jueves, 13 de diciembre de 2018

35 AÑOS DE DEMOCRACIA

  


                                                                                                              Por Atilio Borón

  Este 10 de diciembre se conmemora el Día de los Derechos Humanos, que coincide con el 70º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. En la Argentina ese día tiene además otro significado porque recuerda cuando, en 1983, Raúl Alfonsín asumió la primera magistratura del país dando inicio al proceso de recuperación democrática. A 35 años de distancia el balance de este largo período no permite incurrir en ningún tipo de autocomplacencia. Veamos.

  Para comenzar, la estabilidad institucional nunca estuvo garantizada y lo que muchos suponían que sería una transición más o menos breve que culminaría en una democracia plenamente consolidada pecaron de ilusos. Subestimaron, cuando no negaron por completo, el papel reaccionario de las clases dominantes (que en ninguna parte son partidarias de la democracia) y del imperialismo norteamericano, que comparte esa visión y esos intereses de las plutocracias autóctonas. Es por eso que después de tanto tiempo
transcurrido aún seguimos laboriosamente transitando el camino hacia una democracia plena y digna de ese nombre. 

  Veamos: Alfonsín tuvo que hacer entrega del mando presidencial cinco meses antes de lo previsto, el 8 de Julio de 1989, en medio de una caótica situación económica y un estallido social de proporciones. En diciembre del 2001 la implosión del modelo neoliberal, implantado por el menemismo y potenciado por la Alianza, provocó una gravísima crisis institucional –además de económica y social– y entre el 21 de diciembre del 2001 y el 1º de enero del 2002 se sucedieron en la primera magistratura cinco presidentes: el renunciante Fernando de la Rúa, seguido por Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Caamaño y, finalmente, Eduardo Duhalde, quien restablecería un precario orden económico e institucional cuyos dos signos más evidentes fueron el saqueo de los bancos a sus ahorristas en pesos-dólares y un enorme aumento de la desocupación acompañada por un desplome de los ingresos de los asalariados. La situación comenzó a normalizarse hacia comienzos del 2003, y se alcanza una significativa estabilización con la llegada a la Casa Rosada de Néstor Kirchner en mayo de ese año. 

  En ese punto comenzó un “ciclo progresista” que duraría hasta el 9 de diciembre del 2015, luego de lo cual un gobierno de derecha embarcó al país en un proyecto de reestructuración neoliberal que se asemeja demasiado a un escarmiento, o a una venganza por los “desvaríos populistas” del kirchnerismo, según dicen sus ideólogos y publicistas. En poco tiempo el gobierno de Cambiemos produjo una hecatombe económica y social pocas veces vista en la historia argentina: acelerado endeudamiento externo para financiar la fuga de capitales de los amigos del régimen, tasas de interés por encima del 60 por ciento anual, recesión económica, bancarrota de pequeñas y medianas empresas, inflación descontrolada, fenomenal aumento en las tarifas de los servicios públicos y las naftas, desvalorización del peso, aumento del desempleo, caída del salario real y de la remuneración de jubilados y pensionados, desinversión educativa y en el terreno de la ciencia y la tecnología todo ello acompañado por exenciones tributarias para las grandes empresas y los sectores más ricos de la sociedad argentina y un absoluto sometimiento neocolonial a los dictados del FMI y la “comunidad financiera internacional”, eufemismo para no hablar de paraísos fiscales, evasores seriales, contratistas corruptos y otros sujetos del mismo tipo. Técnicamente hablando hoy la democracia argentina está cogobernada por una coalición que tiene un socio principal, el FMI, y un mayordomo local, Cambiemos, que simplemente obedece las órdenes que emite la señora Christine Lagarde, directora gerente de aquella institución. Aparte de ello, el gobierno de nuestra democracia ha arrasado algunos de los principios fundamentales del Estado de Derecho (entre ellos, la presunción de inocencia o el encarcelamiento sin juicio previo o con muchos procesos judiciales insanablemente viciados de nulidad) y exhibe un manifiesto contubernio con la Justicia Federal que utiliza a mansalva el “lawfare”, es decir, el sicariato judicial, para maniatar a las figuras que causan molestia en la Casa Rosada. Un gobierno supuestamente democrático que destruyó la televisión y la radio públicas y que desató una verdadera cacería de brujas en los medios de comunicación, cuya asfixiante uniformidad de perspectivas y contenidos editoriales –con escasas y débiles excepciones– es absolutamente incompatible con un régimen pretendidamente democrático. El “pensamiento único” impera en la Argentina de Mauricio Macri, con la complicidad de quienes se autoproclaman como custodios de la república y las libertades democráticas y que procuran no ver lo que es evidente hasta para un ciego.

  El pobre desempeño de la democracia Argentina queda también evidenciado, en el terreno duro de la economía, cuando se constata que la proporción de personas por debajo de la línea de la pobreza es en la actualidad mayor que la que existía en 1983, y que lo mismo ha ocurrido con la brecha de ingresos entre el decil superior y el decil inferior de la distribución del ingreso. Es decir, contrariamente a lo que creía y pregonaba de buena fe Raúl Alfonsín que “con la democracia se come, se cura, se educa” la experiencia histórica demuestra que no ha sido ese el caso. Tamaña frustración del proyecto democrático lejos de ser un rasgo idiosincrático de la Argentina se reproduce, en mayor o menor medida, en muchas otras democracias. Es por ello que no sólo autores inscriptos en la tradición socialista sino mismo quienes provienen de algunas corrientes del pensamiento liberal democrático –como Sheldon Wolin, Jeffrey Sachs, Colin Crouch o Peter Dale Scott, para ni hablar de gentes como Noam Chomsky, James Petras o Michael Parenti– han planteado la necesidad de abandonar ese término: democracia, para definir los sistemas políticos de varios países del capitalismo avanzado, comenzando por Estados Unidos, y utilizar en su reemplazo la palabra “plutocracia”, es decir, gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos (o de los mercados, por los mercados y para los mercados) como una forma de describir precisamente la naturaleza de aquellos regímenes. Como lo hemos demostrado en nuestro Aristóteles en Macondo, ya el gran pensador griego había definido a la democracia como el gobierno de los más en beneficio de los pobres. Y si algo debe hacer un gobierno democrático es trabajar incansablemente para reducir la desigualdad económica y social y propender al bienestar de las grandes mayorías. La evidencia muestra que en países como Estados Unidos, buena parte de los europeos –¿no protestan acaso contra el vaciamiento de la democracia los “chalecos amarillos” de Francia y, antes, el 15 M en España?– y la casi totalidad de los de América Latina las desigualdades se acrecentaron y dieron nacimiento a sociedades más injustas y opresivas que las que les precedieron. Por eso, a 35 años de iniciada la “transición democrática” en la Argentina es preciso reconocer que, en términos sustantivos, de justicia distributiva, lejos de construir una buena sociedad se produjo exactamente lo contrario. No hay motivos para la autocomplacencia ante lo que con mucha benevolencia hoy podría caracterizarse como una democracia de muy baja intensidad, o una “democradura” (volátil mixtura de algunos rasgos superficiales de la democracia con otros de raíz profundamente dictatorial), donde incluso el proceso electoral mismo está viciado por las nefastas influencias de los mercados y del descontrol de los medios. No está demás recordar aquí una frase de Fernando H. Cardoso –el de sus mejores tiempos, claro–, cuando en los inicios de las transiciones democráticas latinoamericanas escribiera que “sin reformas efectivas del sistema productivo y de las formas de distribución y de apropiación de riquezas no habrá Constitución ni Estado de Derecho capaces de eliminar el olor de farsa de la política democrática”. 

  Y ese olor no ha hecho sino tornarse más nauseabundo con el paso del tiempo. El avance de la ultraderecha en Estados Unidos, Europa y algunos países de América latina así lo demuestra. Por eso, que la conmemoración de estos 35 años sin golpes militares no nos haga perder de vista el carácter letal del “golpismo permanente” de los mercados y los medios de comunicación que han conspirado sin cesar para impedir la construcción de un orden genuinamente democrático.

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