Este nuevo libro de Liliana Bodoc ha sido esperado por sus lectores, y puedo dar fe como uno de ellos, con la misma ilusión y expectativa que recordamos haber tenido en la infancia o en la adolescencia temprana, cuando los libros nos arrojaban intensamente al mundo. Cuando lo que importaba era aquella magia que tiende luego a perderse en nuestras vidas, ya sea porque dejamos de leer o porque leemos sólo de manera funcional. No obstante, esta pérdida de ilusión en la lectura también puede deberse a que escasean esos libros escritos con maestría pero que saben, al mismo tiempo, convocar la entrega del lector; exigentes e inocentes a la vez. Hablo de esa inocencia que nos permite desatarnos de un falso ego que nos empuja a un modelo de lectura à la mode, impuesto por los avatares de la industria cultural, y que al emerger logra dirigirse sin mediación a la subjetividad del lector, que aún malherida consigue sin embargo despertar, eligiendo lo mejor de su conocimiento acumulado mientras lo integra a un saber arcaico, podríamos decir poético, algo que tuvo alguna vez, que tiene todavía aunque amordazado, algo que le permite soñar, imaginar, y puede entonces planear como un halcón sobre los mundos que otro halcón construye, en este caso, Liliana Bodoc.
Una singularidad que los libros de esta autora provocan es que de inmediato el lector se olvida del autor. Y cuando el autor reaparece se vuelve legendario. También sucede en Memorias impuras, donde a pesar de que el cronista, alter ego del narrador, comparece como personaje y quiebra intermitentemente la certidumbre acerca de lo que el relato cuenta, aquel sortilegio se recompone. Y aunque no cesa de filtrar su subjetividad y recordarnos, en lo que podríamos llamar su diario privado, que ofrecerá una versión posible y que sólo la invención es finalmente veraz, el cronista vuelve a ser rápidamente olvidado –tanto como lo es el autor que lo impulsa por detrás- y nosotros caminamos por las callejuelas de Álbora y de Rodal Crudo como si lo hiciéramos por nuestro propio mundo.
Este mecanismo produce un doble juego, ya que por contraste, cuando el cronista aparece y algo de su reflexión y de su vida se hace presente, la Historia tal como la concibe la modernidad, con su inventario de hechos objetivos, se intensifica; en consecuencia, se intensifica la ruptura de la ficción, su destronamiento; y con ello es la realidad misma la que cae; cuando el relato vuelve a ocupar toda la escena y el narrador intencionalmente se retira, la Historia con mayúscula se adelgaza, y en manos del omnisciente el pasado adquiere presentividad, se vuelve vivo, pulsa en busca de un futuro posible, incluso ante los aterradores Diarios del Poder de Cayo Catarina .
El resultado es inquietante, multidireccional, y acosa al lector sin que éste sea del todo conciente, no dejándolo acomodarse por mucho tiempo en ninguna certeza, como les sucede a los personajes mismos de la novela, y así, paradojalmente, lo incorpora a ella.
El teatro y la poesía, dos claros amores de Bodoc y, me atrevería a decir, del común de la gente, se vuelven tema y estructura en el seno del relato, como si se abriera un escenario de feria y una linterna iluminara consecutiva y a veces simultáneamente varias escenas que se resuelven en sí mismas pero a la vez de manera interdependiente. Lo dicho y lo no dicho abren su juego y una brecha que el propio lector completa. El acertijo es aquí una gran figura; o esos otros pases mágicos que la autora practica, por ejemplo dejar caer una frase, o un minúsculo dato incompleto que será retomado muchas páginas después; una promesa, una amenaza, un anagrama, y no se sabe si ella ya sabe o, como el lector, lo sabrá después. Sutil, sofisticado y extremadamente simple pase mágico del arte de narrar que tanto se parece aquí, por momentos, a los procedimientos de la poesía; y cuyo guante cualquier lector atento toma, porque sólo eso, y precisamente eso reclama la escritura de Bodoc, un lector emocionalmente atento, no un letrado, ella parece escribir para los Despenados y no para los Colibrí. De esta manera, Bodoc encuentra una forma de hacer justicia: lleva a la industria editorial, que le posibilita ciento veinte mil lectores que seguirán multiplicándose, todo aquello que la industria a menudo rechaza: demanda de atención, de exigencia, demanda del lector como héroe anónimo que entregándose a la lectura descubre, duda, modifica el mundo, reinventa el pasado para imaginarse un futuro.
Nuestra autora salió a la cancha con los tres tomos maravillosos que configuran La Saga de los Confines, y tenía ahora que cruzar un abismo: volvernos a enamorar fuera de aquel mundo. Les aseguro que lo ha logrado. Liliana Bodoc encuentra otro mundo, pero sin abdicar del anterior, sin escindirse ni repetirse. La resistencia a la conquista primero, la llevó luego naturalmente al mundo de los vencidos, la colonia, el virreinato. Es por eso que, en Memorias impuras, el temblor de la historia más cercana se casa con aquel otro temblor de la historia más lejana en nuestro imaginario. Abordar la conquista de pueblos sojuzgados y traerlos de vuelta, en una concepción anarquista de la épica, vivos y no fósiles, no es tarea fácil; pero aún más difícil es abordar lo perverso de la colonización, su escatología.
El mundo de los confines ha sido arrojado a la historia. Los maestros de la logia Bagual no son magos. Salvo en los esclavos cue cué, los de más abajo en el tejido social, el virreinato se comió la magia y sólo queda su remedo. Entre el remedo y el método, el método del poder, todos los caminos parecen falsos, “como si nada quedara cerca” nos dice Cusi. Sólo los cue cué, y en especial sus mujeres sonajeras “que andan en manada”, aún sueñan en cadena, actúan en los umbrales de otro poder capaz de resistir al método del tremendo Cayo Catarina que fragua su engañosa mimesis, disciplinadamente, y perpetra la obscenidad del terror y la masacre. Pero en esta fisura crecen personajes como Cusi, la doble, la ambigua, cargada de humanidad, luz y sombra, miseria y belleza, la que tiene el oficio de la traición, alcahueta pero también lenguaraz que actúa en “lo real” y progresivamente se acerca a los rebeldes. Bodoc acrecienta un variado linaje de mujeres y acrecienta también a los personajes recortados y a los corales; es capaz de entablar un diálogo con las momias de dos niños asesinados, capaz de hacer gorjear como a un pajarito al verdugo carroñero; capaz de separar con límpida nitidez al bueno del malo y capaz también de desbaratarlo en infinitos grises. Sus protagonistas pierden el brillo de las heroínas y los héroes, pueden acobardarse, traicionar, y sin embargo se multiplican en la anonimia y siguen arriesgando el pellejo. Esta gente entreabre la puerta que cierra el pasado al futuro y funde en una sola la victoria y la derrota, así como su prosa integra la escatología y la lírica. Liliana Bodoc, o estoy tentada a decir, las fuerzas que hablan a través de un gran artista, voces y sentimientos anónimos que los siglos acumulan para que un día el idiota de la familia, el artista, los deje hablar como ascuas de un fuego que constantemente se actualiza. Por eso este libro es también una deslumbrante lectura de la historia, incluso la más reciente, y una lección política.
Memorias impuras es fascinante por lo que nos da y fascinante por lo que nos promete: las momias de dos niñitos mestizos, trocados por droga, preparan advenimientos, como también lo hace la recién nacida producto de violaciones múltiples en un gallinero; todos ellos nos esperan del otro lado, en la continuación de este relato. Y es así que saciada en la lectura de este libro de Bodoc, la lectora ya aguarda el próximo con renovada ilusión y expectativa.