martes, 31 de marzo de 2020

UN CUENTO DE PATRICIA ESTEBAN ERLÉS



Patricia Esteban Erlés es una novelista y cuentista española.  La cautivante entonación de su prosa,  una mirada poética y precisa sobre los entresijos más secretos de la realidad y, un humor agradecido de todo lo que hay en la vida de imprevisible; hace que leerla sea siempre una experiencia gozosa.  Hay escritores que piensan que la realidad es una rueda de molino atada al cuello de la literatura, ella, en cambio, en estos días, mira el sucederse de las cosas por la ventana de la cuarentena, y a diferencia de los que se sienten aprisionados en un largo intervalo sin espesor, es capaz de deslumbrarnos con sus hallazgos que brillan como una naranja al sol o  un vestido verde.


                                                                 VESTIDO VERDE

Me compré un vestido la semana pasada. Por si acaso. Porque sí. Porque no sé resistirme a los gritos que da un vestido verde, bonito, vaporoso, atrapado tras el cristal de un escaparate, suplicándome que lo rescate.

Compré ese vestido sin acordarme de que en mi armario todavía hay varios sin estrenar, durmiendo el sueño de los justos. Desmayados en perchas, con su etiqueta colgando de una de las mangas.
A veces entro en las tiendas y me pruebo vestidos solo para recordarme a mí misma que peso diez kilos menos, que ahora las dependientes ya no cabecean escépticas al mirarme.

Siempre digo que sabré que estoy muerta el día en que no me haga ilusión simplemente eso: estrenar un vestido. Porque un vestido es, con frecuencia, un destino.

Antes, cuando era muy joven, me metía al probador del C&A con un montón de cosas que no podía comprarme. Casi nunca tenía dinero. Qué placer tan extraño era ese de mirarme en el espejo con ropa que probablemente nunca me pertenecería. A veces pasaba, veía por la calle a otra chica con el vestido largo que me había probado una semana antes y me sentía víctima de un robo. La veía marchar hacia su sábado noche, a los bares donde alguien la recordaría justamente así, como la chica del vestido negro y largo, con escote en pico.

Alguien, estaba convencida de ello se enamoraría de la desconocida justo esa tarde en que lo estrenaba.

Han pasado tres semanas y sigo a rajatabla el horario que colgué en la pared del salón, el primer día de confinamiento. Ducha muy caliente, desayuno nutritivo, una hora de ejercicio. Ordeno cajones, enjabono las baldosas del baño. Atiendo todos los mensajes que llegan del trabajo con rapidez, para demostrar que nunca he pensado que estoy de vacaciones. Veo una película clásica los días impares, los pares una moderna de esas que se escaparon de la cartelera antes de que pudiera ir al cine. Me llaman, llamo cuando echo en falta hablar con alguien. Nuestras conversaciones de estos días tienen un tono elegíaco. Recordamos el último domingo que desayunamos juntas en casa de Teresa y el desayuno se convirtió en comida y casi en cena. La luz entraba a raudales por las cristaleras de su velador, como si alguien pareciera empeñado en rodar la versión más tópica de una reunión feliz y usara el arsenal de lugares comunes más reconocibles. Luz excesiva y risas y tintineo de copas y confidencias espontáneas. El lote completo. Hablamos de libros, nos reímos mucho. Brindamos varias veces con vino blanco y nos tomamos un Negroni en la sobremesa.

Todo parece lejano y a veces cruza ante mí, como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche, la sospecha de que quizás aquel domingo fue tan perfecto porque nos estamos despidiendo sin saberlo del mundo tal y como lo conocíamos hasta entonces. A veces también me acuerdo de Adela, la hija rebelde de Bernarda Alba, la que confió en su vestido verde como si fuera el talismán que iba a permitirle abandonar las tinieblas, alejarse para siempre de la oscuridad de esa casa de lutos y pesares.

Así que en las horas bajas, en esos tiempos muertos que me hacen pensar en todos los días que llevamos encerrados en nuestras casas, sintiendo que los lunes son días extraños, que pasan de largo como el tranvía vacío que no lleva a nadie a ninguna parte pero sigue funcionando, llamo a alguien, le pido que me cuente que está leyendo, le hablo de la última película que me ha fascinado, le planteo las dudas que me surgen con algún capítulo de mi próxima novela. Y procuro acordarme a cada rato de un dato muy relevante, de un asunto de suma importancia. Me lo repito en voz baja, a modo de mantra.

Tengo un vestido verde y muchas ganas de estrenarlo.