? Le sube la camiseta del 10 un poco más arriba para cubrirle mejor la garganta. Después le besa el silencio de la frente ¿por última vez?
Las letras de la palabra f r í o le empiezan a brotar una a una por entre los labios.
Antes de apartarse, ella le dice al oído algo más, a su niño: Prometeme que no te vas a desabrigar, corazón.
))





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