En 1941, cuando muere James Joyce, Leopoldo Marechal –quien aún no había publicado ninguna de sus novelas, pero ya era un poeta reconocido-, escribió este que nunca fue recogido en libro, y en que describe la aventura novelística del autor del “Ulises”.
En Zurich, donde vivió algunos años de su juventud y escribió parte de su famoso “Ulises”, ha muerto James Joyce, el escritor de ahora que sin duda provocó en torno suyo más discusiones y conflictos. Si hemos de identificarlo con el Stephen Dedalus de sus obras diremos que ha terminado en Zurich una existencia singular iniciada en Dublín el año 1882 y definida por los dos grandes temas implicados en el nombre del arquitecto mitológico (Dedalus) que Joyce dio a su personaje: un concepto laberíntico y una laberíntica realización de la vida humana; un afán eterno de evasión, simbolizado en el Icaro de la misma leyenda.
Alguien podrá decir algún día como Joyce acertó la naturaleza de su laberinto, y cómo extravió los medios de su evasión al confiarla solo a las frágiles plumas de Icaro. Por mi parte, respetuoso de una conciencia que tanto luchó y que tal vez haya triunfado en la última instancia de la muerte, me limitaré a considerar algunos aspectos de su obra que, según creo, no fueron vistos aún con suficiente claridad.
Desde que los críticos, favorables o adversos, se dedicaron a exaltar o vituperar la obra de James Joyce, todos estuvieron de acuerdo en señalarla como “algo raro” y fuera del orden común: pocos hay, verbigracia, que, ya en el tono de la censura o ya en el del elogio, no consideren el “Ulises” como una especie de monstruo literario. Sin embargo, yo me atrevo a sostener que dicha obra es la primera y la mayor tentativa que se haya hecho últimamente para devolverle a la novela su lineamiento clásico y su raíz tradicional. Sabido es que la novela, género relativamente moderno, debe ser considerada como una “corrupción” (sentido peyorativo) o como un “sucedáneo” (sentido mejorativo) de la epopeya antigua: quiere decir que en ambos sentidos la novela tiene que haber heredado las normas del género épico, bien que adaptadas a la modalidad de los nuevos tiempos cuya expresión le corresponde como sustituto de la epopeya.
Es indudable que Joyce lo entendió así, gracias a su sólida formación clásica y sobre todo escolástica: las ideas estéticas de Santo Tomás, trabajadas casi hasta el bizantinismo por este irlandés extraño: sus estudios parisienses de Aristóteles (¡aquella Poética magnífica!) en la Biblioteca de Sante Geneviéve; su conocimiento de la épica universal que lo llevó muchas veces a la imitación y hasta a la parodia del género; todas esas circunstancias contribuyen a iluminar el fondo simplísimo del “Ulises”, a pesar de los recursos técnicos y de las fantasías verbales que lo complican exteriormente. Y al fin de cuentas, el lector sagaz descubre que el “Ulises” es algo menos que una epopeya y algo más que una novela (¿no podría decirse lo mismo del Quijote?).
No me referiré aquí a las correspondencias más o menos veladas que el “Ulises” de Joyce puede tener con la Odisea de Homero y en las que tanto insisten sus críticos: a mi entender, las normas de la epopeya se dan en el “Ulises”, no tanto por una imitación más o menos desfigurada de los episodios homéricos, cuanto por algunos caracteres de la obra que trataré de resumir a continuación. Apartándose de la corriente novela contemporánea, Joyce consigue alterar la verdadera estatura de sus personajes, confiriéndoles lo que yo llamaría cierta “magnitud heroica” y haciéndolos, no mejores de lo que son, como Aristóteles quería (porque Joyce carece de toda intención moral o moralizante), sino “más grandes” o si se quiere “más dilatados”. Para ello a veces utiliza el tono natural de la épica, y hasta en sus formas verbales más arcaicas; o introduce en el texto, insólitamente, figuras y escenas heroicas que solo tienen con tal personaje o tal episodio homéricos una vaga relación de similitud; o adopta, en fin, la técnica desmesurada del maestro Rabelais, hasta dar a su obra los contornos de una grotesca “gigantamaqua”.
Otro carácter épico del “Ulises” se revela en su propensión a dilatar los límites vulgares o más conocidos del hombre, extendiéndolos a nuevos y misteriosos planos de la realidad. Cierto es que la epopeya antigua, tan arraigada en lo metafísico, cumple dicha norma “visualizando”, por decirlo así, la relación invisible que existe entre los dioses y los hombres, entre la “Causa Primera” y las causas segundas. Pero Joyce, que ha perdido su fe y sólo es, como su Dédalus, “una horrorosa especie de libre pensador”, hace que sus héroes salgan de sí mismos, no para encontrarse frente a frente con lo sobrenatural o lo sobrehumano, sino para encararse con minuciosos desdoblamientos de “ellos mismos”, ya en el mundo del sueño y las pesadillas, ya en los mil disfraces de la propia conciencia, ya en el turbio universo de lo “subconsciente”. Con todo, el “efecto literario” es bastante parecido al de la epopeya tradicional; y aquel capítulo dialogado del “Ulises” que se desarrolla en el barrio de los burdeles, alcanza la grandeza épica de un Descenso a los infiernos, tema que nunca falta en las epopeyas antiguas, pero con una diferencia fundamental: en la epopeya es un tema metafísico, y en el “Ulises” de Joyce un tema literario.
Por otra parte, no ignoraba el estudioso Joyce que bajo el “sentido literal” de la epopeya, tan simple y llano, se oculta un “sentido profundo” (el de una realización metafísica) que se da por modo de símbolo y figura. Tal conocimiento le ha inspirado quizás ese juego de claves que se disimula en el “Ulises”. Pero también aquí la diferencia es muy significativa: el iniciado que da con las claves de una epopeya, lee su sentido profundo y alcanza un itinerario espiritual; el iniciado que da con las claves del “Ulises”, descubre que se trata de un juego literario tendiente a velar tales o cuales asimilaciones humanas. Por segunda vez James Joyce, atento a las normas de la epopeya, se desentiende del espíritu y se queda en la letra. El literato predomina en él, y esa inclinación lo llevará lejos.
De la misma fuente ha sacado Joyce aquel realismo tajante y aquel gusto de la crudeza que tanto escandalizó a muchos y que le ha valido cierta reputación de inmoralidad y hasta de pornografía que a mi entender es totalmente injusta. Dije ya que la obra de Joyce carece de toda intención moralizante, lo cual no vale decir que sea inmoral. Además, lo pornográfico en literatura supone cierta complacencia del escritor en la materia que trata; y tan lejos está Joyce de todo ello que, según uno de sus críticos, al describir las pasiones humanas lo hace con la estudiosa frialdad de un casuista jesuísta (Sthepen Dedalus lo hubiera sido, y muy hondo, si hubiera juntado a su nombre el S.J. , como estuvo a punto de hacerlo un día). Por mi parte, confieso que sus pasajes escabrosos me hacen recordar los grabados de Brueghel y el gesto admonitorio de las gárgolas medievales. Pero no dejo de reconocer que a Joyce, algunas veces, se le ha ido la mano en la pintura, y que su obra nada gana con ese alarde blasfematorio que asoma en ciertas páginas.
Ahora se me objetará que a pesar de su clasicismo secreto, el “Ulises” continúa siendo un monstruo literario. Y digo que lo es, efectivamente, porque Joyce ha guardado sólo las normas exteriores del género épico: el héroe de la epopeya, verbigracia, no pierde nunca su unidad ante nuestra visión; es siempre uno y entero en la multiplicidad de las gestas que realiza. Por el contrario, Joyce divide y subdivide a su héroe, hasta que su forma unitaria desaparece de nuestra vista, como desaparece la unidad de un organismo bajo el lente de un microscopio. Además, el tiempo de la epopeya es el tiempo natural de la vida, mientras que el tiempo del “Ulises” es el tiempo analítico del relenti cinematográfico (¡muy buenos días, Proust!) que necesita el autor para registrar la “pulverización” de su personaje. Por otra parte, en la epopeya, como en toda forma clásica, los medios de expresión están subordinados al fin, y la “ letra” no arrebata jamás su primer plano al “espíritu”. Joyce, cuya inclinación a la letra ya he señalado, concluye por dar a los medios una expresión de preeminencia tal, que la variación de estilos, la continua mudanza de recursos y el juego libre de los vocablos termina por hacernos perder la visión de la escena, de los personajes y de la obra misma. No se ha detenido ahí, ciertamente, porque hay un “demonio de la letra” y es un diablo temible. A juzgar, por sus último trabajos, el demonio de la letra venció a Joyce definitivamente.
Y esta es la gran aventura novelística de un escritor admirable. Pienso que si la novela recobra, según creo, sus antiguos cauces y su grandeza original, los novelistas del futuro verán en James Joyce un precursor iluminado y se acercarán al “Ulises” como a un hermoso y extraño monumento.