El Sumo Ciego soñó con su corazón, anoche.
Por ese sueño se enteró que tenía corazón, él también, como todos los desguarnecidos humanos.
Y supo que su corazón latía, que tenía su rostro, su voz, sus ademanes.
En el sueño, él y su corazón quedaron mirándose, largamente.
Como se miran, al reencontrarse, dos viejos amigos extraviados en el suceder de los días y de las estaciones y de los años.
Quedaron así, mirándose, callados, hasta que el Sumo Ciego se animó y le puso una mano en el hombro, a su corazón.
Y su corazón no fue menos: también le puso su mano en el hombro, al Sumo Ciego.
Así, cruzados en ese puente de manos en el hombro, sin bajarse la mirada, empezaron a tejer la conversa:
El corazón le dijo buen día.
Buendía a la hora que sea, le respondió él, el escritor.
Y enseguida estaban hablando con entusiasmo sobre la paciencia de las hormigas; sobre la posibilidad de que los números se subleven y se pongan a silbar en la mitad de cualquier noche;
sobre ciertos pecados imprescindibles que sólo son pecados si se dejan de cometer;
hasta sobre la música convertida en el agua del aire, divagaron.
Pero la conversación entre el Sumo Ciego y su corazón traspapelaba, postergaba deliberadamente algo, una confesión, que el escritor necesitaba arrancarse de encima, compartir.
Luego de una pausa que hizo del tenaz silencio un coágulo, el Sumo Ciego empezó a monologar:
–No quiero convertirme en un profesional de la longevidad, además me parece que vengo siendo póstumo desde que nací... No sé si yo o quién alguna vez dijo que nuestra tarea postrera es repartirnos como ladrones el caudal de los días y de las noches... Pero hasta esa tarea es vana; quiero decir que la vida no me suscita el menor fanatismo.
–Sin embargo, Sumo Ciego, no dejas de urdir escritura con fervor que no decae.
–No te engañes, pura apariencia. Corazón mío, ya no me entretiene, como hace años, la obligación de ser memorable. Últimamente me avisan que me han concedido premios y distinciones en países que no llegaré a conocer; bueno, no lo niego, es un halago, pero ningún halago sobrevive a la inexorable muerte… Sabes, el halago de la posteridad no me consuela porque vale tanto como el halago de nuestros contemporáneos, que no vale absolutamente nada. Pero no soy desdichado por tener la certeza de esto, al menos tengo para mí el consuelo de saberlo de antemano... A propósito, no está de más recordar un detalle: uno muere por haber nacido, ¿no?
–Sumo Ciego, coqueteas con la muerte desde tu adolescencia.
–Corazón, no seas impiadoso, no se lo digas a nadie, déjame coquetear con la esperanza de la muerte… Ya ves, ha pasado la noche y aquí estoy, despierto. Sigo con vida, no sé si es una buena noticia… No creo que haga falta decirlo otra vez, no he sido bastante valiente; bah, ni poco valiente tampoco. Lo sabe mi dentista… Otra prueba, no he conseguido suicidarme; esperé demasiado tiempo y me parece que ya no hace falta. He tenido más desdicha que felicidad pero, bueno, no puedo culpar a nadie por eso: he sido el artífice de algunas páginas perdonables y artífice de mis propias desdichas.
–No declina tu coqueteo. Alguna vez dijiste que el peor pecado que un hombre puede cometer es…
–No dije peor, dije mayor.
–Como tú quieras: dijiste que el mayor pecado que un hombre puede cometer es tenerse lástima o dejar que otro te tenga lástima… Te aviso que te estás acercando peligrosamente al mayor de los pecados.
–Me encanta que los demás tengan razón: no pienso contradecirte, Corazón. Para mí es inevitable: me ilusiono con la muerte.
–Ya que tanto la nombras: ¿cómo te apetece que sea esa muerte?
–Me gustaría morir lejos del barullo periodístico, lejos de la efusividad argentina. Morir bruscamente, hoy mismo.
–Sumo Ciego, que no se te olvide: eso, morir, o tendremos que hacer juntos... Pero que no nos gane el apuro, hay tiempo para desaparecer… Necesito decirte algo: mientras coqueteas con la esperanza de la muerte y del olvido que te borre del mapa, extravías hasta la mínima cortesía… Sin ir tan lejos, ayer un periodista te preguntó qué te suscitaba la palabra “infamia”. No le respondiste, lo echaste brillantemente: le dijiste: señor, ¿puede usted beneficiarme con su ausencia?… Te recuerdo que ese hombre, apenas un rato antes, te había regalado chocolate y nueces…
–Cho-co-la-te, ¡qué prodigiosa palabra!, ya la pronunciaban los aztecas… Nueces, las ignoraba. Hasta que ayer me las trajo ese hombre, yo no sabía si eran una fruta jugosa como el tomate… Ese hombre con su obsequio tal vez intentó alfabetizar la ignorancia de mi pobre paladar... Mi madre ahora me estaría reprendiendo… Georgie, has sido un guarango con él. Mis ojos por fortuna no alcanzaron a verlo… seré curioso: ese hombre, ¿se fue muy ofendido?
–Sumo Ciego, ese hombre se fue con la espalda vencida por la tristeza.
–… perpetrar tristeza… he ahí otra costumbre, otra hazaña de mi infamia… Muchas veces pienso que no tengo derecho a ser tan terminante, por ejemplo a decir que ya no seré feliz. Con eso castigo a quienes se obstinan en quererme. No sé por qué procedo así... En los días que no viene nadie a afrontar el atardecer conmigo, suelo entretenerme: me pongo a revisar esa irremediable inclinación mía a perturbar a quienes me rodean… ¿Así que ese hombre se fue con la espalda doblada por la tristeza?
–Vencida por la tristeza.
–Corazón mío, no seáis como yo, no os pongáis literarios… ¿De modo que ese hombre se fue menos ofendido que triste?… Allá él y aquí yo… A mí, que ambiciones no tengo, el afecto de tanta gente me resulta incomprensible, un misterio estadístico. No voy a permitirme por eso la insolencia del júbilo, ¿no?
–Quedaron tres, cuatro nueces sin comer. Sumo Ciego, ¿las podemos compartir?
–No, gracias, me temo que tendrán el sabor del remordimiento... además… además… tengo ahora una suerte de cólico en la conciencia…
–Estás como queriendo hablar de otra cosa. Estamos queriendo, en realidad.
–Así es. Dime Corazón, ¿por qué me nombras Sumo Ciego? Noto ironía en tu expresión. ¿Me equivoco?
–No te equivocas… Sabes, Sumo Ciego, muchas veces me pregunto si realmente eres ciego o si lo simulas para demandar el afecto y la atención de quienes te rodean.
–Algo embustero soy… pero, Corazón, ¿me crees capaz de semejante estafa?
–Sí. Te creo capaz. Te conozco: soy tu corazón; no lo olvides, vengo anidando dentro de tu pecho desde siempre. Mi primer día fue tu primer día y así… Ahora mismo siento que quieres hablar de eso, de tu tema preferido: tu ceguera. Adelante, Sumo Ciego, ya te estoy escuchando.
–No queremos aceptar que la muerte nos borra y que eso sí es una buena noticia... Por mi parte, lo único que me preocupa hacia el futuro es que algún desvelado cometa la mala ocurrencia de proponerme como nombre de una calle, de alguna perdida plaza o de algún andén ferroviario…
–Sumo Ciego, te estás yendo por las ramas, te estás escapando de lo que estás desesperado por contarme.
–No me fastidies. Sigo. Aspiro a mi pronta agonía. Cumplida la agonía, que espero breve, quiero morir del todo...Hasta para un ciego sumo, como el que soy, el tiempo estipulado ya se agota. Ante el inminente ocaso aguardo, esperanzado, que el olvido me depare un sueño sin memoria… Confieso que envidio tenazmente a Don Quijote, que no había muerto aun y en su lecho ya comenzaba a ser olvidado.
–Sumo Ciego, sigues yéndote por las ramas. ¿Por qué no hablas de lo que necesitas hablar? Vamos, cuéntame de tu presunta ceguera.
–Observo, Corazón, que puedes ser tan cruel como yo, el Borges ciudadano… Pero sí, cruel o no tienes razón, necesito hablar de mi ceguera… pero antes que eso quiero decirte que soy alguien que me volví experto en puñales: conocí un puñal que eligió de vaina el corazón de un hombre infiel a tres mujeres y a una o dos más… Y conocí también cierto puñal sin la muerte que el destino le debía…
–Sumo Ciego, te escapás al compás de las digresiones. Eres un campeón en eso.
–Otra vez, no seas impiadoso, Corazón mío, déjame distraerme con las naderías de la reflexión desvelada… Ahora me gustaría decirte que me llevó cuatro décadas comprobar que el mentado libre albedrío es sólo una ilusión de cada instante… y me llevó una década más descubrir que el mito es la última verdad de la historia, que lo demás es efímero periodismo… Y a mis ochenta años de edad acepté que la indecisión es el principal rasgo de mi carácter…
–¿Sólo la indecisión?
–La indecisión y la cobardía…Lo que más admiro son las derrotas, sobre todo las derrotas de quienes han combatido sin esperanza alguna de vencer.
–Sumo Ciego, una pregunta: ¿piensas que somos inmortales?
–Aunque Dios no existe, que Dios nos libre de ser inmortales. Inmortales… ay, esa pretensión la tenía Unamuno, un vasco atolondrado. Buej, ¿qué se puede esperar de los vascos? Sólo esforzados ordeñadores y entusiastas pelotaris…
–Si no crees en la inmortalidad, Sumo Ciego, te pido entonces que no abucemos del tiempo, se esfuma, se nos escapa. Háblame, hazte cargo, afronta de una buena vez eso que quieres confesarme. Lo que me digas quedará entre nosotros y alguien más…
–Alguien más… ¿quién?
–El lector. Vamos, desembucha, te estoy escuchando.
–Tal vez esperas que te hable de la usura de los años…
–No sigas huyendo, háblame de lo que tanto quieres. De tu bendita ceguera.
–Si consideramos que nací en 1899, hacia 1957 tenía 58 años… al llegar a esa cifra de mi edad podría decirse que yo ya era un ciego… la revelación fue piadosamente gradual. Me abandonaban las formas y los colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el rojo, que se convirtieron en pardo… Ya por entonces mis amigos no tenían cara…
–Te estás teniendo lastima, Sumo Ciego.
–Ah no, eso no: más allá de la patética lástima, debo admitir que somos menos valientes que nuestros padres.
–No te detengas, Sumo Ciego, no dejes tu tan necesitada confesión a medio camino.
–Alguna vez confesé haber cometido el peor de los pecados, no haber sido feliz… Pero incurrí por años en un pecado todavía más imperdonable… Trataré de decírtelo con palabras, querido Corazón mío, aunque tú ya lo sabes… A mi valerosa madre que fue testigo de la ceguera absoluta de mi valeroso padre, le agradaba suponer que mi vista con el tiempo mejoraba. Pero yo no le daba tregua a su entrañable esperanza y a sus preguntas siempre le contestaba que mis ojos no tenían remedio. Qué me hubiera costado decirle a mi madre que estaba viendo un poco más... Ni cuando ella se moría le concedí la dicha de esa dulce mentira. Bueno, aquí ofrezco una declaración inapelable sobre mi adicción a la infamia. Debo admitir que en mi Historia universal de la infamia omití escribir un capítulo dedicado a mi perseverante infamia.
–Por fin has entregado tu confesión, querido Sumo Ciego.
–Siento una honda culpa por lo que le negué, por lo que no le di a mi madre... me hubiera costado tan poco... En fin, quisiera tenerla viva por un rato; quisiera que ella otra vez me preguntara cómo estoy de la vista para decirle: Madre, qué curioso, estos día ando mejor, noto que estoy viendo un poco más... Pero ahora ya es tarde para eso, ¿no?
–Nunca es tarde.
–En mi caso es demasiado tarde; sólo me queda el consuelo de haber aprendido que mucho más importante que las muertes heroicas son las vidas heroicas. Ser un poco más bueno con mi madre... eso hubiera sido heroico para mí.
Aquí, a esta altura de la conversa, otra vez a las palabras les bajó un silencio, denso como un coágulo. Fue entonces que el Sumo Ciego, sin sacarle la mano del hombro, se animó a más y le preguntó a su Corazón:
–Tú que no tienes tus ojos anochecidos, dime: ¿has visto por casualidad en estos días a mi madre?... Ay, la extraño tanto… Quisiera que los dioses me concedan un minuto más de mi madre.
–Un minuto, ¿tan poco?
–Eso pido, ahora de rodillas, con mi frente hincada: la cifra de segundos que caben en un minuto; no más que eso imploro. Y no menos.
–Si se puede saber, Sumo Ciego, ¿para qué ese exiguo minuto?
–Para poder decirle lo que por tantos años le oculté: Madre, siempre fue un embuste lo de la noche de mis ojos. Mentira que soy ciego.
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Otra vez, la eternidad de un silencio dilatado.
La mano del Sumo Ciego, lenta, irá cayéndose del hombro de su Corazón. Y le dirá despacio, apagándose:
–Estoy arrepentido, pero ya es tarde… Una y otra vez le clausuré las esperanzas a mi madre… La sigo escuchando… ¿estás un poco mejor, Georgie?… No, madre, nada mejor. Si ahora adivino dónde está su rostro es por el sonido de su voz… Qué tenaz he sido para distribuir mi crueldad… qué me hubiera costado ser un poco más bueno, decirle: madre, mi ceguera es momentánea... Pero es tarde para ella. Y es tarde para mí.
–Nunca es tarde.
–Mi madre está muerta.
–Tu madre, nuestra madre, no está muerta, anda por ahí, respirando de otra manera. Y ahora mismo ha estado escuchándote.
–Te repito que es tarde… Haz de cuenta, Corazón, que no te dije nada. Adiós. Fue un gusto soñarte, y conocerte, aunque me sucedió demasiado tarde.
–Insistes, Sumo Ciego. Pero ¿por qué demasiado tarde?
–Porque esta mañana mi mano libre del bastón descubrió un espejo…
–¿Y?
–Y al mirarme en ese espejo no vi a nadie… vi nada. Supe que ya nunca más podré ver las caras de mis amigos…
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