jueves, 7 de febrero de 2019

AMBROSIO FORNET: EL DERECHO A SEGUIR SIENDO EL MISMO

                                                                                                   
     
                                                                                                              Por Sergio Marelli

  Entre las muchas felicidades que me regaló mi reciente viaje a Cuba no fue la menor la de haber reencontrado a Ambrosio Fornet –uno de los más brillantes intelectuales de la Isla-, y compartir una tarde bellamente conversada. Cada charla con él –y con Silvia, su maravillosa compañera, encargada del archivo de Casa de las Américas, que es como decir la memoria viva de la literatura latinoamericana-, no hace más que renovar mi admiración y mi  cariño.  “Allí salía a fumar Rodolfo Walsh” ,dice, señalando el balcón de su departamento, y rememora los encuentros con Walsh y Lilia Ferreira, las bromas, la literatura, la política. La timidez de Haroldo Conti, que descubrió cuando compartieron el jurado del Premio Literario de Casa de las Américas, y que no impidió el nacimiento del afecto. Su amistad con Alejo Carpentier, Roberto Fernández Retamar o Mario Benedetti.

  Alguien que sigue recibiendo cada nuevo libro publicado por Mario Vargas Llosa –de quien fue compañero de estudios, en la década del 50, en la Universidad de Madrid-, con largas dedicatorias que semejan cartas nacidas desde la admiración y el cariño. “Cuando lo conocí era un hombre que estaba claramente a mi izquierda”, dice rememorando el interés que tenía el peruano en conocer cada uno de los avances de la guerrilla cubana cuando aún faltaba mucho para el triunfo de la revolución. Cuenta Leonardo Padura que la primera vez que vio a Mario Vargas Llosa, en el Aeropuerto de Barajas, le soltó de corrido: “ Maestro, yo me llamo Leonardo Padura, soy un escritor cubano, tenemos un amigo común que es Ambrosio Fornet y lo que en realidad quería decirle es que cada vez que voy a empezar a escribir una novela me releo Conversación en La Catedral”.  En un primer momento, Vargas Llosa lo miró con cara de “otro más”,” hasta que mencioné a Pocho Fornet y ahí su expresión cambió por completo”.


  Además de su paso por la Universidad Central de Madrid, estudió literatura norteamericana en New York University, y llevó adelante en Cuba una tarea de producción y divulgación cultural propia de quien hizo suyos múltiples y variados desafíos. “En los últimos cuarenta años he desempeñado varios oficios sucesiva o simultáneamente. He sido periodista, crítico literario, investigador y hasta guionista de cine. Pero el día en que deba llamar a la última puerta y San Pedro me pregunte qué soy yo –como en el cuento- responderé sin vacilar: editor. Editor de libros”, dijo cuando le otorgaron el Premio Nacional de Edición 2000 –nueve años después se alzaría con el Premio Nacional de Literatura-.  Ese curriculum acortado por  la humildad, no incluye su tarea docente en el Instituto Superior de Arte ni su condición de académico desde 1997. Tampoco su faceta de cuentista – demostrada en “A un paso del diluvio”, publicado en Barcelona en 1958-, o su estudio en profundidad de la cuentística cubana  en una obra que publicó en 1967 bajo el título “En blanco y negro”.

 Como editor estuvo vinculado, durante veinte años, al Ministerio de Educación, la Editorial Nacional y el Instituto Cubano del Libro, poniendo al alcance del pueblo cubano a los grandes nombres de la literatura universal, incluyendo a aquellos escritores como Kafka, Joyce, Proust o Solzhenitzin, mirados con desconfianza en los países de la órbita soviética –lo que de paso, permite demostrar los márgenes de autonomía que la revolución cubana se dio siempre a sí misma-. No solo ejerció una muy prolífica tarea de editor, sino que se abocó al estudio del movimiento editorial cubano, la imprenta y su base económica, los problemas de producción, circulación y recepción del libro en la sociedad colonial y los círculos de emigrados, todo lo cual desarrollo en “El libro en Cuba; siglos XVIII y XIX”.

  Luego de hecho este rápido recorrido biográfico, quiero hacer hincapié en lo que me parece confiere a Ambrosio Fornet su enorme valía como intelectual. Es un enemigo confeso de los inmóviles rituales de la burocracia y de las consignas vacías.  En su ensayo sobre “La muerte de un burócrata” –la muy recomendable película de Tomás Gutierrez Alea-, admite la necesidad de la burocracia en aquellas organizaciones sociales que desbordan el estrecho marco de la tribu; pero si la burocracia regimenta no sólo los actos administrativos sino la creación, el resultado no puede ser otro que la asfixia de la vida cultural, porque entonces la racionalidad instrumental se convierte en instrumento de la irracionalidad.

  Ambrosio Fornet no administra dictámenes sino que inocula dudas. “Es necesario dudar”, dice. “Dudar de todo –diría yo, cartesianamente–, menos de la justicia de nuestra causa. Y por tanto es necesario estar abiertos a la crítica, para poder exigir el derecho a criticar.” La crítica dentro de la revolución no sólo no es contrarrevolucionaria, sino que es la prueba concreta de que la revolución sigue viva. Una revolución que no lo es también en el plano de las ideas, no termina de serlo. Si la revolución cubana ha demostrado tener despiertos todos sus signos de vitalidad, es porque ha sido capaz de superar encerronas como la que marcó los primeros años de la década del 70, que Fornet describió con el sintagma “quinquenio gris”, descriptivo de un período en el que los dogmáticos cobraron poder en el ámbito cultural  y, caídos en la trampa de su aberración quisieron que el intelectual fuera solo un soldado alistado en un ejército de propaganda , sacrificando la variedad ilimitada de colores a los ocres y grises de un pensamiento inmovilizado. “Inventé la etiqueta por razones metodológicas, tratando de aislar y describir ese período por lo que me parecía su rasgo dominante y por el contraste que ofrecía con la etapa anterior, caracterizada por su colorido y su dinámica interna.” El realismo socialista llevado al terreno de las ideas, con sus uniformes ideológicos cuidadosamente abotonados, tendía a aplanar las diferencias porque veía una amenaza en lo diverso. “De modo que cuando empezó a asomar la oreja peluda de la homofobia y luego, enmascarada, la del realismo socialista, nos sentimos bastante confundidos. ¿Qué tenía que ver un fenómeno tan profundo, que realmente había cambiado la vida de millones de personas, que había alfabetizado a los analfabetos y alimentado a los hambrientos, que no dejaba a un solo niño sin escuela, que prometía barrer con la discriminación racial y el machismo, que ponía en las librerías, al precio de cincuenta centavos o un peso, toda la literatura universal, desde Homero hasta Rulfo, desde Dafnis y Cloe hasta Mi tío el empleado..., qué tenía que ver un hecho de esas dimensiones con mis preferencias sexuales o con la peregrina imagen de un artista virtuoso y viril, siempre dispuesto a cantar las glorias patrias? Nosotros—los jóvenes que nos creíamos herederos y representantes de la vanguardia en el terreno artístico y literario-- no podíamos comulgar con esa visión…, serio problema, puesto que en los círculos dogmáticos venía cobrando fuerza la idea de que las discrepancias estéticas ocultaban discrepancias políticas.” “Cuándo se ha visto el relámpago, ¿quién será el necio que pretenda impedir que caiga el rayo?”, se preguntaba Herman Melville. Del mismo modo, la homofobia como política institucional y la literatura con el chaleco de fuerza de la pedagogía, inevitablemente iba traer la consecuencia que aparejó, porque no podía ser aceptada mansamente ni por los creadores ni por un pueblo a quien la propia revolución le había ayudado a desplegar un horizonte cultural inédito en su historia. Por eso, recuerda Ambrosio, “quizás nunca se haya escuchado en nuestro medio un suspiro de alivio tan unánime como el que se produjo ante las pantallas de los televisores la tarde del 30 de noviembre de 1976 cuando, durante la sesión de clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, se anunció que iba a crearse un Ministerio de Cultura y que el ministro sería Armando Hart. Creo que Hart ni siquiera esperó a tomar posesión del cargo para empezar a reunirse con la gente. Viejos y jóvenes. Militantes y no militantes. No preguntó si a uno le gustaban los Matamoros o los Beatles, si apreciaba más la pintura realista que la abstracta, si prefería la fresa al chocolate o viceversa; preguntó si uno estaba dispuesto a trabajar.” Fue entonces que los mejores intelectuales cubanos respondieron a las preguntas de Fidel a los intelectuales:  ¿Cómo van a participar en este proceso? ¿Qué tienen ustedes que aportar a este proceso?, participando desde dentro de la revolución y aportando las críticas que consideraron necesarias, no para echar abajo el proyecto en marcha, sino para construir mejor. Un pensamiento inmovilizado es agua corrompida en un estanque. Si el arte comienza donde termina la imitación, el pensamiento crítico comienza donde finaliza la repetición mecánica del dogma.  Esa honestidad es lo que da dignidad al oficio de intelectual.  Se trata de la necesidad de que la revolución cree un clima de confianza con las ideas que la ayude a proponerse nuevos desafíos,  agudice la conciencia de sus procesos, de respuestas a preguntas que aún no se han hecho y haga perder equilibrio a las respuestas con nuevas preguntas. Para el intelectual crítico la única opción legítima en una sociedad empeñada en el gigantesco esfuerzo colectivo de construir el socialismo es contribuir humildemente a que la revolución se vuelva autorreflexiva. Tarea que no acaba nunca, porque una revolución, como toda obra humana, es siempre un proceso inconcluso.

  Los años del quinquenio gris han quedado atrás,  son restos de un naufragio que el tiempo ya enfrió. Pero hay quien se acerca a aquel pasado para reflotar el tristemente célebre caso Padilla y la marginación a los homosexuales, como si el hoy de Cuba contuviera ese ayer definitivamente superado. “A ese tipo de curiosos llamo filósofos del tiempo detenido o egiptólogos de la revolución cubana”,  señala Ambrosio.

  Sin duda, la exacerbación de los reflejos defensivos de la revolución cubana no es fruto de una paranoia sino de un acoso materializado en un bloqueo criminal que lleva seis décadas de antigüedad, y que reactualiza la lucha de David contra Goliat –un Goliat que está apenas a 90 millas-. En esa situación de permanente asedio y amenaza, pontificar desde fuera, como pájaros de hinchado plumaje, sobre cuáles son los criterios a los que un intelectual debe ceñirse para seguir siendo revolucionario, no sólo es hueco sino injusto, revela no sólo estupidez sino también mala fe. Si aquí estoy ponderando la actitud de Ambrosio Fornet, es porque él, supo situarse desde dentro de la propia revolución cubana para criticarla cuando lo creyó necesario mostrando su compromiso de vida con ella.  Sus críticas nunca fueron para alejarse, sino para sentirse más cerca de la revolución. Por eso nunca se extravió en los laberintos del desencanto, ni se sumó al desfile triunfal de los arrepentidos.



  Su trabajo tiene valor no sólo hacia el pasado sino, sobre todo, respecto al futuro. Porque pasa el agua, el río no. El alcance de sus reflexiones estriba no sólo en su potencial para leer con más claridad lo ocurrido, sino para complejizar la lectura de nuestro presente. Digo “nuestro”, porque sus aportes conceptuales, su contribución teórica, tienen inmenso valor para enriquecer la mirada de los latinoamericanos en general, en temas tan urgidos de debate como la resignificación que debe darse a la palabra “democracia”:

  “Democracias políticas, de economía capitalista, existen en toda Latinoamérica, tanto en los países más pequeños (República Dominicana o El Salvador), como en los más grandes (México o Brasil). Una democracia social, de economía socialista, solo existe en Cuba. ¿Cuál de los dos regímenes es superior? Si la democracia es el gobierno del pueblo y para el pueblo —el sistema que procura el bienestar de los más y estimula su participación crítica en los asuntos públicos— no se entiende cómo pueda llamarse democrático un país donde grandes sectores de la población, abandonados a su suerte, vivan acosados por el hambre, las enfermedades, el desempleo, la malnutrición y el analfabetismo. Eso nos lleva a concluir que sin justicia social no puede haber verdadera democracia, lo que no significa que nos dejemos arrastrar, autocomplacientes, por el razonamiento inverso, según el cual bastaría lograr la primera para garantizar la segunda. La experiencia de Cuba, siempre amenazada por enemigos poderosos —para entender su atmósfera política hay que imaginarla como una plaza sitiada— nos indica que tampoco puede haber democracia verdadera en un país donde el emigrante es considerado un desertor y el simple opositor un enemigo.”

  Ambrosio permanentemente declara abierto el debate, y lo hace con extrema claridad. En él se hace patente que la claridad es un atributo de la inteligencia. “ Aunque hay un vocabulario técnico que a veces resulta insoslayable, hay también una tendencia a abusar de las jergas del oficio, como si pretendiéramos no tanto comunicar como marcar distancia con respecto al lector común”, dice señalando un extendido vicio entre los intelectuales. Para sacudir conciencias, despertar del letargo, instalar debates, hacer sonar las alarmas, sabe que es fundamental ser comprendido. No otra cosa pensaba Kierkegaard cuando escribió: “Prefiero ser un porquerizo y ser comprendido por los cerdos a ser un escritor y no ser comprendido por los hombres”. El áspero cuidado de elegir aquellas palabras que dicen mejor lo que no debe ser callado.  Y con esa claridad pone de manifiesto la necesidad que tenemos todos los latinoamericanos de librar la batalla cultural necesaria para construir sociedades cada vez más democráticas y participativas, que si queremos sean realmente justas, inevitablemente tendrán que ser socialistas.

  “ A cierta altura del partido ya se tiene el pellejo tan duro que no es posible cambiar radicalmente sin quebrarse y además sin preguntarse por qué y para qué. Y entonces lo que uno suele hacer es reivindicar su derecho a seguir siendo el mismo. Habrá quien llame a eso tozudez. Yo prefiero llamarlo coherencia o autenticidad.” En esa palabra, puede cifrarse la vida entera de Ambrosio Fornet: autenticidad. Esa fidelidad encarnizada a cierta manera de ver la realidad y de saber siempre de qué lado ponerse en un mundo dividido entre opresores y oprimidos; es lo que estamos saludando acá, el arduo camino que debe andar un hombre para llegar a ser lo que verdaderamente es.
   
  De eso se trata, de celebrar a quienes nos ayudan a pensar estos tiempos y a imaginar otra vida posible. Antes que el mundo se vuelva triste para siempre, y nos convirtamos en la supervivencia fósil de una raza que no supo soñar.