miércoles, 30 de octubre de 2024

PABLO NERUDA por MARIO TREJO

 


Dice Chirs Marker que no hay nada más lindo que París, salvo el recuerdo de París. No hay nada más conmovedor en alguien que muere sino el recuerdo que deja en quienes lo conocieron. He leído algo de lo que artistas y escritores argentinos han escrito a propósito de la muerte de Pablo Neruda. Y es conmovedor sentir como todos ellos han escapado a esa trampa solemne que es la lírica necrológica, la de los adjetivos que se agitan como elefantes en jugueterías. Ante esta tragedia general que vive el Cono Sur, están demás los ademanes retóricos. Presumo que esta simplicidad es un agradecimiento. Todos, sobre todo los poemas, hablamos Neruda sin saberlo –como Monsieur Jourdain hablaba prosa- o sabiendo que la lengua ha cambiado desde que él la usó. Es más que el uso de una lengua –que a veces pudo descender en sus epígonos a un destartalado uso de gerundios. Es algo que tiene que ver; justamente, con un punto de vista: Neruda nos dijo para siempre que el mejor mirador del mundo que tienen los poetas se llama América Latina, a caballo entre el Viejo y el Nuevo Mundo, caballistas de una geografía que ya se llama historia.

Hoy más que nunca una muerte como ésta se ensancha hasta el símbolo. Neruda vio nacer sus sueños, los ayudó a crecer,  los habitó, se negó a sobrevivirlos. Estoy seguro. Cierto lenguaje técnico dirá que bajó sus defensas.

Obediente, mi aprendizaje respetó la cronología de su obra. Primero fueron los marineros que besan y se van, de Crepusculario; luego los Veinte poemas de amor y una canción desesperada en la edición pirata de Tor que preludiaba un poema inolvidable del argentino Lisardo Zía; finalmente, cuando asomaban mis quince años, la conmoción de Residencia en la Tierra: la confusión, el combate verbal, la victoria de saber que las cosas, las palabras, ya no serían como antes. Era la culminación de ese Neruda que en el Poema 20,  al decir Puedo escribir los versos más tristes esta noche, acataba los límites entre las palabras y las cosas, abismo angosto y profundo que los verdaderos poetas jamás fingen saltar. A Residencia en la Tierra se puede apostar lo que Valéry jugó a mano de Mallarmé: “Cada uno de sus poemas es una antología de sus mejores versos”. Y Neruda ganó con ese libro todos los derechos de la poesía. Todo le estaba permitido como a Manolete, como a Picasso, Chaplin y Los Beatles. La envidia que mira con un solo ojo, lo vio apenas como divo. Error. Un divo es un hombre público que lo es sólo de nombre. Neruda lo fue de hecho, con todos los riesgos, todos los conflictos y contradicciones, todas las glorias y las soledades.

Lo conocí en Buenos Aires. Con María Elena Walsh éramos dos adolescentes que esperábamos su despertar en un departamento de la Galería Guemes. Delia del Carril, la Hormiga, que nos calmaba la ansiedad, y por fin el monstruo sagrado y semidormido que nos firma libros y nos llama ahijados, sin declamación paternalista, con esa simplicidad divertida que su voz aguda acentuaba.

Luego vienen vagos recuerdos de una lectura del Macchu Pichu en casa de María Rosa Oliver, y de su perfil una mañana de verano en la terraza del Café Flore de París.

Mi despedida de Neruda ocurrió el año pasado en Isla Negra. Todavía era embajador en París y estaba a punto de regresar a Chile para esperar su muerte. Con Allastair Reid, magnífico poeta inglés –traductor de algunos de sus últimos libros- y su hijo Jasper pasamos unos días en su refugio de madera y piedra. Entre el fuego de la chimenea y un mar con luna se paseaban como perros sin dueño sus objetos queridos: mascarones de proa, poemas manuscritos, caracolas, libros dedicados, fotografías del mundo, botellas y botellones que bailaban alrededor de una diminuta y centenaria locomotora.

Nos fuimos antes de lo previsto. Una mañana, con un pretexto cualquiera,  entraron amigos de Neruda. Una niña de quince años, callada y como ausente se llevó uno de los tesoros. Un incidente sin importancia: era cleptómana. Pero Allastair y yo supimos que algo se iba a pique ya en esa casa. El fantasma del buque de carga reclamaba su territorio de soledad.