sábado, 21 de noviembre de 2020

MIEDO A DECIRTE. Un cuento de Sol Moracho

 


HE QUEDADO CON MI AMIGA, como todas las mañanas, para correr. Pero hoy será muy diferente para las dos. Desde que me levanté de la cama, y puse los pies en el suelo con determinación, empezó a temblarme el párpado, un tic muy molesto que intento disimular con unas gafas de sol.

A un ritmo lento pero sostenido corro a su lado, rodeamos el estanque del parque y, sujetando la punzada en mi estómago, me atrevo a hablar:

Ana, tengo que decirte algo.

Hace un gesto asintiendo, y pone esa expresión que conozco de sobra con la que me dice que me presta toda su atención. Ana tiene muchas cosas buenas, y una de ellas es que sabe escuchar.

Conoces la relación que tengo desde hace dos años, sabes mejor que nadie el mucho tiempo que he pasado sola y cuánto la necesitaba. Tú misma me animaste a ello. El amor es lo más importante, me dices siempre. Cuántas veces me has repetido que las mujeres que llevan muchos años casadas deberían de compartir su suerte con las solteras, es un acto de solidaridad de género, según tus propias palabras, y…

Querida, ve al grano, ¿quieres? —me interrumpe, cosa inusual en ella, está claro que me estoy enrollando demasiado y empiezo a no controlar la conversación.

De acuerdo, y le suelto a bocajarro— el hombre con el que estoy es Sebas. Tu Sebas.

Ana se para en seco, y yo con ella. Me mira fijamente sin decir palabra, su mirada está quebrada, como se quiebra un cristal templado golpeado con fuerza. La punzada de mi estómago se retuerce clavándose cada vez más adentro. Con las mismas retoma la carrera, pero esta vez mucho más veloz. Salgo detrás de ella, y decido mantenerme a distancia. La conozco. Sé que necesita pensar y calmarse, las dos lo necesitamos. Lo más difícil está hecho, y ya no hay retorno desde donde sea que nos encontremos.

Llevaremos cerca de una hora corriendo, así, una a tres metros detrás de la otra, separadas y unidas al mismo tiempo por la incertidumbre de no saber qué hacer una vez que paremos de correr. Me viene a la cabeza un fragmento de un tema de Leonard Cohen, there is a crack, a crack in everything, that’s how the light gets in. Observo cómo aminora el ritmo, cómo titubea en los pasos y entiendo que debo acelerar los míos para ponerme a su altura. Ya a su lado, con nuestras zancadas sincronizadas seguimos corriendo en silencio, hasta que Ana lo rompe, por fin:

Quiero que sepas que estoy muy enfadada, pero que muy enfadada contigo. —Su voz es dulce y firme, como el sabor del chocolate relleno de naranja amarga—. Pero, tengo que ser franca y contarte algo que debes saber. Y después una pregunta.

De acuerdo, dispara —le digo.

En estos dos años Sebas y yo hemos sido más felices de lo que lo fuimos jamás. —“Eso ya lo sé querida amiga, los tres lo somos”, pienso, pero no me atrevo a decírselo.—Y, la pregunta es, si te puedes llevar a Sebas a algún sitio este fin de semana, el lunes presento la tesis, necesito estar muy tranquila y él se pone bastante insoportable, ya le conoces.

Hecho —le respondo, sin dejar de correr.





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