JUAN RULFO. EL silencio
interrumpido
El miércoles 26 de junio de 1968, Miguel Briante —prosecretario
de Confirmado— llegó a la ciudad de México con un solo propósito:
entrevistar a Juan Rulfo. Reynaldo Orfila Reyna –director de la
Editorial Siglo XXI —se limitó a mostrar un mensaje garabateado en
un sobre, con e l que Rulfo contestaba al cable previamente enviado
desde la Argentina: “Estoy enfermo. Le agradezco su preocupación.
Ya le avisaré cuando todo esté bien”. Era el jueves, de mañana.
Por la tarde, un mensaje lacónico comunicó: “Estaré listo para
la entrevista mañana a las nueve de la noche”. A las 21,30 del
viernes, en el domicilio de Orfila Reynal, el poeta Gabriel Zaid
dijo: “Ya me parecía, no viene”. A las 21,34 el novelista
Fernando Del Passo miró hacia la puerta que se abría y dijo:
“Buenas noches maestro, tanto tiempo”. Aquí va la nota de Miguel
Briante.
LA
HISTORIA (I)
Hay un amanecer o una noche, en la vida de Juan Rulfo,
que se define por la llegada de un cuerpo cruzado sobre un caballo,
“y envuelto en un petate”. Hay varias muertes más a su
alrededor, y tal vez las cuente y tal vez no las cuente a lo largo de
esta charla. Hay, antes, un abuelo terrateniente y después un padre
que administraba una hacienda, “pero que en realidad no era gente
de campo”, y hay una abuela que presentía la muerte. Pero él,
para la síntesis prefiere contarlo así:
Nací en un pueblo del Estado de Jalisco, nombrado
San Gabriel, más o menos al sur de Guadalajara, la capital del
estado. Y viví allí hasta los diez años. Es uno de esos pueblos
que han perdido hasta el nombre. Ahora se llama ciudad Venustiano
Carranza. Ahí viví, con una abuela mía; y mis hermanos, hasta que
mataron a mi padre. (Hasta poco después que
su padre, ese cuerpo envuelto en un petate, llegara, cruzado sobre el
caballo, muerto por la espalda). De ahí
pasamos a un orfanatorio y allá estuve hasta la edad, más o menos,
de 16 años. Es decir, hasta que estalló la huelga de la
universidad. Quiero decir: hasta los 14 en el orfanatorio, hasta los
16 en Guadalajara. La huelga estalló casi el mismo día que entré
yo, y duró como año y medio. Debido a eso me fui a la ciudad de
México, a proseguir los estudios. Se suponía que iba a estudiar la
carrera de abogado, que mi abuelo era abogado, y alguno tenía que
usar su biblioteca. Pero había pasado mucho tiempo, y algunas
materias las había olvidado. No pude pasar el examen extraordinario
a que nos sometían. Así que tuve que trabajar.
Eso fue por 1936. Rulfo había nacido en mayo de 1918.
LOS
LUGARES
La verdad, Juan Rulfo rehúye las preguntas sobre su
obra. Como si quisiera taparla, como si no le importara. Parece capaz
de hablar horas y horas, vigilando el grabador de reojo, sorteándolo.
Cuando enfrenta el micrófono, no hay manera de hacerle preguntas
directas; se entiende que ya no caben preguntas sobre estructura o
lenguaje, sobre técnica literaria. Los lugares y los hombres son la
carne de Rulfo, su armazón; de eso puede hablar horas, soltarse por
ese rumbo con la palabra justa, campesina, y el gesto irónico, el
adjetivo casi mortal. Se le puede preguntar, por ejemplo: “¿El día
que mataron a su padre —Rulfo tenía seis años— fue la primera
vez que usted vio la violencia de cerca?”. Y ahí está Juan Rulfo,
el narrador:
Bueno, yo ya la había visto. Fue, es una zona, hasta
hace poco tiempo, una zona violenta. En realidad, casi toda la tierra
caliente del país es violenta ¿no? Ahora, nada más se ha quedado
un poco concentrada en el Estado de Guerrero. Pero antes, Michoacán,
Jalisco, otros estados, los sitios por donde cruza la tierra
caliente, eran zonas de mucho conflicto. Hay explicaciones. En primer
lugar, son zonas muy aisladas. La tierra caliente le da una
característica a la persona muy especial, en donde importa muy poco
la vida. Por lo general, las gentes que viven en ese suelo tienen “el
mal del pinto” —allá le llaman Chiriua—, tienen las manos
pintas. Entonces, eso mismo les crea un complejo de que…, pues, son
tipos que no les importa que los maten en cualquier momento ¿no? Y
al mismo tiempo el clima, siempre caliente, porque es una zona que
está entre el altiplano y la sierra. Es tierra baja, sin brisa. Y el
calor, el bochorno, la misma miseria que sufre esa gente, pues creo
que causan el carácter violento. A menos, no hay otra explicación
¿no? La otra razón es que ésa es zona despoblada; la gente o se ha
ido hacia la costa o se ha ido hacia el altiplano. O ha emigrado a
los Estados Unidos. Así son esos pueblos de la tierra caliente, los
de Jalisco. Y así los hombres, pues, así son.
Y se le puede preguntar: —Usted se acuerda de la
muerte de su padre —como para que siga hablando.
Y él dirá:
—Me acuerdo, sí, me acuerdo —como para no hablar
más.
LA
OBRA: EL LLANO EN LLAMAS.
Hay fragmentos de la historia de Rulfo que promueven a
las preguntas directas; como ese recuerdo suyo que ubica una guerra
—la de los cristeros— en sus años del pueblo. La
guerra de los cristeros me tocó a mí, parte en mi pueblo y parte en
Guadalajara, entre el 26 y el 29. Las primeras guerrillas me tocaron
en el pueblo.
Y enciende uno de los negros a mitad de camino entre el
cigarro de hoja y el cigarrillo —como si ya previera la pregunta—.
“Lo que usted ha escrito pertenece de algún modo a la experiencia
que usted tuvo durante esos años”, como si ya estuviera empezando
a contestar:
—Fíjese usted: nada pertenece a nada. Se le quita
todo, nomás, y queda el mero fondo. No, es que no son vivencias
personales —hace como que miente—,
son todas imaginaciones. Pertenecen hasta un cierto punto la
ubicación de los lugares ¿no? Quizá
usted habrá observado: no tienen fisonomía los personajes. Y no
están caracterizados porque no los conozco. Nunca he visto a esas
personas. No sé exactamente cómo tienen la cara.
—¿Para usted forman parte del paisaje?
—Forman parte de una conciencia, de un modo de
pensar, de una mentalidad que tal vez existe ¿no? Pero no la logro
localizar bien.
—Usted, Rulfo, empezó a escribir a los 18 años, ya
en México. ¿Qué fue lo primero que rescató de su obra?
—Bueno, entonces escribí una novela más o menos
larga, sobre la soledad y esas cosas. Pero no me gustó, no creo
haber rescatado nada de eso. Parece que una revista, hace muchos
años, publicó un fragmento, como un
cuentecito, de todo eso. Pero lo demás lo tiré. Yo lo primero que
publiqué fueron cuentos, en una revista que hacíamos con Arreola,
donde pagábamos cada cual su colaboración. Ahí publiqué: “Nos
han dado la tierra”; y luego “Es
que somos muy pobres”. Esos pasaron
a El llano en llamas.
—El libro está organizado de alguna manera especial;
¿de acuerdo al tiempo en que los escribió, por ejemplo? El cuento
que lo inicia, “Macario”,
¿por qué época lo escribió?
—Fue más o menos de la primera época. Fue al
principio como podría haber ido al final; en realidad lo organizaron
los editores, creo.
—¿Había algún autor que usted prefiriera, por
aquella época?
—Sí, los escritores rusos de la literatura
presoviética o casi soviética. Ya había leído a Dos Passos, pero
los norteamericanos —Poe sí, claro— no se conocían por
entonces. Pero lo que yo elegía eran Knut Hamsun y Lord Dunsany esos
Cuentos de un soñador.
—En ese tiempo, muy pocos escritores habían logrado
arribar al lenguaje que usted consiguió, digamos “mexicano”, o
americano. ¿El de ustedes era un movimiento literario?
—Mire, no sé si sería un movimiento. Creo yo que
era una idea. Yo, personalmente, escribía de una forma muy
rebuscada, casi declamatoria ¿verdad? Y traté de evitar ese idioma,
y me ejercité en la forma del lenguaje que había oído hablar
cuando era muchacho. Pensé que debía ejercitarme para defenderme de
la retórica, llegar a lo simple. Y utilizar personajes que tengan un
lenguaje muy reducido, que no me exigieran frases de esas rebuscadas,
ajedrezadas ¿no? Y caí en lo simple, digo que caí en la simpleza,
total. Y ahora, pues, no puedo salir de ahí. Creo que me estaba
llenando de retórica por andar en la burocracia. Me estaba empapando
de ese modo de hablar, de ese modo de tratar todas las cosas.
HISTORIA
(II)
-Así que tuve que trabajar. Dejé los estudios
porque a mí no me jalaban las leyes. Empecé a trabajar como agente
de inmigración, en la secretaría de gobernación. Sí, pescaba
extranjeros. Perninicioooosos. Primero aquí, en la ciudad de México.
Después tuve que salir: estuve en Tampico, en casi todo el país.
Llegué a Guadalajara, otra vez. Los agentes de inmigración
revisaban el documento de los extranjeros. Los que estaban
ilegalmente en México, los que habían cometido algún delito.
Entonces se los busca y se los deporta. Total: una tarea policíaca.
Era molesto, pero la gente agradable. Además había mucha libertad,
porque usted estaba comisionado en un sitio, pero de allí podía
movilizarse fácilmente porque, como había columnas volantes, que
abarcaban todo el país, uno se iba de una parte a otra. Fue un largo
viaje de unos dos, tres años. En realidad, por aquella época,
cuando vinimos de Guadalajara a México, no había trabajo. Todo era
burocracia.
-Entonces Rulfo debió acomodarse a la burocracia ¿no?
-Entré a los 18 a Inmigración; después recién a
los 32 años, entré en una compañía fabricante de llantas de hule.
LA
OBRA: EL LLANO EN LLAMAS
Entonces se propuso eso: aproximarse al lenguaje
hablado, alejarlo de la retórica. Buscar personajes a los que
pudiera darles tratamiento más simple, dice. Y hubo un cuento clave:
“Nos han dado la tierra’”.
Hasta que llegó a “Macario”,
que es otra cosa. Porque en todos los pueblos hay un loquito y
entonces, entrar en el monólogo del personaje, significaba dar otra
clave. A lo mejor buscaba un lenguaje más primitivo, aún, más
elemental. No sabe. Sabe que le fue válido utilizarlo pero que al
mismo tiempo descubrió que era demasiado fácil: Porque una vez que
se entraba en una mente desquiciada se tenía demasiada libertad, se
podían dar saltos y saltos totalmente arbitrarios. El se dio cuenta:
había llegado a ser muy largo ese cuento. Corrigió; ¿qué busca
Juan Rulfo cuando corrige?
-Llegar al tratamiento que me he asignado. No es una
cuestión de palabras. Siempre sobran, en realidad. Sobran un qué o
un cuándo, está un de o un más de más, o algo así ¿no?
-Y una vez que entró en la técnica, la desechó, por
fácil. Porque una de las características de Rulfo es el rigor, que
no es lo mismo que la pobreza. Basta leer sus cuentos, para darse
cuenta. Le parece fácil, como en “Macario”,
la fluencia del pensamiento, como le parece fácil cualquier
estructura ya usada. Aunque él no se propuso eso de ser riguroso.
-Le puedo decir que los cuentos son casi espontáneos
o naturales. Si no están desarrollados como están imaginados —cosa
difícil, siempre— más o menos se puede decir, de la versión
final, que eso era lo que yo quería decir.
-No hay ambigüedad en ninguna de las historias. A
excepción de una que otra que tal vez no tenga importancia. A pesar
de que ninguna debe tener importancia, en realidad. Él, de sus
cuentos elige “Luvina”:
porque allí el monólogo está hecho en otra forma; allí el
monólogo se enfrenta ante un oyente, el hombre está hablando. Claro
que el que escucha no interviene para nada; el que habla relata al
que oye sus propios movimientos ¿no? —¿Y no es “Luvina”
un anticipo de Pedro Páramo?
-Bueno, yo creo que sí. El clima ya está allí,
un poco dado. Pero es que Pedro Páramo
venía desde antes. Estaba, ya, casi se puede decir planeado. Pues,
como unos diez años antes ¿no? No había escrito una sola página,
pero le estaba dando vueltas en la cabeza. Y hubo una cosa que me dio
la clave para sacarlo, es decir, para desenhebrar ese hilo aún
enlanado. Fue cuando regresé al pueblo donde vivía, 30 años
después, y lo encontré deshabitado. Los lugares (II) Es un pueblo
que he conocido yo, de unos siete mil, ocho mil habitantes. Tenía
150 habitantes, cuando llegué ¿no? Entonces, las casas aquellas
inmensas —es uno de esos pueblos muy grandes ¿no?, las tiendas ahí
se contaban por puertas, eran tiendas de ocho puertas, de diez
puertas— y cuando llegué las casas tenían candado. La gente se
había ido, así. Pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas
las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí una noche, y es
un pueblo donde sopla mucho el viento, está al pie de la sierra
madre. Y en las noches las casuarinas mugen, aúllan. Y el viento.
Entonces comprendí yo esa soledad de Comala, del lugar ése. El
nombre no existe, no. El pueblo de Comala es un pueblo progresista,
fértil. Pero la derivación de comal—comal es un recipiente de
barro, que se pone sobre las brasas, donde se calientan las
tortillas—, y el calor que hay en ese pueblo, es lo que me dio la
idea del nombre. Comala: lugar sobre las brasas.
-Pero, ése es su pueblo.
-Sí, es y no es. Es el lugar. Pero no son las casas,
no son las gentes. No son nada.