Claro
que sí. Con ganas. Con alegría. Sin perder un minuto en consultar
libros ni revisar papeles. Contentísimo y creyéndome con un millón
de cosas por decir.
Esto
por ejemplo. Que a Yunque lo tenemos. Que es nuestro. Que está junto
a nosotros, apoyándonos, hablándonos, señalándonos el camino. Que
no estamos ni tan solos ni tan inermes por lo tanto, frente a tanta
cosa agazapada y sucia que este bendito oficio de escritor (o de
mirar, o de juzgar o de vivir simplemente) nos hace ver a diario en
Buenos Aires. Y que las cosas, pienso yo, no deben andar del todo mal
en el país o en el mundo, mientras con sólo tocar un timbre de la
calle Coronel Díaz se puede uno encontrar con una rebelde cabellera
blanca, con unos ojos dulcísimos, y con una boca que entre tironeos
algo compadres, se larga a hablar de Barret, de Di Giovanni, de
Cristo, de Lenin, de las maravillas boxísticas de Gandolfi Herrero,
del placer que, a pesar de todo, siente al leer a Borges, o de los
fideos al pesto que dentro de cinco minutos va a preparar. Y claro,
de pronto el mundo tiene otro color, y las gentes tienen otra
dignidad, y los fideos al pesto y Borges son importantes, y la vida
es importante porque él nos habla de ella, así como al pasar,
sonriendo, haciendo chistes, o preguntándonos por nuestra compañera;
es un cacho de hombre y un luchador, y un constructor de almas, y de
yapa, el más maravilloso, fecundo y querido de nuestros
escritores.
O
esto otro: que todavía no se ha dicho todo lo que hay que decir
acerca del sentido heroico de la obra de Yunque. Y que ahora, que
parece ser moda entre muchos escritores, junto a cierta insufrible
coquetería formal, una especie de regodeo en inventar sólo
personajes frustrados, neuróticos, cobardes, engunfiados o
traidores, vale la pena pensar en todo lo que ese sentido heroico y
esa exaltación casi épica de la dignidad humana, significó y
significa, no ya como formador de hombres sino desde el más estricto
punto de vista literario. Sencillamente la posibilidad y el punto de
partida de una verdadera gran literatura argentina. Gran literatura
que tiene su mejor modelo en Martín Fierro y hacia la cual tienden
sin duda los ejemplos más vivos y recordables de nuestras obras de
ficción. No me refiero naturalmente - entendámonos - al poema o la
novela más o menos pedagógicos sino a aquellas obras en que el amor
al hombre y una fe poderosa en los valores rescatables del hombre,
están presentes, iluminando, exaltando, dándole un sentido épico a
la prodigiosa aventura de la humanidad (para no pecar de abstracto
cito dos ejemplos entre los últimos dos best- sellers americanos:
“La ciudad y los perros”, de Vargas Llosa, como muestra de
literatura apitucada, negra y gratuita; “Cien años de soledad”,
de García Márquez, como ejemplo de literatura épica, vital y
exaltadora del hombre).
Y
que en Yunque eso, el amor, la fe en el hombre, el sentido de la
grandeza, vertebran, dan coherencia y "justifican" cada una
de sus obras. Sus cuentos, por ejemplo, en donde prodigiosamente una
pelea callejera, una aventura, un gesto inesperado o un partido de
ta-te-tí, asumen de pronto categoría de epopeya, al mostrar lisa y
llanamente la presencia del héroe, del hombre engrandecido, (tal vez
pasajeramente, sí, pero magníficamente) por el coraje, por la
rebeldía, por el amor. O si Alem o su Calfucurá, dos grandes
frescos históricos, iluminados y vitalizados no sólo por su visión
enjuiciadora y revolucionaria de los hechos, sino además, y esto es
lo maravilloso, por una actitud receptora y comunicadora del tamaño
humano de los protagonistas. Hasta el punto que los libros que
podrían haber sido simplemente libros acusadores y de combate, se
convierten además, por virtud del amor y del sentido épico del
narrador - del aeda estaba por decir -, en el relato de una pelea de
titanes, en la cual los enemigos de Alem (los enemigos de Yunque, al
fin de cuentas) tienen a veces como en La Ilíada, tamaño y
actitudes de héroes. No son esquemas inventados para vapulear, son
hombres vivos, con su complejidad, sus miedos, sus abismos y sus
alturas, padeciendo a su modo los designios de un dios llamado
devenir histórico.
Todo
eso. Y además, las deudas que tenemos con Yunque. Por varios
motivos. Fue a través de sus cuentos que muchos de nosotros nos
enfrentamos por primera vez con cosas importantes. Con la literatura
en serio, en primer lugar; con ese mundo de la palabra auténtica,
vívida, cotidiana, que nos conmovió hasta lo hondo, y nos asombró,
y nos mostró caminos nuevos, y que ya a los ocho años nos hizo
saber que existían libros tan apasionantes como un partido de futbol
o una rabona. Pero también con una ética, viril, desprejuiciada,
renovadora, vital y revolucionaria, tan distinta a la ética del
señor vicedirector o a las de las lecturas más o menos morales con
que se nos aburría, que muy pronto la sentimos manifestación de
toda una nueva, profética, renovadora, vital y revolucionaria visión
del mundo.Otras
deudas las contrajimos más tarde, cuando conocimos a Yunque. Cuando
lo vimos vivir, y lo supimos a nuestro lado, entero, luchador,
valiente, sabio y niño. Cuando sin admoniciones y sin aspavientos,
con sólo el ejemplo de su conducta, nos enseñó cómo debe ser el
camino de un intelectual en el país del acomodo, del autobombo y de
las agachadas.
Muchas
otras cosas podría decir pero como ya lo estoy oyendo a Yunque
bufando de aburrimiento y diciéndome que me deje de macanas, sólo
me queda desearle un feliz cumpleaños y con la voz y el gesto de
toda una generación, darle un abrazo y decirle gracias.