miércoles, 17 de octubre de 2018
Prólogo “Las fiebres de la memoria” de Gioconda Belli
¿Qué cara pondría mi padre cuando le dijera la verdad? A los dieciocho años era un muchacho atlético- del equipo de básquetbol <<Los Grifos>>- de ojos menudos, con un bigotito fino y una sonrisa ancha y pícara. Lo imagino sentado con Doña Carlota- que él creía que era su madre biológica- en las sillas mecedoras de mimbre del corredor donde ésta solía ponerse a tejer. Ella era una mujer morena, de rostro afilado y ojos grandes, su pelo entrecano siempre recogido en un moño bajo, sus manos largas sin otro adorno que el anillo de su matrimonio con Antonio Belli, el italiano que la dejó viuda joven. ¿Qué palabras escogería Carlota para revelarle al nieto que ella era solo su abuela y que otra mujer llamada Graciela era su verdadera madre? ¿Cómo le explicaría que uno de sus hijos, Pedro, que él pensaba su hermano, era en realidad su padre? Habría preferido que el secreto permaneciera guardado en esa casa de anchos corredores de la calle del Triunfo de Managua, donde vivía con su hija Elena, Gonzalo, el marido de ésta, abogado de profesión y los hijos de ambos. Pero, llegadas a viejas, las cómplices vecinas perdieron la discreción y una de ellas comentó lo que sabía con el joven sobrino amigo de mi padre. El resto es predecible: de regreso de una práctica de básquet en el parque San Sebastián, un parque que ya no existe como no existen ya ninguna de esas casas solariegas destruidas de un latigazo por el terremoto de Managua en 1972, mi papá supo por el amigo que la realidad de su origen no era lo que parecía.
Estoica y mujer fuerte que era, Doña Carlota no tuvo más remedio que confesarle la verdad. Le explicó el amorío de Pedro y Graciela, una muchacha de <<buena familia>> de Matagalpa. Para evitar el escándalo de su embarazo, unas tías la ocultaron hasta que el niño nació. Después llamaron al joven padre y decidieron asumir la responsabilidad evandiéndola como era usual en esos tiempos. El niño fue inscrito como hijo de sus abuelos: Antonio y Carlota. A la abuela le tocó hacer el papel de madre.
Cuando conocí toda esta historia, admiré a mi papá, que fue tan buen hijo de su padre, a pesar de lo extraño que tiene que haber sido para él aceptarlo tardíamente como tal en el escalafón de los afectos. Pero en aquel momento, las familias eran reinos sin rebeliones. Las disposiciones de los mayores eran la ley, y esa ley se cumplía a cabalidad.
Las circunstancias del nacimiento de mi padre dieron lugar a que en mi infancia existiera una confusión de abuelas. Mientras lo normal era tener una pareja de abuelos paternos y otra pareja de abuelos maternos, yo tenía tres abuelas paternas: Carlota, la única a quien papá llamaba <<mamá>>; Mercedes Alfaro, la esposa legítima de don Pedro Belli; y la misteriosa abuela Graciela de Matagalpa.
A ésta la veíamos muy de vez en cuando. Ir a Matagalpa, pequeña ciudad perdida en la bruma y entre montañas al norte del país, significaba un viaje largo, pero a mis hermanos y a mí nos ilusionaba. Al contrario de la familia de Managua, más bien estirada y parca en sus afectos, Graciela Zapata Choiseul de Praslin era una mujer encantadora y cariñosa. Hermosa, alta y vivaz, nos recibía con suculentos almuerzos de las típicas delicias nicaragüenses que no se acostumbraban en nuestras casas. En la ciudad, ella era un personaje; querida y respetada. Se había casado con un ex militar y ambos eran dueños y administraban el hotel más grande y prestigioso de esa pequeña urbe. Matagalpa estaba llena de historias de familias alemanas, danesas, italianas, inglesas y francesas, que en el siglo XIX se habían asentado en la región, gracias a que el gobierno les había cedido tierras para trabajar. En esa zona floreció el cultivo del café. Se amasaron fortunas, extranjeros se casaron con muchachas de familias prominentes y allí surgieron las leyendas que hablaban del pasado de aquellos inmigrantes rubios, ojos azules, altos, blancos, peculiares que, llegados de Europa, se reinventaron en la pequeña y emergente Nicaragua.
Jorge Choiseul de Praslin era el abuelo de mi abuela Graciela. Con su historia, con su memoria, los relatos de familia y los documentos de la época, he construido esta novela.
Gioconda Belli
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