“Lo que hice o no
hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré, creo que también pasó”,
escribió alguna vez el Viejo, y seguro que al Viejo le corresponde la
mayúscula, el Viejo al que todos llaman Don Antonio. Cuando alguien viene a
visitarlo a su casa de la calle Malaver, en Olivos, Don Antonio agarra la bolsa
de los mandados y va hasta el almacén. Ahora, en la vejez, otra vez contando el
centavo como cuando tenía diecisiete años y recién había bajado del barco. Trabajaba
día y noche entonces. “Un poco más de pan
en mis primeros años y mi todo hubiera sido todo lo que es todo en todos mis
años”, escribió. No es ninguna excepción, en este país y no sólo, un poeta
que termina en la pobreza o tirado en una cama de hospital. Pero el Viejo tiene
aguante: “La pobreza ajena me basta para
sentirme pobre; la mía no me basta”, dice en una de sus anotaciones. A
pesar de todo, se las arregla para volver del almacén con vino, queso, salame y
pan. Así agasaja a sus visitantes. La humildad en que vive, más que pobreza es
austeridad. Es decir, dignidad. Su casa tiene cuadros que forman una
cotizadísima pinacoteca: Pettoruti, Quinquela, Victorica, Castagnino, Soldi,
Butler y Forner. Pero no está dispuesto a venderlos. De todos los libros que
tiene, hay dos que están siempre a mano: La Divina Comedia y Jerusalén
Liberada. Quienes lo visitan son, por lo general, jóvenes. “Saber morir cuesta la vida”, les enseña.
Aunque el Viejo no es de muchas palabras, quienes vienen a verlo sienten que
están consultando un oráculo. A los que aprecia suele regalarles una anotación.
Una de sus “voces”, así las llama. “La
verdad tiene muy pocos amigos y los muy pocos amigos que tiene son suicidas.”
Que no se llame aforismo a estas voces, se enoja. “Hablo pensando que no debería hablar: así hablo.” Se indigna cuando
lo tratan de aforista. Lo suyo es una poesía de visión metafísica. “Habla con su propia palabra sólo la herida.”
Esas voces que escucha, dice, no son una alucinación. Más que autor se piensa
intérprete de esas ideas. El Viejo tiene clara la dialéctica entre el uno y el
todo. Contra las corrientes poéticas de su tiempo, está en otra cosa. Y en otra
parte. Como cuando escribe: “Eramos yo y
el mar. Y el mar estaba solo y solo yo. Uno de los dos faltaba”. Siempre
estuvo en otra parte. Y en otra. Sin entrar en ninguna: “No, no entro. Porque si entro no hay nadie”. Aunque vienen a verlo,
él elige, como lo hizo en toda su vida, permanecer al margen del ambiente
literario. El Viejo escribió: “En plena
luz no somos ni una sombra”. Y tanto más se aleja ahora que su nombre, su
apellido especialmente, se ha convertido en un mito: Porchia.
Hace unas noches Dal Masetto me comentó
que en los ’60, al entrar a una librería, un amigo le señaló: “Ahí va uno de los poetas más grandes de la
Argentina”. El joven Dal Masetto lo miró. El Viejo tenía todo el aspecto de
uno de esos italianos inmigrantes, rudos, curtidos por el trabajo áspero. Podía
ser un maestro mayor de obra. En verdad, lo era. Era maestro y era mayor. También
tenía una obra. La diferencia entre un arquitecto y un maestro mayor de obra
consiste en que el primero puede levantar un edificio y el segundo, no más de
tres pisos. Esa diferencia encubre otra más profunda. Los delirios
constructivos de un arquitecto suelen ser tentaciones de la vanidad. Y
derrumbarse. El segundo construye no más de tres pisos, pero el plantado es
firme. Y difícilmente se vendrá abajo. La obra del Viejo tiene esta virtud: es
una obra medida, enemiga de lo decorativo. “En
mi silencio sólo falta mi voz”, escribe. Y, a medida que pasan los años,
con su aura de escritor secreto, resiste los embates del tiempo y los istmos.
Es sabido: nada atrasa tanto como la vanguardia. La vanguardia es museo. Aunque
esta cuestión al Viejo no le importa: “Hombres
y cosas, suben, bajan, se alejan, se acercan. Todo es una comedia de distancias”.
El Viejo, Antonio Porchia, nacido en
1885 en una aldea de Catanzaro, Calabria, tiene una historia. Y la historia
empieza en un pueblo de Calabria. Su padre era cura cuando se enamoró. Antes de
casarse, colgó la sotana. El Viejo se acuerda que, de chico, en el paese, el
piberío lo cargaba llamándolo “el hijo
del cura”. El padre muere en 1900. “Mi
padre, al irse, le regaló medio siglo a mi niñez”, escribirá más tarde el
hijo. La madre, con siete hijos, cuatro hombres y tres mujeres, emprende el
viaje a la América. Se embarcan en el vapor “Bulgaria”, de flota alemana. Al
llegar a Buenos Aires, Antonio, un tano inmigrante más, un explotado más, yuga
más de catorce horas diarias para mantener la familia. Yuga en un aserradero y
en el puerto. No tarda en conectarse con los anarquistas de la FORA. A pesar de
su juventud, publica sus primeros fragmentos en La Fragua. Durante años vivirá
en La Boca y en Barracas, territorios de lucha proletaria. Más tarde se sentirá
afín al socialismo. Pero en sus “voces” lo político no ocupa un lugar
prominente. En todo caso, su concepción ideológica va más por el lado del
universalismo. Si bien su poesía se labra a partir de una escritura cifrada en
el desgarramiento individual y en un desapego que remite al budismo, su poética
no excluye la inquietud por el otro. Una inquietud solitaria y solidaria.
Cuando joven pudo publicar una primera
edición de Voces. No tenía dónde
dejar los paquetes de libros salidos de la imprenta. Como se juntaba con los
artistas de Impulso, los que más
tarde formarían su colección pictórica, les pidió permiso para dejar los
paquetes en el taller. Después de un tiempo los paquetes fueron un trastorno en
la casona de La Boca. Porchia no tuvo inconveniente en llevárselos: los donó a
la Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares.
En los ’40, Porchia acerca unos
manuscritos de sus “voces” a la redacción de Sur. Pasa el tiempo y no tiene
respuesta. Cuando va a la editorial y pregunta, le responden con evasivas. Sin
decir nada, Porchia retira sus “voces”. Tiempo más tarde Roger Callois,
colaborador de Sur, al revisar los libros que llegan a la editorial buscando
una reseña, “entre la cantidad enorme que
nos venía y mirábamos superficialmente, de súbito, veo un libro muy humilde, y
no sé qué fuerza hace que me detenga y comience a examinarlo. No lo quería
creer, y no pude detenerme hasta terminar de leerlo. Traté de averiguar quién
era el autor. Nadie lo conocía. Cuando por fin lo encontré, le dije: ‘Por esas
líneas cambiaría todo lo que he escrito’”. Callois traduce a Porchia en
París. Pronto reparan en su obra André Breton y Henry Miller. Como el
espaldarazo viene de Europa, Porchia se convierte en Buenos Aires, la gran
aldea, en uno de esos fenómenos excéntricos de radiación snob en la parroquia
literaria. “Eres cuanto te necesitan, no
cuanto eres”, escribe. A Porchia no lo cambia este reconocimiento
inesperado: “Estoy tan poco en mí, que lo
que hacen de mí, casi no me interesa”. Con sus destellos primitivos y
bárbaros, su obra traspasa la circunstancialidad de la moda y comienza a
circular de un modo más coherente con su poética respetuosa del silencio. “Toda cosa existe por el vacío que la rodea”,
registra.
Las Voces de Porchia se fueron abriendo
camino y encontrando un público luego inabarcable. Muchas veces, cuando se
agotaban sus ediciones, circulaban en fotocopias. Su destino fue el de una
escritura secreta, secreta en tanto perdió lugar en la inmediatez de tics y
afectaciones de lo novedoso en los suplementos literarios pero,
paradójicamente, su alcance fue adquiriendo una popularidad a menudo
despreciada por las elites intelectuales. Roberto Juarroz, un asiduo de
Porchia, a quien agradece su influencia, recordaba: “En una de esas épocas oscuras que cada tanto vive nuestro país, dos
mujeres en la cárcel están amenazadas de muerte. Llega por entonces la noche de
Navidad. Una le escribe una carta de aliento a la otra, que está en una celda
de aislamiento. Y encabeza el mensaje con una voz de Porchia: ‘El amor no es
todo dolor, no es todo amor’”.
Las voces de Porchia fueron ganando
cada vez más lectores. Un programa de radio, en la madrugada, cerraba con una
grabación suya leyendo las “voces”. Más tarde César Isella compuso un disco con
ellas. Cuando Porchia conquistaba un lector, éste se volvía incondicional. El
fenómeno, silencioso, se sigue reproduciendo. Sus “voces” suelen aparecer en
los espacios más insólitos. En blogs de poesía, en sites de autoayuda y, con
alguna modificación, en refraneros. “Porque
esto no es mío. Es de todos”, dice una de sus “voces”.
Lo que en la actualidad puede sonar
afectado en sus “voces” es cierta apelación recurrente a “la rosa” como
símbolo, la resonancia fuerte del “tú” y la preocupación por “el hombre”, un
tanto abstracta, a menos que se tenga en cuenta la época, las guerras, los
exterminios, el riesgo nuclear. Debe tenerse en cuenta el escritor y su
contexto: Porchia es un italiano que escribe en español (no en argentino) en un
tiempo donde la literatura argentina aún no despegó del “tú” y la “profundidad”
parece patrimonio de Mallea y Sabato. Sus “voces” pueden sonar a veces
“traducidas”. Hay que tener en cuenta que Porchia escribe en un lenguaje de
traducción. No obstante, como sus textos ahondan en ideas filosóficas, la
potencia del pensamiento relega a segundo plano estos escollos lingüísticos. Y
entonces, si se admite esta convención, parece que uno está leyendo los
rescates fragmentarios de Heráclito. A la vez, otra cuestión: habría que incluir
a Porchia en la corriente de escritores italianos que se incorporaron a nuestra
literatura: un arco que comprende desde Atilio Dabini y Siria Poletti hasta, en
la actualidad, Roberto Raschella y el citado Antonio Dal Masetto. Se trata de
escrituras que provienen de toda una tradición literaria. Pavese, Pratolini,
Moravia, en lo narrativo. Montale, Quasimodo y Ungaretti, en lo poético.
Escrituras que se filtran en la literatura argentina con peso propio,
inaugurando una poética identitaria que se recorta.
Pero, aun cuando por su aspecto formal
epigramático pueda ser clasificado como aforista (Porchia bramaría al leer
esto), sus “voces”, en superficie aparentemente vecinas de la greguería
firuleteada de Gómez de la Serna, anticipadoras de la ocurrencia facilonga de
un Naroski, o devenidas parodia de un Fontanarrosa, las “voces” de Porchia
tienen una solidez que aguanta toda cachada y banalización. Su trabajo con el
lenguaje tiene el pulido de un artesano. Alicia Dujovne Ortiz recuerda en una
entrevista al poeta que “era maniático de
las comas, porque una coma resultaba fundamental para marcar los matices de su
pensamiento. Solamente lo he visto furioso por eso: por una coma equivocada en
la imprenta”.
A Porchia se lo ha comparado con
Lichtemberg, Pascal, La Rochefoucauld, Blake, Nietzsche y Kafka, entre tantos
otros. Borges, con su incontinencia prologuística, no pudo perderse a Porchia:
“Los aforismos de Porchia van mucho más
allá del texto escrito: no son un final sino un comienzo. No buscan producir un
efecto. Podemos sospechar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que
trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente
del singular misterio de cada instante”.
Hay un poema de Brecht que puede
aplicarse a Porchia: “Leyenda sobre el
origen del libro Tao Te King dictado por Lao Tsé en el camino de la emigración”.
A los setenta años, ya achacoso/ sintió el maestro una gran ansia de paz. /
Moría la bondad en el país/ y se iba haciendo fuerte la maldad. Una vez a
Porchia le entran chorros en la casa. “No tengo dinero, muchachos”, les dice el
Viejo. “Pero pueden llevarse todos los
libros y cuadros que quieran.” Uno de los chorros se detiene en la
dedicatoria de una pintura: “Al filósofo”.
Los chorros se ponen a conversar con Porchia y llegan a una conclusión: “No podemos robar a un filósofo”. Uno le
pregunta si le gustan los higos. Y a la semana el chorro llama a su puerta: le
trae un plato con higos. Juarroz recuerda que esta experiencia no amedrentó a
Don Antonio. Y siguió dejando abierta su puerta.
Alejandra Pizarnik, que también supo
visitarlo, al igual que Juarroz, lo consideraba también su maestro: “Asiento a cada una de sus ‘voces’ con toda
mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más
profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a
medianoche, me sentí acompañada o mejor dicho amparada. Y también asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado
la razón en la única cosa que yo rogaba tenerla”. En tanto, Juarroz
reflexionó: “Cada vez que vuelvo a la
obra de Porchia, veo aparecer con toda su fuerza la vieja palabra que ya casi
no se usa: sabiduría. Sabiduría puesta además en un lenguaje muy peculiar, que
no les tiene miedo a las aparentes reiteraciones: porque Porchia creía que no
existen los sinónimos y que cada palabra es diferente según la postura que
ocupa en su estructura sintáctica: ‘Y si el hombre es un hacer con él y no un
hacerse él, quién sabe quién hace con él, y quien con él, quién sabe qué hace
con él’. Por eso a veces los gramáticos, los críticos, los formalistas, se
sienten molestos ante una escritura como ésta: en cierta manera pone en crisis
sus fórmulas, sus preceptos”.
La escritura de Porchia frena todo
apuro. Cada uno de sus textos propone un alto. Como una vida, no puede vivirse
toda de golpe. Y esto induce a pensar que sus “voces”, unas tras otras,
pausadas, como si se tratara de un ladrillo sobre otro, edifican una
autobiografía en clave. Murió en la pobreza en 1968. Antes había escrito: “Cuando yo muera, no me veré morir, por
primera vez”.