Felisberto Hernández fue uno de los más importantes escritores de su país. Muy poco conocido en España –según estoy comprobando-. Esto no debe preocupar, cuanto la ignorancia de su obra es también comprobable en el Uruguay. Hace poco tiempo la editorial montevideana Arca inició la publicación de sus escritos completos. Tal vez esto mejore las cosas, aunque Felisberto nunca fue ni será un escritor de mayorías. Desgraciadamente murió demasiado temprano para integrar ese fenómeno llamado boom y que todavía no logro explicarme de una manera convincente.
En este silencio o eco escaso de su obra pueden haber intervenido, además de lo que será dicho, factores políticos. Felisberto –siempre se le llamó así– era conservador, hombre de extrema derecha, discutidor de alta voz en reuniones con sus colegas, tanto en peñas como en domicilios más o menos privados. Esto ocurría cerca de la guerra del 39 y sus consecuencias. Y en aquel Uruguay de su tiempo le era imposible tropezar con adherentes.
Una vez más el hombre era juzgado por sus ideas políticas y no por lo hecho en el terreno de su vocación literaria. Lo que me recuerda que Noruega se embanderó, de frontera a frontera del país, para celebrar el centenario del nacimiento de Knut Hamsun, nazi declarado y entusiasta defensor de la invasión alemana a su patria. Y, al revés, ¿cuál es hoy el destino de los intelectuales que no creen que sus gobiernos les hayan devuelto el paraíso perdido?
Pero Felisberto político no tiene ningún interés en este momento. Nos debe interesar, sí, el escritor y alguna anécdota que ayude a conocerlo dudar.
Lo vi por primera vez hace años, antes de la segunda etapa, cuando escribía para sí y no parecía ser acuciado por ningún demonio. Lo sentí tan descentrado, tan sinceramente inseguro de los pequeños libros que había publicado. Me dijo que le faltaban temas, que no podía inventarlos o perseguirlos. En aquellos tiempos Felisberto se ganaba la vida golpeando pianos en ciudades o pueblos del interior de la república, acompañando a un recitador de poemas. Es fácil imaginar sus públicos. Le dije que los temas literarios caen del cielo cuando a éste se le antoja y que era inútil reclamarlos. Agregué que sus giras pianísticas por lugares inconcebibles podrían, tal vez, proporcionarle material para su literatura; me contestó que tenía en su recuerdo muchas anécdotas pero que él andaba buscando otra cosa (como todo el mundo).
Su inocencia de aquellos días le hizo preguntarme al despedirse: –¿Usted en qué café habla? Le dije la verdad: en ninguno, no tengo nada trascendente que decir, a veces veo una mesa con amigos, entro y escucho, a veces discuto e intento ganar discusiones como si estuviera jugando ajedrez. Me dio las gracias, indeciso, pensando acaso que yo no decía verdad, que buscaba esquivarlo.
Antes de seguir recordando, antes de hablar –por fin– de Felisberto escritor, debo decir que era un pianista excelente. Claro que sin posibilidades de pagarse buenos maestros ni aspirar al premio Roma. (Y un detalle tal vez desdeñable pero que a mí importa: cuando se produjo la entrevista recién contada, Felisberto era más flaco que yo.)
Por amistad de alguno de sus parientes pude leer uno de sus primeros libros: La envenenada. Digo libro generosamente: había sido impreso en alguno de los agujeros donde Felisberto pulsaba pianos que ya venían desafinados desde su origen. El papel era el que se usa para la venta de fideos; la impresión tipográfica estaba lista para ganar cualquier concurso de fe de erratas; el cosido había sido hecho con recortes de alambrado. Pero el libro, apenas un cuento, me deslumbró. Porque el autor no se parecía a nadie que yo conociera; porque me contaba su reacción, sus sensaciones ante la muerte. Y era difícil –e inútil– encontrar allí lo que llamamos literatura, estilo o técnica. Para resumir, era necesario desgastar otra vez la maltrecha frase: un alma desnuda. Felisberto, sabiéndolo o no, no perseguía el malentendido llamado fama. Los elogios sobre lo ya hecho lo dejaban, al parecer, indiferente.
Después fui consiguiendo, en ediciones similares a la descrita, otros títulos: Libro sin tapas, La cara de Ana, Caballo perdido, y su libro –es una opinión– más importante, Por los tiempos de Clemente Colling. Después publica Las hortensias, , ya con calidad literaria aceptable para el público, pero alargado sin necesidad o por empeño en la inocencia.
Pero había un círculo que lo admiraba, exageraba, protegía y a veces ejercía mecenazgo. De allí surgió, para Felisberto, el adjetivo naïf. Es que por entonces ya le habían hecho saber que era un naïf y estaba condenado a seguir siéndolo. Leía mucho y disparejo, no lo confesaba, y persistió en el naïfismo. Recordemos que cuando se hablaba frente a Picasso de la ingenuidad del aduanero Rousseau, éste comentaba amistosamente: –Sí. Pero no olviden que el aduanero se conoce el Louvre de memoria.
Los amigos de Felisberto lograron regalarle una de sus ambiciones: conocer personalmente a Jules Supervielle, poeta, diplomático y banquero, que vivía alternativamente en Montevideo y en París. De acuerdo con las cartas de Felisberto publicadas por Pauline Medeiros, el poeta uruguayo, que escribía en francés, no se mostró, en un principio, a la altura del entusiasmo que deseaba Felisberto. Pero gradualmente las cosas se entibiaron. Supervielle influyó para que la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, publicara una selección de relatos de Felisberto, escrupulosamente naïfs, titulado Nadie encendía las lámparas. Después vino el milagro: una beca para vivir en París, un contrato con Gallimard. Sueño de todo americain sauvage. Otra vez en Montevideo, escribió una novela –La casa inundada–, sucesión de situaciones absurdas que mostraban, con exceso, la deliberación de conservar la pureza, la sinceridad de sus primeros libros.
Haciendo balance de su obra total, retorno al principio: fue uno de los más importantes escritores de su país y mi admiración por él se mantiene fresca pese a los avatares mencionados.
Y ahora una casi nota bene para explicar por qué señalé la flacura del Felisberto inicial. Cuando pasaron los años de aquel encuentro, después del viaje a París, el escritor comenzó a engordar, a pedir en los restaurantes cantidades asombrosas de platos. Llegó a deformarse físicamente y eran muchos los amigos del pasado que no lograban reconocerlo a primera vista.
Agrego que se casó seis veces y con mujeres disímiles. Doy estos datos en homenaje al malhumor de Saint-Beuve, que estropeaba cada lunes el apetito de los Goncourt y sostenía que era imposible hacer buena crítica sin conocer la vida íntima de cada víctima. Y lo demás es silencio.