jueves, 30 de abril de 2020

"CRÓNICA DE LA GUERRA GRANDE". UN CUENTO DE HÉCTOR TIZÓN




Este cuento prácticamente desconocido de Héctor Tizón, fue escrito en 1956, como primer borrador de su novela “Sota de basto, caballo de espadas”.


Con el eco del primer canto de un gallo lejano se desataron todos los demás. Unos cantos eran cortos, otros entrecortados, otros largos, sostenidos, tristes. Pero él no pudo saber a ciencia cierta en qué momento se separarían el alba y la oscuridad, hasta que por una rendija de la celda se coló, delgadito y cruel, el primer rayo de sol, primero tímidamente, después rectilíneo y fuerte. Hasta entonces el preso no había tenido conocimiento del tiempo. Pero ahora comenzaba a recordar. Todo había empezado la noche anterior, o sea algo así como un siglo atrás.

Cuando los escuchó ya no pudo dar un paso. El batallón estaba encima y su caballo abrevaba en el estanque a cuarenta metros del rancho. Intentó la fuga a pie pero una descarga cerrada le inutilizó una pierna mientras la voz de alto se impuso en el silencio como una sentencia a muerte.

Con las piernas ceñidas a una mula y las manos atadas a la espalda marchó, custodiado por cuatro arcabuceros, rumbo al campamento opresor. El cielo estaba claro y el silencio sólo era roto por las voces de mando o el aleve chistar de las lechuzas. El preso miraba el cielo pero no podía pensar en nada porque todas las cosas de la memoria se juntaban de una sola vez en su mente. La resina que se consumía en un hachón vertía su luz colorada sobre la cara del Jefe que leyó el papel que imponía su muerte “…en nombre de S.M….fusilado al amanecer, previa reconciliación con Dios, si lo quisiere”.
Una sola vez lo escuchó pero podía repetir esas palabras una por una, y así lo hacía in mente, mecánicamente, estúpidamente una y mil veces hasta que de tanto hacerlo perdió toda noción de su significado.

El rayo de luz se agrandó hasta iluminar un sector de la celda. Un gallo volvió a cantar estridentemente y se escuchó el galope de un caballo. Él trató de moverse y sintió un agudo dolor en la mitad del cuerpo. Sería la pierna baleada (después se dio cuenta que sólo miraba por un ojo y que al tratar de hacerlo con el otro un tremendo dolor le arrancó lágrimas. La hinchazón de un golpe le cubría en ese lado desde la frente al cuello).

La luz del sol ya descubría una de las paredes casi hasta llegar al suelo. El preso trató de incorporarse pero no pudo y entonces se arrastró. Segundos antes de hacerlo había escuchado la voz (“dentro de dos horas”) que le anunciaba el instante de su fin.

Afuera se aprestaban; los caballos iban y volvían. El clarín sonó por dos veces.

El espacio de celda esclarecido por la luz se agrandó hasta cubrir buena parte del suelo. Entonces fue que descubrió el leve charco y el pedazo de vidrio (pero, ¿No era más fácil del otro modo? quizás sí, pero allí estaba el miedo, un miedo negro y acezante. No. No era lo mismo. Allí estaba también el dolor, que no era tampoco igual, no era igual que el que podría causarle sus propias manos, y además estaba la espera). Un dolor inmenso le invadió todo el cuerpo al comenzar a arrastrarse porque era difícil llevar a cuestas una pierna destrozada y llena de metralla. Tres esfuerzos bastaron hasta llegar al borde del charquito en que se asomó para mirarse la cara, pero al hacerlo le dio asco y además sintió miedo de su propia deformación. Siguió arrastrándose entonces hasta llegar al pedazo de vidrio. Cuando lo tuvo en sus manos notó que tenía los bordes romos, debía romperlo entonces para conseguir el filo. Siguió arrastrándose en busca de algo duro en donde golpear. Para conseguirlo tuvo que intentar varias veces porque con sus manos atadas en las muñecas no podía tomar fuerzas.
Afuera las voces se habían animado. Todo recobraba vida. El día marchaba.

El preso pudo acomodar una punta de vidrio contra el dorso de su muñeca izquierda, entonces hizo fuerzas pero nadie vio la grotesca mueca de su cara. Un esfuerzo más y logró sentir el leve borbotón caliente que le cubrió en instantes las dos manos. Hecho esto estiró la pierna, acomodó su mejilla sana contra la tierra y comenzó a contar los latidos de su corazón. Y a tratar de recordar (…el principio no le había importado. Pero no pudo resistirse a aquellas gangosas palabras del hombre que hablaba sobre la libertad, y también sobre los ricos y los pobres y él era pobre, no tenía nada más que su caballo; su mujer era ya muerta y sus hijos, del patrón. Y entre todos pudieron formar una legión de hermanos…).

Cuando la luz del sol iluminaba casi la totalidad de la celda, cuando los guardias penetraron, cuando todo estaba preparado él ya hacía largo tiempo que había cesado de recordar.

Presentación

Una forma distinta, propia, de mirar la realidad y contarla. Sumate a este proyecto de periodismo gráfico y audiovisual, para defender c...