enero 30, 1997
Ayer, a las seis de la tarde, murió Soriano. Es absurdo: hasta la hora de su muerte es absurda. Murió a la hora en que solía levantarse de dormir. Todos, hasta los que no éramos sus amigos íntimos, estamos atónitos y consternados. Tenía cincuenta y cuatro años. Era uno de los escritores más queridos de nuestra generación y, seguramente, el más leído. Le gustaban los gatos, le gustaba la noche, era provinciano: esos tres datos hacen que me sienta un poco más solo en Buenos Aires.
Lo ví muy pocas veces en mi vida. Él recordaba la primera. Una reunión de El escarabajo de oro, en el bar Canadian de San Juan y Boedo, donde, según decía, le destrozamos un cuento espantoso y hasta alguien le aconsejó (él asegura que fui yo) que lo tirara sin remordimientos a la basura. Yo no consigo recordar esa reunión, ni su cara de aquella época, y estoy seguro de que no estuve nunca en esa mesa de café. Una vez me dedicó algo, donde más o menos de´cia “aunque a Castillo no le gusten mis cuentos”, lo que prueba su generosidad y su exageración, ya que, en todo caso, no me había gustado uno solo. Siempre lo quise en secreto, y hace muy poco, la última vez que lo vi, me enteré de que él también me estimaba. Sylvia y yo nos encontramos con él hace unos pocos meses y estaba más sano que un pirata. Nos habló de Tandil, de París, de la casa de Alejandro Dumas; contaba que una vez, después del teatro, una multitud lo siguió a su casa y, como Dumas tenía que escribir, se los sacó de encima invitando a todos a cenar en no sé qué restaurante, a su cuenta. En las conversaciones entre escritores tendemos a teorizar sobre Joycem sobre Mallarme, sobre los adjetivos de Borges: él habla de Dumas. Le hubiera gustado ser Dumas.
Me habló de un viaje desde Tandil, para venir a ver Israfel, de los editoriales de El escarabajo, no mencionó la historia del cuento.
Lo que siempre admiré en él es su capacidad de trabajo. Es uno de los pocos escritores argentinos que escribe. Desde Triste, solitario y final no dejó de escribir, novelas, cuentos, notas periodísticas. Juan Forn me contó hace dos noches que tenía proyectada o a medio escribir o ya escrita una nueva novela que, contada por el gordo, parecía extraordinaria. Esa noche, en casa de Juan, sonaba a cada momento el teléfono. Saccomano para saber qué pasaba. Dal Masetto para decir que se dejaran de joder, que era una exageración, que Osvaldo iba camino de ponerse bien. De la redacción del diario para pedirle a Juan que fuera preparando una nota necrológica…
Liliana, que una le criticó sin piedad una novela, estaba desolada cuando la llamé. Sylvia hoy andaba como aturdida de tristeza por la casa. Vlady Kocianchich me llamó por teléfono para preguntarme si iba a ir al velorio; tenía miedo de que no hubiera escritores ahí, de sentirse sola. Dijo algo conmovedor, dio que era como si nos hubieran borrado la imagen de alguien en una fotografía de familia.
No voy al velorio. No voy a ningún velorio; no fui al de De Lellis ni al de Marechal ni al de Constantini ni al de Briante, ni siquiera fui al velorio de mi padre. No sé bien qué quiso decir Jesús con aquello de dejar que los muertos entierren a los muertos, pero, al menos en eso, sigo siendo cristiano.
Escribo todo esto embrutecido por el diazapán a causa de un zumbido en el oído que no me deja ni pensar. Juego unas partias de ajedrez con la computadora. Vuelvo al cuaderno, releo lo que escribí y me doy cuenta de que hablo de Soriano en presente.
Me enteré de su muerte por Paola, quien quizás no lo había visto nunca y ni sé si había leído sus libros. Es raro el modo de existir que tienen ciertos escritores. Están ahí, todo el mundo siente que es bueno que estén ahí, los conozcan o no, los quieran o no.