Antes de conocer personalmente a
Picasso, se me había noticiado tratarse de un traficante en camelot, seductor
de incautos, habilidad miriápoda para todas las cucañas. Jean Cocteau me
había dicho, persignándose:
-Un ruso apareció un día ahorcado
en su atelier de Montmartre…
Decrefft me refería, en tanto
cincelaba en granito mi cabeza:
-Picasso debe muchas muertes.
Hace pocas semanas Francisco
Carco:
-Picasso antes que todo, se trata
de sobremesa con los más ilustres apaches de mis novelas. M. Fortunat Strowski,
Profesor de Literatura Polaca en la Sorbona, puede atestiguarlo…
Por otro lado, conocía yo dos o
tres fotografías del hombre, tales como las que aparecen en los estudios que
sobre el jefe del cubismo han publicado Pierre Reverdy, Maurice Raynal y Jean
Cocteau, donde el ala insultante del cabello, venida de su cuenta sobre la
frente, no es ala buena: por Maurice Barrés y por la mecha del testuz del toro
sirio. Ya don Ramón María del Valle Inclán, Marqués de Bradomín y coronel
general de los ejércitos de tierras calientes, al salir de casa de Barrés,
exclamaba: “Parece un cuervo mojado…”
Y todo, por esa ala insultante de cabello.
Decrefft me ha presentado luego a
Picasso, a la salida de la galería Rosenberg, donde el artista acaba de hacer
una pequeña exposición de sus telas. Picasso iba con su mujer, una rusa fatal y
monoplana, bailarina que baila todavía, con quien casó en Italia, a raíz de la
primera representación de Parade, obra decorada por Picasso y
jugada por el grupo de artistas de que formaba parte la fina danzarina.
Picasso, cuando le vi, llevaba hongo y su cara, un poco cínica y otro poco
apretada en pascalianas fricciones de domador de circo, pulcramente rasurada,
me hizo doler el corazón. ¿Por qué? ¿Por su estriado gesto de saltimbanqui
trágico? ¿Por sus pómulos de héroe, que han tenido que ver de costado el sueño
de sus vastas retinas? Al descubrirse, apareció el ala de cabello, como pegada
a la frente. Se alejó de nosotros la pareja, el pintor y la bailarina, sonriendo,
haciendo cortesía, medianas ambas tallas, acaso pequeñas, ella de azul y adarme
al ristre y él muy de prisa, con su andar de negociante en leña, que olvidó su
cartera en el telégrafo.
Pero Picasso ha sacado de la
nada, como en la creación católica del mundo, los mejores dibujos que artista
alguno haya trazado en el mundo. El valor de ellos, su encanto inmarcesible,
vienen de su simplicidad calofriante. Picasso dibuja con un pulso tan torpe y
tan trémulo de candor, que sus curvas parecen líneas hechas por un absurdo
niño, en perfectos ejercicios escolares. Hasta Picasso no existió la línea
curva. Él quebrantó la recta, por la vez primera. Y en ese quebranto reposa el
gozne funcional y arlequinesco de su estética.
Múltiple, clásico, soviético,
romántico, pagano, “primitivo, moderno,
sencillo y complicado”. Picasso decía allá en sus años de hipos en la
cuerda, en sus match sudorosos de incipiente: “Respetable público, cuando una tela no alcanza para el trazo de un
retrato, hay que pintar las piernas aparte, al lado del cuerpo… He dicho,
señores”.
Quien ha creado obra tan
multánime e imperecedera, está en libertad de vivir, si le place, sentado en la
propia nariz de Minerva, haciéndola chillar en ágoras y mercados. El genio tuvo
siempre cogida por el rabo a la moral.