martes, 7 de mayo de 2019

CARLOS FUENTES: PARA LEER "UTOPÍA" DE TOMÁS MORO



Tomás Moro escribió su más célebre libro como una respuesta a la Inglaterra de su tiempo, fue el sueño de una nueva sociedad en la que codicia hubiera sido extirpada y la comunidad restaurada. Una sociedad hecha para los placeres del cuerpo y de la mente, donde la comunidad es superior al individuo y el estado, y la organización política estaría constantemente abierta y dispuesta a renovarse. Para invitar a nuestros lectores que lean –o relean-, esta obra tan singular y atractiva, publicamos estas palabras que le dedicó el escritor mexicano Carlos Fuentes y que no han sido incluidas en libro alguno.


La “Utopía” de Tomás Moro es un libro sumamente personal, es, como casi todos los grandes libros, un debate del autor consigo mismo: un debate de Moro con Moro, pues como dijo William Butler Yeats, de nuestros debates con los demás hacemos retórica, pero del debate con nosotros mismos hacemos poesía. El libro nos permite ver a Moro y a su sociedad en el acto de entrar a la edad laica. En efecto, lo que Moro hace en la “Utopía” es explorar las posibilidades de la vida secular para él y para todos. Explora el tema, infinitamente fascinante, de la relación del intelectual con el poder. ¿Debe un hombre sabio servir al rey? Explora la combinación de elementos que podrían crear una sociedad buena. Al permitirles a los habitantes de Utopía que vivan como le gustaría vivir a él, Moro ofrece un ideal de vida muy personal. Los aspectos desagradables, disciplinarios y misóginos de Utopía son, al cabo, valores para Tomás Moro, porque a él le hubiese gustado ser un sacerdote casado que trae el claustro a la corte.

Pero acaso el aspecto más interesante del libro es que Moro ofrece esta imagen del mundo posiblemente más feliz, o más feliz posible, sometiéndolo a una crítica que no renuncia a la ambigüedad y a la paradoja como instrumentos de análisis. Retengamos estas lecciones mientras pasamos a considerar el arribo de Tomás Moro en el Nuevo Mundo, llevado de la mano de su más fervoroso lector, el fraile dominicano Vasco de Quiroga.

La influencia de Moro y las tareas de Quiroga en la Nueva España han sido objeto de brillantes y exhaustivos estudios realizados por Silvio Zabala. Recuerdo asimismo que Alfonso Reyes llamó a Quiroga uno de “los padres izquierdistas de América”. Estos hombres religiosos pusieron pie en tierras que los ángeles no se atrevían a pisar, pero donde los conquistadores ya habían entrado, como el día descrito por Octavio Paz, pisando fuerte, a la española.

Voraces conquistadores, descritos por Pablo Neruda en una secuencia de sus memorias: devorándolo todo, patatas, huevos fritos, ídolos, oro, pero dándonos a cambio de ello su oro: nuestra lengua, la lengua española. Ruidosos conquistadores, cuyas voces ásperas y resonantes contrastaban con las voces de pájaros de los indios. Una vez escuché a un mexicano de voz dulce y discreta preguntarle al poeta español León Felipe:

-¿Por qué hablan tan fuerte ustedes los españoles?

A lo cual León Felipe contestó imperativamente:

-Porque fuimos los primeros en gritar ¡Tierra!.

Crueles conquistadores: los humanistas los acusaron de pisotear las tierras de Utopía y devolverlas a la Edad de Hierro. Los religiosos que también eran humanistas, también los acusaron; el valiente mundo nuevo y su buen salvaje estaban siendo esclavizados, herrados, asesinados por los hombres armados del Viejo Mundo que descubrieron y proclamaron que ésta era la tierra de Utopía, la tierra de la Edad de Oro.

Los frailes humanistas llegaron al Nuevo Mundo pisándole los talones a los conquistadores. En 1524, los llamados Doce Apóstoles de la orden franciscana llegaron al México de Hernán Cortés; fueron seguidos en 1526 por los dominicanos, entre ellos, Quiroga. Llegaron a asegurarse que la misión civilizadora del cristianismo –la salvación de las almas- no se perdiese en el ajetreo de la ambición política y la premura de la afirmación maquiavélica. Bartolomé de las Casas fue el denunciador supremo de la destrucción de Utopía por quienes inventaron y desearon la Utopía. Pero Vasco de Quiroga no vino a denunciar, sino a transformar la Utopía en historia.

Llega con el libro de Tomás Moro bajo el brazo. La lectura de Moro simplemente identifica la convicción del obispo dominicano: Utopía debería ser la Carta Magna, la constitución de la coexistencia pacífica entre el mundo devastado de los indios y el mundo triunfalista del hombre blanco en el Nuevo Mundo. Quiroga, cariñosamente llamado “Tata Vasco”, por los indios puré-pechas, es animado por la visión del Nuevo Mundo como Utopía: “Porque no en vano sino con mucha causa y razón este de acá se llama Nuevo Mundo, y es lo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque en gentes y en cuasi todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor” (Vasco de Quiroga citado por Silvio Zabala).

Para “Tatá Vasco” sólo Utopía podía salvar a los indios de la desesperación. Los “hospitales” o comunidades utópicas fundadas por Vasco de Quiroga en Santa Fe y en Michoacán aplicaron literalmente las enseñanzas de la Utopía de Moro: propiedad comunal, jornada de trabajo de seis horas, prohibición del lujo, magistraturas familiares y electivas, y distribución equitativa de los frutos del trabajo.

Quiroga fundó estas comunidades en 1535. Ese mismo año Tomás Moro fue decapitado en Inglaterra por órdenes de Enrique VIII.  Como dice Eugenio Imaz en su espléndido ensayo sobre el tema, “Topía y Utopía”, Moro es un auténtico mártir de la filosofía, testigo de la razón ante la razón de estado, de la Utopía ante la Topía: la pareja de Sócrates. Acaso también sabía –añade el filósofo español- como se está frustrando la gran ocasión de América, como lo veía utópicamente Quiroga.

La gran ocasión de América:

Entre 1492 y 1640, la población indígena de México y las Antillas desciende de 25 millones a un millón, y la de la América del Sur de tres millones y medio a medio millón.

Fue esclavizado en la mina, la encomienda, en el latifundio y la mita. La edad de oro se convirtió en la edad de fierro. La utopía murió. Y, sin embargo, el problema de la utopía persiste. ¿Por qué? Mircea Eliade habla del sustrato mítico de la literatura y la historia para decirnos que es la evidencia de que el hombre no puede escapar al tiempo porque nunca hubo ni habrá un tiempo sin tiempo. La función del mito es proclamar que el tiempo existe y que debe ser dominado si queremos recuperar el tiempo original. Pero, ¿por qué hemos de desear esta reconquista del tiempo original? Porque la memoria nos dice que, entonces, éramos felices: vivíamos en la edad de oro.

El arte ha caminado una larga avenida en busca de la tierra feliz del origen, de la isla de Nausicas en Homero, a la visita irónica de Luis Buñuel a una isla de esqueletos y excrementos en su película “La Edad de Oro”, pasando por las Arcadias sin pena de Hesíodo, la edad de la verdad y la fe en Ovidio, la primavera cristiana de Dante, la edad de los arroyos de leche en Tasso y, finalmente, su agria desembocadura en el poema de John Donne: “Las doradas leyes de la naturaleza son derogadas…” y su desencantado recuerdo en Cervantes: “ Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella ventura sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas le ofrecían…Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir de visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía por todas partes de su fértil y espaciado seno…”

Todos ellos hablan de un tiempo, no de un lugar. U-topos, quiere decir: No hay tal lugar. Pero la búsqueda de Utopía se presenta siempre como la búsqueda de un lugar y no de un tiempo: la idea misma de Utopía, en América, parece marcada por el hambre de espacio propia del Renacimiento. El Mundo Nuevo se convierte así en una contradicción viviente: América es el lugar donde usted puede encontrar el lugar que no es. América es la promesa utópica de la Nueva Edad de Oro, el espacio reservado para la renovación de la historia europea. Pero, ¿cómo puede tener espacio un lugar que no es? El mundo indígena, el mundo del mito, contesta a esta pregunta desde antes de ser conquistado. La utopía sólo puede tener tiempo. El lugar que no es no puede tener territorio. Sólo puede tener historia y cultura, que son las maneras de conjugar el tiempo.