HEBE
UHART
El
clima debe ser templado, tirando a frío, con un 40% de humedad; nada
de lluvias intermitentes: una estación lluviosa y otra seca, para
percibir los cambios de estación, porque son algo sumamente ameno.
Ahora en esta estación lluviosa la gente no se mojaría porque no
haya paraguas: las veredas tienen cobertura.
El
carácter de los habitantes sería de lo más apacible que hay: los
niños jugarían en “el rincón del niño” y saldrían de allí,
no para hinchar a los padres cuando quieren hacer otra cosa, sino en
el momento exacto en que los padres quieren levantarlos, alabarlos o
explicarles por qué cantan los pajaritos. Estos cantarían a horas
oportunas, por ejemplo las 9 de la mañana, despertando a todos y no
a las 5 y 30 como en la tierra. Porque en el paraíso se levantarían
todos a la misma hora y nadie tendría el sueño cambiado. Los
ancianos estarían en “el sitial del anciano”, un lugar cómodo,
a la sombra, y de ahí saldrían para dar consejos, exhortaciones,
siempre sensatos y prudentes. No habría ningún anciano tonto, o
anciana; podrían tener relaciones sexuales con los jóvenes, pero
para comunicarles sabiduría. Habitualmente se dedicarían a aprobar
lo que hacen sus hijos adultos, sin inmiscuirse en sus problemas.
Dirían: “Muy bien, hijito; lo que tú quieres es perfecto”.
Por
suerte no habría ningún profeta que se ocupara de la contaminación
ambiente, del agujero de ozono ni de la desaparición de los bosques;
serían neutralizados con una buena jubilación, lo mismo que los
lacanianos; ahí no se oirían cosas como las que se dicen acá, del
tipo “el gato está atravesado por la palabra”.
La
capital sería una plaza para tomar fresco, charlar, cambiar
figuritas; no habría ningún trámite porque se confiaría en la
palabra empeñada; si alguno no cumpliera, o fuera con excusas como
acá en la tierra –“No pagué porque me enfermé, me robaron,
etc”- una vez verificada la excusa, si era falsa, volaría el
sujeto por la nube maestra hasta lo más profundo de la tierra, por
medio de una patada en el orto.
Los
vestidos y los platos serían de papel y con un solo elemento se
limpiarían todas las cosas, un aerosol; pero así como ahora pasa el
cucarachero por las casas para matar las cucarachas, pasaría un
desmufador para levantar a ciertos individuos que se aburren tanto en
la tierra como en el paraíso: haría masajes, pegaría chirlos y les
haría correr carreras de embolsado.
HORACIO
GONZÁLEZ
Será
el lugar del que seremos expulsados. Si homúnculos, de la floresta
virgen. Si arponeros, del mar intranquilo. Si hechiceros, del
templete sospechoso. Si patanes, de la tribuna soporífera. Si
bribones, del espacio público. Si tenistas, del curt clamoroso. Si
bomberos, del incendio viperino. Si porotos, de la alacena
horripilante. Si mantequitas, de la heladera Siam modelo 1957. El
paraíso nos hace hombres, inventa oficios y confunde las fechas.
Para burlarlo, nos dejamos expulsar y evitamos, concienzudamente,
parecernos al que fuimos, si lo buscábamos. Tonto, ¿no?
ALBERTO
LAISECA
Dejemos
de lado la teología, por favor. De eso ya tengo bastante. Diré cómo
me gustaría que fuese el Paraíso. Yo, como los egipcios, lo concibo
básicamente terrenal. “Así como es arriba es abajo”, decían
los antiguos. De modo que imagino cierta tierra para que haya un
cielo a su semejanza.
Ríos
de agua, otros de cerveza, calor seco, desiertos hermosos, florestas,
cacería, reunirse con los amigos, trabajar en lo que uno quiere,
vivir con la mujer amada, tener hijos con ella, vivir con mi hijita.
Realizar
expediciones Nilo arriba, hasta Nubia, fundar templos, conocer más a
la Naturaleza.
Me
gustaría ser el Monitor de mi Tecnocracia, pero no todo el tiempo.
De a ratos, porque si no uno se pierde otras cosas. Como se ve, yo,
como todo el mundo, quiero comerme la torta. Conducir batallas
gigantescas, sufrir espantosas derrotas wagnerianas, emerger
triunfante al final (Gary Cooper: ¡ídolo!).
Comprarles
cromo y manganeso a los protelios, fabricar con tales materiales
(amén de otras cosas, claro) 1.200 divisiones de terminators e
invadir Protelia a traición y por la espalda.
Fabricar
grandes máquinas y grandes monumentos que no sirvan para un catso,
salvo que sean hermosísimos.
Visitar
otros planetas, en mis espacionaves de combate. Volver con un gran
cargamento de rocas marcianas.
A
ratos ser un simple particular y ver todo desde afuera.
Visitar
hoy día la Gran Pirámide. Mirar su construcción con un televisor
temporal.
Derrotar
al Anti-ser.
Pasarlo
bien, en suma.
NICOLÁS
CASULLO
Fue
el pezón de una teta en Venezuela. Para Colón, que descubrió la
India Milenaria en el Caribe, ese era el Paraíso. La más antigua
escritura patrística sobre el Edén nunca hizo referencia a un par,
aún en época excelsa de machismo, porque el génesis, si bien
fallido por donde se lo mire, fue irrepetible en la terquedad de Dios
y en la de su ángel caído. Por eso el Descubridor, místico pero no
de alcobas, necesitó extremar su erótica para sentir que acariciaba
aquel monte primordial en la penumbra de la historia del hombre.
En
todo caso nos legó una de las tantas ambigüedades del deseo. No
habría nada más desconcertante y distractivo en la tentación de la
desnudez femenina que esa réplica ausente en el tórax de la edad de
oro. Ningún mito se atrevió a tal paisaje, y eso que Zeus gustó de
la descripción de sus fornicaciones y fue dueño de frecuentar a las
Ménades las noches que se le antojasen. Sin embargo, en el atardecer
de un día otoñal, en una finca en el campo, y estamos hablando de
1988, no existiría placer más incomunicable que un seno de muchacha
apenas cubierto, reflejándose en el vidrio de un ventanal que busca
el declinar del sol hacia el Oeste: rumbo que tomó Colón en su
desafío renacentista.
Aquí
regresaríamos a lo imprescindible de lo Uno en todo sentimiento o
éxtasis de pérdida y retorno, es decir, el Paraíso. El que esto
escribe amaría, sin irse de la metrópolis, escalar esa montaña
para percibir el mundo desde su violácea cumbre. Sería más o menos
así: no naufragar de manera espantosa y poco digna frente a la isla
utópica, sino ir arribando para vislumbrarla de a poco con el frágil
filosofar del trashumante. Para dialogar largo y tendido con aquel
habitante que a escondidas, en la comarca ideal de lo armonioso,
escribe una utopía: su delirio de otro lugar que no era precisamente
ese que diagrama sus días. Un texto donde imagina la llegada de un
hombre de lejanas tierras cargado con las gramáticas vitales de la
desesperanza, con oscuras memorias que no quiso, con sueños confusas
de catástrofes y redenciones frente a los aciagos poderes.
Se
me ocurre que la idea del Paraíso no sería la elocuencia del
viajero que huye de un mundo de puro moralista. Tampoco las palabras
de ese otro protagonista del cual ningún relato quiliástico dio
cuenta: el impresentable utopista rebelde la ciudad utópica que
esperaba al extranjero para experimentar alguna vez el conflicto de
las éticas. Fabulo que el Paraíso serían las imágenes
destellantes de aquel diálogo sin concesiones. No las de uno, ni las
de otro. Sino esas que no tendrían otra posibilidad que ser
impensables fulgores de las antípodas: figuras reales de la quimera.