jueves, 16 de abril de 2020

EL PARAÍSO SEGÚN CUATRO ESCRITORES ARGENTINOS


                                                                            HEBE UHART



El clima debe ser templado, tirando a frío, con un 40% de humedad; nada de lluvias intermitentes: una estación lluviosa y otra seca, para percibir los cambios de estación, porque son algo sumamente ameno. Ahora en esta estación lluviosa la gente no se mojaría porque no haya paraguas: las veredas tienen cobertura.
El carácter de los habitantes sería de lo más apacible que hay: los niños jugarían en “el rincón del niño” y saldrían de allí, no para hinchar a los padres cuando quieren hacer otra cosa, sino en el momento exacto en que los padres quieren levantarlos, alabarlos o explicarles por qué cantan los pajaritos. Estos cantarían a horas oportunas, por ejemplo las 9 de la mañana, despertando a todos y no a las 5 y 30 como en la tierra. Porque en el paraíso se levantarían todos a la misma hora y nadie tendría el sueño cambiado. Los ancianos estarían en “el sitial del anciano”, un lugar cómodo, a la sombra, y de ahí saldrían para dar consejos, exhortaciones, siempre sensatos y prudentes. No habría ningún anciano tonto, o anciana; podrían tener relaciones sexuales con los jóvenes, pero para comunicarles sabiduría. Habitualmente se dedicarían a aprobar lo que hacen sus hijos adultos, sin inmiscuirse en sus problemas. Dirían: “Muy bien, hijito; lo que tú quieres es perfecto”.

Por suerte no habría ningún profeta que se ocupara de la contaminación ambiente, del agujero de ozono ni de la desaparición de los bosques; serían neutralizados con una buena jubilación, lo mismo que los lacanianos; ahí no se oirían cosas como las que se dicen acá, del tipo “el gato está atravesado por la palabra”.

La capital sería una plaza para tomar fresco, charlar, cambiar figuritas; no habría ningún trámite porque se confiaría en la palabra empeñada; si alguno no cumpliera, o fuera con excusas como acá en la tierra –“No pagué porque me enfermé, me robaron, etc”- una vez verificada la excusa, si era falsa, volaría el sujeto por la nube maestra hasta lo más profundo de la tierra, por medio de una patada en el orto.

Los vestidos y los platos serían de papel y con un solo elemento se limpiarían todas las cosas, un aerosol; pero así como ahora pasa el cucarachero por las casas para matar las cucarachas, pasaría un desmufador para levantar a ciertos individuos que se aburren tanto en la tierra como en el paraíso: haría masajes, pegaría chirlos y les haría correr carreras de embolsado.


                                                                HORACIO GONZÁLEZ



Será el lugar del que seremos expulsados. Si homúnculos, de la floresta virgen. Si arponeros, del mar intranquilo. Si hechiceros, del templete sospechoso. Si patanes, de la tribuna soporífera. Si bribones, del espacio público. Si tenistas, del curt clamoroso. Si bomberos, del incendio viperino. Si porotos, de la alacena horripilante. Si mantequitas, de la heladera Siam modelo 1957. El paraíso nos hace hombres, inventa oficios y confunde las fechas. Para burlarlo, nos dejamos expulsar y evitamos, concienzudamente, parecernos al que fuimos, si lo buscábamos. Tonto, ¿no?


                                                                    ALBERTO LAISECA



Dejemos de lado la teología, por favor. De eso ya tengo bastante. Diré cómo me gustaría que fuese el Paraíso. Yo, como los egipcios, lo concibo básicamente terrenal. “Así como es arriba es abajo”, decían los antiguos. De modo que imagino cierta tierra para que haya un cielo a su semejanza.
Ríos de agua, otros de cerveza, calor seco, desiertos hermosos, florestas, cacería, reunirse con los amigos, trabajar en lo que uno quiere, vivir con la mujer amada, tener hijos con ella, vivir con mi hijita.

Realizar expediciones Nilo arriba, hasta Nubia, fundar templos, conocer más a la Naturaleza.
Me gustaría ser el Monitor de mi Tecnocracia, pero no todo el tiempo. De a ratos, porque si no uno se pierde otras cosas. Como se ve, yo, como todo el mundo, quiero comerme la torta. Conducir batallas gigantescas, sufrir espantosas derrotas wagnerianas, emerger triunfante al final (Gary Cooper: ¡ídolo!).

Comprarles cromo y manganeso a los protelios, fabricar con tales materiales (amén de otras cosas, claro) 1.200 divisiones de terminators e invadir Protelia a traición y por la espalda.

Fabricar grandes máquinas y grandes monumentos que no sirvan para un catso, salvo que sean hermosísimos.

Visitar otros planetas, en mis espacionaves de combate. Volver con un gran cargamento de rocas marcianas.

A ratos ser un simple particular y ver todo desde afuera.

Visitar hoy día la Gran Pirámide. Mirar su construcción con un televisor temporal.

Derrotar al Anti-ser.

Pasarlo bien, en suma.


                                                                   NICOLÁS CASULLO



Fue el pezón de una teta en Venezuela. Para Colón, que descubrió la India Milenaria en el Caribe, ese era el Paraíso. La más antigua escritura patrística sobre el Edén nunca hizo referencia a un par, aún en época excelsa de machismo, porque el génesis, si bien fallido por donde se lo mire, fue irrepetible en la terquedad de Dios y en la de su ángel caído. Por eso el Descubridor, místico pero no de alcobas, necesitó extremar su erótica para sentir que acariciaba aquel monte primordial en la penumbra de la historia del hombre.

En todo caso nos legó una de las tantas ambigüedades del deseo. No habría nada más desconcertante y distractivo en la tentación de la desnudez femenina que esa réplica ausente en el tórax de la edad de oro. Ningún mito se atrevió a tal paisaje, y eso que Zeus gustó de la descripción de sus fornicaciones y fue dueño de frecuentar a las Ménades las noches que se le antojasen. Sin embargo, en el atardecer de un día otoñal, en una finca en el campo, y estamos hablando de 1988, no existiría placer más incomunicable que un seno de muchacha apenas cubierto, reflejándose en el vidrio de un ventanal que busca el declinar del sol hacia el Oeste: rumbo que tomó Colón en su desafío renacentista.

Aquí regresaríamos a lo imprescindible de lo Uno en todo sentimiento o éxtasis de pérdida y retorno, es decir, el Paraíso. El que esto escribe amaría, sin irse de la metrópolis, escalar esa montaña para percibir el mundo desde su violácea cumbre. Sería más o menos así: no naufragar de manera espantosa y poco digna frente a la isla utópica, sino ir arribando para vislumbrarla de a poco con el frágil filosofar del trashumante. Para dialogar largo y tendido con aquel habitante que a escondidas, en la comarca ideal de lo armonioso, escribe una utopía: su delirio de otro lugar que no era precisamente ese que diagrama sus días. Un texto donde imagina la llegada de un hombre de lejanas tierras cargado con las gramáticas vitales de la desesperanza, con oscuras memorias que no quiso, con sueños confusas de catástrofes y redenciones frente a los aciagos poderes.

Se me ocurre que la idea del Paraíso no sería la elocuencia del viajero que huye de un mundo de puro moralista. Tampoco las palabras de ese otro protagonista del cual ningún relato quiliástico dio cuenta: el impresentable utopista rebelde la ciudad utópica que esperaba al extranjero para experimentar alguna vez el conflicto de las éticas. Fabulo que el Paraíso serían las imágenes destellantes de aquel diálogo sin concesiones. No las de uno, ni las de otro. Sino esas que no tendrían otra posibilidad que ser impensables fulgores de las antípodas: figuras reales de la quimera.