martes, 11 de agosto de 2020

EL ARTISTA EN LA SOCIEDAD ACTUAL por Abelardo Castillo

 

Para responder a la pregunta sobre cuál es la función que la sociedad actual le asigna al artista y cuál es la que él mismo se impone, habría que determinar, antes que nada, a qué tipo de sociedad nos referimos. Nuestro tiempo es un muestrario de modelos sociales. Monarquías de juguete, como Mónaco, o artificiales y aún poderosas, como Gran Bretaña, o de disparate, como España, países socialistas a los que cuesta algún trabajo unificar en una idéntica concepción del mundo (Rusia, China, Yugoslavia), pueblos enteros que viven aún en el estadio de la Edad de Piedra, nepotismos, dictaduras militares, países subdesarrollados y altamente tecnificados (subdivididos éstos y aquéllos a su vez en democracias, tiranías, emiratos), sociedades imperialistas en apogeo o imperios en decadencia, por no hablar de la última invención, la de Idi Amín, que cualquier día nos daba una sorpresa. Hace poco leí que los comunistas chinos se estaban aliando con los imperializados e imperiales japoneses. ¿Qué es la sociedad actual? En un mismo país coexisten sociedades antagónicas. Nosotros somos, por un lado, Latinoamérica; vale decir, subdesarrollo, analfabetismo, hambre; por el otro, una sociedad de tipo metropolitana con ciudades sofisticadas, como Buenos Aires, Córdoba o Rosario, casi sin analogía en el resto del continente. Si ni siquiera podemos hablar de una Argentina, qué hacemos con la sociedad en general, ese abstracto. Yo creo que los intelectuales, al decir “sociedad”, en Buenos Aires, pensamos la realidad como una vasta ciudad moderna, relativamente culta que, de algún modo, pertenece al orden de metrópolis como Nueva York, París, Roma. Queremos decir: sociedad capitalista vaga o hipócritamente cristiana, occidental (occidental desde nuestro punto de vista, ya que para Hong Kong estamos en el oriente), con problemas de estacionamiento, smog, best-sellers y conferencias sobre el inconsciente en el período prenatal. ¿Qué papel se le asigna al artista en una sociedad así? Higiénico. En la doble connotación del término. Masivamente hablando, esta sociedad se pasa la creación del artista por el trasero; pero, al mismo tiempo, el artista obra sobre su época como un fuego purificador. Todos coincidimos en que el mundo actual, mirado con objetividad, es bazofia: guerras, hambre, terror a la autodestrucción atómica: excepción hecha del período más demencial del medioevo, parece no haberse dado un tiempo de locura, superstición, desprecio por la vida y salvajismo peor que el que nos ha tocado vivir. Visto así, el arte, el arte verdadero, carece en absoluto de sentido. Y sin embargo, si no existiera el arte, si no existiera el pensamiento, si no existiera esa compulsión creadora que mueve a algunos hombres (razonablemente inadaptados y locos de otra locura) a inventar una nueva ética por medio de la razón y de la estética, nuestro planeta ya habría alcanzado su destino de hormiguero o de colmena. Y he puesto el arte junto con el pensamiento porque no concibo uno sin el otro. De tener espacio, acaso podría probar que aun las formas menos figurativas del arte (la pintura, incluso la más abstracta: la música) son concepciones del mundo, proposiciones de un orden armónico nuevo, que niegan con su verdad estética la irracionalidad del mundo. Pero como soy escritor, y esta idea se ve mucho más clara en la más humanística de las disciplinas estéticas (a la que llamaré el hecho poético, y en la que incluyo no sólo la poesía sino la novela, el teatro e incluso el cine), me limitaré a la obra de ficción en la que manda la más alta adquisición del hombre: la palabra. El poeta es un histrión, escribió Poe. Y, sabiéndolo o sin saberlo, estampó hace un siglo y medio la profecía sobre el artista actual. El poeta ya no es el chandala, el loco sagrado temido o reverenciado por los antiguos, el arúspice. Meramente se lo tolera. Lo que llamamos sociedad ha decidido que el arte y la literatura no molestan demasiado. Y el artista, salvo que esté atacado de locura mesiánica y sueñe modificar el mundo con un poema o una novela, acepta ese rol. Sólo que lo acepta con algunas reservas. Sabe que su obra puede ser usada en su contra: como entretenimiento, como evasión, o como válvula de escape. Se lo premia, se lo censura, se le conceden honores o se lo encarcela con idéntica indiferencia y por idénticas razones: para domarlo. Si él sabe eso, todavía tiene una función que cumplir. El secreto del creador, su única razón de existir, es ese conocimiento: eso que llamé reservas. Hablo, repito, de lo que tengo más cerca: la literatura. Y hoy ya no hay gran escritor que no sepa en el fondo de su corazón o con la más comprometida plenitud de su inteligencia, cuál es la función desintegradora de su obra. Desintegradora, lo recalco bien. Cada época crea, en la obra de sus mayores artistas, sus nuevos valores: los de la nuestra, son negativos. Como decía Arlt, nos tocó asistir al crepúsculo de la piedad. De ahí que la gran literatura actual sea perversa, violenta, hasta sucia. Su función es corruptora, corruptora de un mundo corrompido. Y eso no se contradice en absoluto con la idea de que el gran arte es siempre un acto a favor del hombre, y es, fundamentalmente, una encarnizada búsqueda de belleza. Si hemos admitido (y no creo que para admitirlo se necesite mucho esfuerzo ni un gran pesimismo) que el mundo actual es monstruoso, todo hecho estético es por su misma belleza un acto violento y purificador: tiende a destruir esta concepción del mundo. Del mismo modo, estar a favor del hombre no quiere ni nunca quiso decir: de cualquier hombre, de todos. Estar a favor del hombre es postular un cierto tipo humano que (afortunadamente para el artista) nuestra sociedad supone imaginario. Y me apuro a aclarar que no se trata de escribir libros optimistas, doradas utopías con seres intachables. Hasta diría que se trata de todo lo contrario. Hay que mostrar fríamente este chiquero tal como es, pero hacerlo con una artesanía deslumbrante. Y tal como es no significa sólo lo que algunos llaman realismo, testimonio documental, confundiéndolo con verdad o realidad. Un cuento fantástico, un drama del absurdo, si pertenecen a ese orden de actos que antes llamé poéticos, y aunque su tema sea aterrador u obsceno o trágico, estarán mostrando la verdad humana y la realidad del mundo, y por lo mismo proponiendo otra verdad y otra realidad posibles. Y esto que diga quizás contesta la pregunta acerca de la situación del arte actual y de la perspectiva, partiendo de nuestra compartida idea básica: la de que la estética no es independiente de las condiciones históricas del medio en que se desarrolla. Se podría elaborar toda una teoría acerca de por qué la literatura se va volviendo cada día más críptica, menos accesible. Dejando de lado hechos bastante considerables (el analfabetismo, la corrupción paulatina de la sensibilidad popular a través de los medios masivos de difusión, todo aquello contra lo que el artista no puede luchar en tanto artista), la literatura es, y siempre fue, una especie de mensaje cifrado: un modo oblicuo de comunicación. El arte está hecho de distintos lenguajes: una novela o una catedral son códigos. No hay, es cierto, arte sin propósito de comunicar algo: sólo que lo que debe comunicar lo comunica a su manera. El malestar que causan los libros de Genet, o de Miller o aún de Hermann Hesse, es esa maligna y deliberada contradicción entre lo que narran y el modo (la pompa, el humorismo, la magia) con que lo narran. He vuelto a leer Ana Karénina. Ni Dostoievsky, con todo su poder expresivo, consiguió nunca llegar a la ferocidad de Tolstoy en este libro. Y cómo se explica que Dostoievsky, bajo la más siniestra de las censuras, haya podido publicar un texto como Memorias de la Casa Muerta. Por qué las familias reales que pintaba Goya –esas tristes caras de imbéciles, esas redondeces corrompidas- no se veían retratados en sus cuadros. Tolstoy, Dostoievsky, Goya, los histriones, conocían el secreto que ignoraba la propia sociedad que los toleró y hasta los honró. El arte no es más que forma (su contenido es el contenido del hombre que lo crea), dar con el secreto de la forma que permita la comunicación, no con todos, acaso con una docena de hombres por generación, es la utilidad que el artista le presta no a la “sociedad” sino a la humanidad: aunque él nunca vea esa humanidad ni sepa nunca en qué medida contribuyó a crearla.

Hablo de mi tiempo. Hablo de mi país. En alguna otra historia el arte volverá a ser lo que acaso fue entre los griegos (aunque el hecho de que hayan inventado la tragedia basta para sospechar que entre ellos tampoco fue inocente), y entonces cantaremos romanzas que todo el mundo entenderá y agregaremos belleza a un mundo bello.

Mientras no llegue ese día, y nada nos asegura que llegará, tal vez no haya acto poético más noble que hacerle meter a la sociedad la cabeza en el inodoro con un lenguaje que la haga sentir como a Dorian Grey cuando hundía la cara en las rosas. Y, mientras tanto, reírnos bajito. Y ahí va contestada otra pregunta, la del papel que juega el público en la obra de nuestro tiempo. Es, diría yo, una especie de papelón. No todo el público, por supuesto: cierto público. Hay siempre dos o tres que entienden: suelen ser adolescentes. Suelen luego crecer y no todos se olvidan de la revelación que tuvieran una noche leyendo un libro o viendo una obra de teatro. El público, hablando en general, viene a ser las familias reales de Goya. Son el modelo y el consumidor de nuestra realidad basura. A veces, al salir de un cine, después de ver ciertas películas como Escenas de la vida conyugal o Dos extraños amantes o Nos habíamos amado tanto, me pregunto: ¿Cómo hará toda esta gente para no suicidarse en masa esta noche? Me imagino que se salvan comiendo fideos en Bachín, o pensando que esas cosas (esa sociedad) son invenciones de mentes enfermizas. Por otra parte, Bergman filma tan bien y Woody Allen es tan cómico.

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