Pirro, rey de Epiro en Grecia, invadió
Italia en 280 antes de Cristo y derrotó a los romanos en Heraclea. Pero sus
pérdidas fueron tan grandes que tras ganar la batalla exclamó: “Una victoria más como ésta y estoy perdido”.
De allí el término “victoria pírrica”,
que empleamos para denotar un triunfo tan costoso que en verdad constituye una
derrota.
He pensado en el antiguo rey
Pirro para preguntarme si las derrotas
aparentes de los movimientos estudiantiles en 1968 y, ese mismo año, del “socialismo con rostro humano” en
Checoslovaquia, no fueron en realidad fracasos pírricos, es decir, derrotas
aparentes cuyos frutos sólo pudieron apreciarse a largo plazo: derrotas
pírricas, victorias aplazadas.
El ’68, por principio de cuentas, es
uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable
coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperadas y separadas en el
espacio.
Todos conocemos, por ejemplo, las
razones profundas de los movimientos de independencia en las colonias españolas
de América. La formación de elites criollas postergadas por la soberbia de la
corona española. La ciega explotación de las economías coloniales a favor de la
metrópoli. La expulsión de los jesuitas. La influencia de las revoluciones en
Norteamérica y Francia. Todo ello explica las revoluciones hispanoamericanas,
pero no da cuenta de la asombrosa simultaneidad de los movimientos iniciados en
un mismo año, de Buenos Aires a Caracas, y a veces en un mismo mes, de México a
Santiago de Chile, en 1810.
Otra fecha de coincidencias pasmosas
es 1848, cuando las revoluciones nacionalistas europeas se extendieron de París
a Viena y de Milán a Budapest. Marx explicó el ’48 europeo como el momento de
la ruptura entre la burguesía y el proletariado que, unidos, habían llevado a
cabo la Revolución Francesa de 1789. Fin de una ilusión de progreso compartido,
inicio de la lucha de clases moderna pero, a un tiempo, contradicción y
afirmación de las tesis internacionalistas de Marx y de la voluntad nacionalista
de Manzini en Italia, de Kossuth en Hungría, de Lasalle en Alemania.
La coincidencia en los inicios no
aseguró de manera alguna la coincidencia de los resultados. La aparente
victoria de las revoluciones de independencia de Hispanoamérica no condujo a la
libertad ni a la prosperidad esperadas. Entre la anarquía y la tiranía, de
México a la Argentina tardamos largo rato en darle sentido y contenido a la
gesta de 1810. Aún hoy, no terminamos de cumplir las promesas del Congreso de
Apatzingán o del Cabildo Abierto de Buenos Aires. También es cierto, como dijo
Bolívar con irritación, que no se nos podía exigir a los hispanoamericanos
hacer en diez años lo que a los europeos les costó un milenio.
Las revoluciones de 1848 en Europa
acabaron por fortalecer, inmediatamente, a las monarquías, pero abrieron, a la
larga, caminos inéditos para la legislación social, la democracia política y,
desde luego, para la unidad nacional aplazada en Alemania e Italia. En cambio,
la pugna entre nacionalismo e internacionalismo no se resolvió en 1848, ni
durante la guerra de 1914, ni en el seno de los movimientos extremos, el
fascismo germano-italiano y el comunismo soviético-stalinista. El triunfo de
éste, al lado de las democracias occidentales, en 1945, tampoco solventó los
dilemas planteados por 1848, dividiendo al mundo, horizontalmente, entre el
bloque capitalista occidental y el bloque comunista oriental, y verticalmente,
entre naciones desarrolladas y naciones en desarrollo.
El ’68 en París, Praga y México no
es, por todo ello, ajeno a una historia inconclusa. En Francia, la juventud
parisina representó la insatisfacción con el orden conservador, capitalista y
consumidor que había olvidado la promesa humanista de la lucha contra el
fascismo y del pensamiento radical de Sartre en un extremo, de Camus en el otro
y, en el centro de un renacimiento religioso, de Mauriac, Bernanos y Emmanuel
Mounier. Pero en el corazón mismo del Mayo parisino había, a la vez, una fiesta
y una demanda. Marx y Rimbaud, la imaginación al poder, prohibido prohibir,
eran palabras de fiesta, pero también de crítica a la autosatisfacción del
orden establecido y de afirmación radical, es decir, de retorno a las raíces de
la promesa social, cultural y humana de una modernidad pervertida, por no decir
enajenada.
De manera paralela a la crítica
francesa del mundo capitalista, la juventud de los países de la órbita
soviética, primero en Budapest y finalmente en Poznan, encarnaron la crítica al
orden impuesto por el Kremlin. El punto culminante ocurrió en Praga porque el “socialismo con rostro humano” propuesto
por Dubcek era un intento de conciliación entre las razones estratégicas del
imperio soviético y las razones humanas de los ciudadanos capturados dentro del
Pacto de Varsovia.
La burocracia comunista, nos explicó
el gran escritor húngaro Jorge Konrad, no había logrado aplastar a la sociedad
civil. De múltiples maneras, la volvió resistente.
La Primavera de Praga no combatía el
sistema comunista. Lo humanizaba, lo democratizaba y lo socializaba. Todo ello,
capítulo por capítulo y en su conjunto, era anatema para los gobernantes del
Kremlin, empeñados, simultáneamente, en mantener los dogmas del totalitarismo
stalinista y la unidad, bajo la dirección de Moscú, de los países satélites del
Pacto de Varsovia.
El movimiento del ’68 mexicano, en
cambio, no iba dirigido, sino de la manera más implícita, contra la potencia
hegemónica y vecina, los Estados Unidos de América. Demanda democrática, como
la describió Octavio Paz, o demanda revolucionaria, como la describe Joel
Ortega, el movimiento mexicano proviene de una matriz más nacional que
internacional. Representa una ruptura flagrante entre la legitimidad
revolucionaria reclamada como fundamento por todos los gobiernos a partir de
Carranza, y la evidencia contrarrevolucionaria de las prácticas represivas,
antidemocráticas y antipopulares cada vez más acentuadas de los gobiernos
“emanados de la revolución”.
Lázaro Cárdenas salvó la legitimidad
revolucionaria, seriamente dañada por el maximato callista, y les permitió a
los gobiernos subsiguientes, de Avila Camacho a Ruiz Cortines, esgrimirla a
partir de una ecuación de desarrollo con estabilidad. Las cifras económicas
comprobaban lo primero. Las sucesiones políticas sin traumas sudamericanos, lo
segundo. Pero el hecho era que los aplazamientos, los disfraces retóricos y a
veces la brutalidad represiva habían creado un cisma cada vez mayor entre el
efectivo desarrollo social, cultural y económico del país, y formas políticas
vistas cada vez con más recelo por su incapacidad, precisamente, de dar cabida
a la renovada realidad cultural, social y económica del país.
El gobierno de Adolfo López Mateos,
en su enfrentamiento con el sindicalismo independiente y el agrarismo
recalcitrante –Othón Salazar, Demetrio Vallejo, Rubén Jaramillo–, dio muestras
de una incapacidad para negociar la nueva realidad, que se convirtió en santo y
seña del régimen de Gustavo Díaz Ordaz. Divorciado, por cuestión de principio
político –orden y autoritarismo– y de principio psicológico –paranoia frente al
espejo–, del movimiento real de la sociedad y sus reclamos, el gobierno de Díaz
Ordaz fue, simplemente, fiel a sus propias justificaciones: mantener, a
cualquier precio, el sistema imperante.
Como el Mayo parisino, como la
Primavera de Praga, el ’68 mexicano fue, al cabo, derrotado. En Francia, el
Partido Comunista y su central obrera, la CGT, les cerraron las puertas a los
estudiantes y los entregaron, inermes, al poder político del presidente De
Gaulle, hábilmente asistido por su ministro de Educación, Edgar Faure, quien
con malicia maquiavélica les concedió a los estudiantes cursos y facultades
fantasiosos sobre el Tercer Mundo, la negritud y el teatro del absurdo,
mientras aseguraba que las clases dirigentes se siguiesen formando para gobernar,
como siempre, en las escuelas de la elite: la Normal Superior y la Nacional de
Administración.
En Praga, fueron los tanques
soviéticos los que aplastaron la reforma socialista. El régimen pelele de Husák
restableció el orden totalitario, los líderes políticos e intelectuales del
movimiento fueron humillados, encarcelados o exiliados y Checoslovaquia regresó
a la paz de los sepulcros soviéticos.
En México, en fin, la respuesta
brutal de la Plaza de las Tres Culturas desbandó y aplastó el movimiento estudiantil,
asegurando la paz olímpica y la hegemonía priísta.
Pero si éstas fueron las
consecuencias visibles, inmediatas, de esos tres movimientos del ’68, ¿cuáles
fueron, al cabo, sus consecuencias inesperadas y perdurables?
En Francia, un Partido Socialista
renovado surgió del movimiento de Mayo. El Partido Socialista minoritario y
dañado de Guy Mollet, desprestigiado por las aventuras imperialistas en
Indochina y Suez, surgió fortalecido del ’68. La marcha de Charlety, encabezada
por François Mitterrand, fue el inicio de una marcha del Partido Socialista
renovado hacia el poder, poder de renovación que demostró en 1997 Lionel Jospin
al ganar la posición de jefe de gobierno.
En Checoslovaquia, la Primavera de
Praga acabó por ganar la batalla, más allá de sus propios designios originales,
al derrumbarse el imperio soviético y ganar la Presidencia de la República uno
de los líderes de la disidencia del ’68, el escritor Václav Havel.
Y en México, en fin, no es
comprensible la historia del país del ’68 para acá sin la historia del país
antes de y durante el ’68. La liberación de los presos políticos, el regreso de
Heberto Castillo y Demetrio Vallejo a la palestra pública, la derogación del
delito de disolución social, pero también las guerrillas sacrificiales durante
la presidencia de Luis Echeverría no son inteligibles sin el ’68, como no lo
son las reformas políticas que animó Jesús Reyes Heroles durante el gobierno de
José López Portillo y los subsecuentes avances en materia democrática que, pese
a los vaivenes del modelo económico, los infames asesinatos políticos y las
insurrecciones armadas, se han venido consolidando en el país a partir de 1968.
¿Se hubiese renovado el socialismo y
desprestigiado el comunismo en Francia con o sin los eventos del Mayo parisino
del ’68?
¿Se habrían derrumbado el poder
soviético y la satelización de la Europa central con o sin la Primavera de
Praga del ’68?
¿Hubiese transitado México del
sistema autoritario monopartidista a un sistema democrático pluralista sin el
sacrificio terrible del ’68 en Tlatelolco?
Es imposible saberlo. Quizás sin
Mayo en París, sin Primavera en Praga y sin Tlatelolco en México, las nuevas
sendas de la democracia y la crítica social se hubiesen, de todos modos,
abierto paso.
El hecho es que se abrieron paso con
Mayo, la Primavera y Tlatelolco, y que, a partir de ello, nos corresponde hoy
aplicar la sabia recomendación de Paul Ricoeur: “Distingamos los hechos de las palabras, pero reconozcamos que no hay
historia explicable sin la unión del decir y el hacer”. La verdad y la historia, advierte el pensador francés, se
reúnen cuando la palabra reflexiona eficazmente y la acción tiene lugar
reflexivamente.