Transcurría ya
avanzada la década del 60 la tarde que encontré en el bar de Argentores a don
Germán Ziclis, apesadumbrado, acodado en el mostrador y bebiendo una ginebra
doble. Germán Ziclis era, por aquel entonces, el autor teatral más exitoso del
momento. Sus comedias llenaban los grandes teatros y llegó a tener cinco obras
en cartel, al mismo tiempo, en cinco salas de la calle Corrientes.
Las obras de Germán Ziclis eran comedias amables, de esas que se destinan a
toda la familia y se las reconocía porque todas llevaban un título en rima. Por
ejemplo: “Viuda, fiera y avivata, busca
soltero con plata”.
Ziclis era para mí, por aquellos años, un hombre viejo. Es decir que tenía los
años que yo cargo ahora. Aun así le gustaba charlar conmigo; contarme historias
del viejo teatro que me fascinaban. Esa tarde, sin embargo, me saludó con un
gesto seco. Pero pocos minutos después me contó el motivo de sus pesares.
–Ayer fui al Maipo con un amigo y, de pronto, durante un sketch la Negra Sofía
(por la inolvidable Sofía Bozán) le dijo a Stray (el carismático cómico Adolfo
Stray): “Callate, chupanabos”. La
sala estalló en carcajadas. ¿Qué dijo?, le pregunté a mi amigo. Chupanabos, me
confirmó. Es terrible.
Quizás advirtió en mí un gesto de desconcierto. Apuró el trago y me confesó:
–¿No se da cuenta? Hacen reír con las malas palabras. Mis obras van a parecer
tontas. Yo no utilizo malas palabras.
La intuición de Ziclis no fue desacertada. Sus obras desaparecieron en pocos
años de la cartelera porteña.
Eran tiempo en que las llamadas malas palabras (como si las palabras pudieran
calificarse de buenas o malas; las palabras son útiles o inútiles) estaban
reservadas a la intimidad. En público sólo se proferían en las canchas de
fútbol, espacio masculino exclusivo por aquellos años.
Tampoco en el teatro de arte, un lugar donde la palabra puede sentirse más
libre, se transgredía el lenguaje. Recién en 1964, en el Teatro Regina se
escuchó la primera puteada, pero sólo a medias. Fue la actriz Miriam de Urquijo
en su inolvidable composición del personaje de “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, de Edward Albee, que profirió un
cauto “la put... que los pa...”
Fue como un estallido. El lenguaje provocador se fue infiltrando como el agua
que horada, de a poco, las paredes de un dique. Estábamos en la década del 60.
El mundo quebraba todos los formalismos. En Argentina, el dictador Onganía
intentó recuperar la pacatería perdida; de última, hacía sólo veinte años que
sus colegas de la revolución del ‘43 habían prohibido el lunfardo. Pero no hubo
caso.
Hasta que en los albores del 70, por primera vez, las malas palabras fueron
coreadas por multitudes donde convivían hombres y mujeres. Las marchas
populares, especialmente la de los Montoneros, adoptaron el lenguaje de las
canchas de fútbol.
En los tiempos de la dictadura genocida se hizo el silencio. A los militares lo
que más les preocupó fue extirpar la palabra guerrillero y suplantarla por
delincuente subversivo. Con eso les bastaba en materia de idioma.
Con la llegada de la democracia, la explosión del lenguaje fue imparable. Y así
llegamos a este tiempo de crisis profunda donde los argentinos nos hemos
quedado sin malas palabras. No hay puteada que alcance. ¿A quién le importa que
le digan boludo o puto? Ni qué hablar del inocuo andate a la mierda. Vaya a saber por qué vericuetos de la mente el
pueblo convirtió el clásico ¡Hijo de puta!, tradicional convite al duelo con
cuchillo, en un elogio.
A medida que las malas palabras empezaron a invadir el ámbito cotidiano, fueron
perdiendo fuerza. Hasta llegar a esta dramática situación que atravesamos hoy.
Admitámoslo: nos hemos quedado sin insultos.
Y un pueblo que pierde la capacidad de injuriar no tiene futuro.