martes, 11 de junio de 2019

UN CUENTO DE LAIDI FERNÁNDEZ DE JUAN



Es una de las mejores narradoras cubanas actuales –numerosos premios lo confirman, entre otros, la Distinción por la Cultura Nacional, el Premio Alejo Carpentier, el Premio de Cuento Uneac-, es una narradora de un humor extremo que fluye con gran naturalidad. Sus años de médica internacionalista en Africa dejaron una profunda huella en su literatura y enriquecieron su mirada sobre todo lo imprevisble y abismal que hay en la condición humana. Aquí va uno de los relatos Laidi Fernández de Juan que encarna con mayor vividez su estilo.



                                                                           COMANDO PERRO

  Le conté a mi madre que un perro me había mordido, y se puso furiosa. Primero porque me hubiera mordido un perro, luego por la tranquilidad con que se lo conté y por último porque mi madre se pone furiosa de cualquier cosa. Primero me revisó de arriba a abajo buscando la herida, luego me zarandeó llorando y por último me abrazó como si fuera a morderme. Cuando me soltó, le enseñé la mordida. Es un pequeño arañazo en el pie derecho. De tan pequeño, yo pensé que no tenía importancia y por eso le conté a mi madre con tranquilidad, que un perro me mordió enfrente de la farmacia. Cuando lo dije, además de revisarme, hizo que yo la llevara al lugar exacto.

  Enfrente de la farmacia, dije, pero vístete y llévame ahora mismo, dijo ella. Cuando estábamos por llegar, me di cuenta de que mi madre andaba en bata de casa. No dije ni esta boca es mía, pero crucé los dedos para que nadie nos viera por la calle. Mi madre, furiosa, en bata de casa camino a la farmacia, puede provocar más pena que todas las mordidas de todos los perros de cualquiera de las calles del mundo. 

  Por el camino, nadie nos vio, qué suerte.

  Fue aquí, dije a la entrada de la casa vieja de enfrente a la farmacia. 

  Mi madre me cogió de la mano y juntos entramos. Un señor que vigila para que mujeres furiosas en bata de casa no pasen, intentó (pobre hombre) detenernos. Mi madre, con sólo mirarlo, hizo que el hombre se apartara sin decir que esa boca era suya.

  Mi madre subió por unas escaleras del tiempo de España, arrastrándome con ella. No sé de qué tiempo será la primera puerta que encontramos, pero debe ser de ahora, porque en cuanto mi madre la rozó, se abrió, y ella, cuando no está furiosa, o sea, antes o después de estar furiosa, me explica muchas cosas. Por ejemplo, que lo que se construía antes era mejor. El asunto es que al final de la escalera, en el cuarto adonde habíamos entrado mi madre y yo, estaba un señor calvo detrás de un buró.

  Mi madre, sin pensarlo, me agarró el pie que tiene el arañazo y se lo puso delante de la nariz al señor calvo, que hizo el intento de llamar por un teléfono que tenía al lado, pobre hombre. Mi madre le dijo que exigía una explicación de inmediato, que soltara el teléfono y que rápidamente fuera a buscar al doberman que me había atacado. El pobre calvo dijo buenas tardes, señora, ¿esto es una broma?

   Mientras tanto, el señor que vigila en los bajos había subido y estaba en el mismo cuarto. Los gritos de mi madre acusándolos de asesinos del tiempo de Hitler deben haberse escuchado en la farmacia, en el infinito  y más allá. Yo cerré la puerta nueva, por si acaso, y atiné a decir que me mordió un perro  que estaba en el jardín de esa casa. Que no es casa sino la Unión de Funcionarios Economistas de Cuba, que mi madre y yo nos encontrábamos en la prestigiosa UFECU, que no tenían ni nunca habían pensado tener un perro entre ellos, y que por favor nos retiráramos antes de que avisaran a la policía, nos dijeron. 

  Mi madre, más furiosa que antes, dijo que primero ella se cagaba en la UFECU, luego en la madre del doberman y por último en la policía, aunque llegara en los caballos que usan en Canadá. Que yo jamás miento, también les dijo, que por puro milagro no me había desangrado por el pie y que ella se iba a encargar de estrangular con sus propias manos primero al doberman, y luego a ellos dos. 

  Vámonos de esta UFECU o como se llame, y llévame al jardín de la bestia, me dijo. Bajamos las escaleras corriendo. Yo casi me enredo en la bata de casa de mi madre mientras muchas mujeres y hombres se asomaban por los otros cuartos de la Unión de Funcionarios Economistas de Cuba. La llevé por las lomas de hojas secas, latas vacías, cajas mojadas, pelotas rotas y periódicos viejos con los que juego a cada rato. Que qué yo hago entre tanta mierda me preguntó mientras metía primero las manos, luego los brazos y por último las piernas en los montones aquellos. Que allí era posible que vivieran ardillas, alacranes, arañas, serpientes, hurones, lechuzas y cotorras de la Isla de la Juventud, dijo.

  Que no le extrañaba que la economía del país anduviera como anda, con esos cretinos de allá adentro que no se ocupan ni de mirar para el basurero que tienen, también dijo. Cuando estaba metida hasta el cuello, una mujer de la farmacia, que nos conoce, cruzó la calle para preguntarnos qué pasaba. Mi madre la llevó aparte, a la esquina del jardín donde hay una tendedera oxidada, y le explicó. Yo me hice el despistado, pero alcancé a oír algo así como que si el doberman no aparece, tendrán que ponerle al niño veintiún inyecciones en el centro de la espalda. Mi madre, cuando lo dijo, se abrazó a la mujer de la farmacia y se echó a llorar.

  Yo hice lo mismo. Fui por el costado de la mujer donde no estaba mi madre, y lloré porque en mala hora se me ocurrió decirle a mi madre que un perro me había mordido. También lloré porque yo no iba a dejar que por culpa del arañazo mierdero de un enano perro sato, me pusieran veintiún inyecciones ni en el centro de la espalda ni en ninguna otra parte, y por último, porque mi madre no iba a dejar que yo no me pusiera veintiún inyecciones en el centro de la espalda.

  La mujer de la farmacia que nos conoce dijo que estuviéramos tranquilos, que ella nos iba a ayudar. Que los de la UFECU eran todos buenas personas sin malas intenciones, que llegaban a trabajar cuando el sol no había salido, y se iban cuando era de noche. Que por eso no tenían idea de qué pasaba afuera ni tiempo para fijarse en nada. Mi madre dijo entonces que por encima de la UFECU primero, de todos los economistas del universo luego, y por último, de la policía montada del Canadá, estaba yo. Que antes de ponerme veintiún inyecciones en el centro de la espalda, ella iba a encontrar a la bestia feroz. Yo aproveché para decirle que el perro era pequeño, despeluzado, sucio, que en nada se parecía a un doberman.

  Me importa un pepino, dijo ella. Hay que encontrarlo. Vete para la casa y trae un pedazo de pan, que la noche la pasaremos vigilando por si aparece el desgraciado perro , también dijo.
Ni la mujer de la farmacia que nos conoce ni yo mismo pudimos convencerla, así que nos quedamos entre la porquería de la UFECU hasta que amaneció. Los economistas se fueron a las once de la noche, regresaron a las cinco de la madrugada y ni cuenta se dieron de que mi madre no se había cambiado la bata de casa.

  A las siete de la mañana, la mujer de la farmacia nos dio café a mi madre y a mi. Que le parecía una exageración no habernos ido a la casa a dormir, dijo. Que mejor esperábamos con tranquilidad a que ella nos avisara en cuanto viera al perro. Te doy de plazo hasta  el mediodía, dijo mi madre. Nos vamos porque la verdad es que si no es por la rabia, por cualquier otra enfermedad nos van a tener que poner al niño y  a mi no veintiún sino ochenta inyecciones en el centro de la espalda.
Fuimos a casa, nos bañamos, y justo antes del almuerzo, sonó el teléfono.  A la mujer le había parecido ver al perro entrando en el jardín de la UFECU. Salimos corriendo, mi madre con chancletas y yo con una camisa de cuando estaba en tercer grado. Al llegar, el perro se asustó más que el señor calvo del primer día. Mi madre cogió uno de los ladrillos del tiempo de España que se han ido cayendo del muro de la entrada, y lo tiró al perro. 

  Primero por las tantas lomas y trastos que hay allí, luego porque el perro es más rápido que el rayo y por último, por la mala puntería de mi madre, salió sin un rasguño. Se fue corriendo por la esquina del jardín donde está la tendedera oxidada , y se metió en el tráfico de la Avenida 23. La mujer de la farmacia, el hombre que cuida la entrada de la UFECU y yo, intentamos detener a mi madre (pobrecitos nosotros).

  Primero sospechamos lo que ella iba a hacer cuando empezó a subirse los pantalones hasta las rodillas, luego cuando se quitó las chancletas y por último cuando atravesó a saltos los montones de basura, para alcanzar la avenida. Cuídenme al niño, gritó, y se metía entre los camiones, los taxis, las bicicletas y entre todo lo que corre por 23.

  Yo quise morirme. Primero por la vergüenza de ver a mi madre descalza corriendo por la calle más importante de  mi barrio, luego porque las otras mujeres de la farmacia, los economistas de la UFECU, vecinos y gente que pasaban en ese momento, se pararon con las bocas abiertas a mirar a mi madre descalza, corriendo por la Avenida (que es como decir por la calle más famosa del mundo) y por último,  porque en mala hora dije que me había mordido un perro.

  Como no me moría, me escondí detrás de un carro que debe ser del tiempo de los españoles, que estaba en la acera entre la farmacia y la UFECU. Allí, me puse a pensar en qué decirle a mis amigos del barrio cuando se enteraran. Siempre me fastidian cuando mi madre sale a defenderme. No saben que a mi madre, lo que más la pone furiosa es que yo no sepa defenderme, y por eso me defiende ella. Al rato, ví que venía de regreso. Pobre madre mía, con la lengua afuera, los pelos alborotados y una cara que le metía miedo al susto. La mujer de la farmacia que nos conoce le entregó las chancletas, que había guardado antes de la carrera y nos dio tremenda noticia: Existe un lugar llamado Zoocuidado. Que allí se encargan de vigilar a los animales que muerden a los niños, le dijeron cuando llamó por el teléfono de la farmacia. La vigilancia duraba diez días, al cabo de los cuales, un especialista determinaba si era necesario poner al niño mordido veintiún inyecciones en el centro de la espalda o no, también le dijeron.

  ¿Y los zoocuidadores vienen a recoger a los animales? Preguntó mi madre. No, hay que llevarlos hasta allá, dijo la de la farmacia, al tiempo que nos daba la dirección. Mi madre se sentó en el muro del tiempo de España que queda sin derrumbarse en la UFECU, pensando qué hacer. El cuidador se acercó con un vaso de agua para mi madre, y yo aproveché la calma para decir que debíamos armar un comando como en las películas, vigilando al perro por turnos, con señas y contraseñas. MI madre lanzó una carcajada de tiempo de navidad que no me gustó nada, pero el cuidador y la mujer de la farmacia dijeron que no era tan disparatada mi idea, que a través de un comando, con silbidos, ellos podrían comunicarse cuando el perro regresara, y entre todos,  cazarlo.

  Mi madre, sin decir ni esta boca es mía con respecto al comando, decidió que era mejor que nosotros fuéramos al lugar conocido como Zoocuidado. En la puerta de allí nos recibió una mujer amable. Muy amable. Mi madre puso mi pie derecho delante de los ojos de esa mujer para que comprobara que sí, que me había mordido un perro. 

  La mujer, muy amable, se quitó mi pie de delante de sus ojos, al tiempo que explicaba que ella era una simple cuidadora de puertas. Que un compañero calvo era el especialista en observar a los animales mordedores, pero que en ese momento no estaba, dijo. El compañero calvo había salido a la escuela de Esperanto sin decir hora de regreso. Que a quién demonios le interesaba  el Esperanto, y por qué el calvo estaba en esa escuela, en lugar de estar recogiendo animales salvajes que atacan a los niños por la calle preguntó mi madre.

  La mujer, muy amable, subió los hombros para contestar de esa forma las dos preguntas  a la vez. Mi madre la miró furiosa, como si fuera a morderla, pero usted no es responsable de nada, dijo. ¿Me puede ayudar de alguna manera?

  Que era una experta cazadora de animales, dijo muy amable la mujer. Que una vez había capturado a un oso del Zoológico que desesperado de hambre, buscaba carne por un solar de Centrohabana, otro día fue a un cocodrilo que trajo un turista en una mochila, con el truco de asustar para no pagar el alquiler; que mordió a la hija del hombre del alquiler , y que el hombre del alquiler le arrancó una oreja al turista, contó. Que otro día, una mujer como mi madre fue a Zoocuidado buscando al compañero calvo porque en su edificio, de un panal que colgaba del alero de la azotea, salían avispas que picaban a  su hijo, que era como yo. Que la mujer estaba cansada, nos dijo la mujer amable, de llamar a los bomberos, a las ambulancias y a la Defensa Civil, pero que nadie demostraba valor suficiente (así dijo) para enfrentarse a las avispas. En aquel momento, nos contó la mujer amable, el compañero calvo estaba en la Academia de Yddish y no pudo atender a nadie, y que ella, la mujer cuidadora de puerta fue con un jamo de cazar mariposas y tumbó al panal. 

  Para ella, un simple perro era pan comido. Sólo necesitaba la dirección del lugar. El resto, dijo, era cosa de ella. Mi madre anotó los nombres de nosotros, nuestra dirección y regresamos a la casa. Cuando íbamos a empezar a comer, sonó el teléfono. La señora de la farmacia que nos conoce había visto entrar al perro en el jardín de la UFECU, pero al silbido acordado no respondió el cuidador de la entrada. ¿Qué hago? Nos dijo.

  Escuché a mi madre decir que el comando no iba a funcionar con un hombre por el medio, que por favor, llamara a la amable mujer de Zoocuidado para reunirnos todos en la esquina del jardin que tiene una tendedera oxidada. Sin cambiarnos de ropa mi madre y yo fuimos enseguida. Como la amable mujer de Zoocuidado demoraba, la señora de la farmacia y yo empezamos a tirarle besos al perro, que nos miraba azorado entre una lata vacía de cerveza Bucanero y lo que fue un  cartón de huevos de la tienda La Puntilla.

  Mientras tanto, mi madre fue por el otro lado del jardín de la UFECU , paralelo a la tendedera oxidada, buscando una vara larga para atarle en la punta algo que pareciera una soga. Por suerte, los restos de un árbol cocotero al parecer destruido por un rayo del tiempo de España estaban allí. Mi madre, muy parecida a las aborígenes del tiempo de la conquista, pero furiosa, desgarró un gran pedazo y se puso  a deshilachar unas cuantas ramas. A la mujer de la farmacia que nos conoce y a mí, nos dolían los labios de tantos besos que le tirábamos al perro cuando llegó la amable mujer que vigila la entrada de Zoocuidado.

  Entre ella y mi madre, con el tramo del cocotero y la cuerda improvisada con ramas, mientras la mujer de la farmacia y yo casi nos moríamos con las bocas en forma de corneta china, cazaron al perro. 

  Luego todos sostuvimos el palo, con el animalejo pataleando en la punta, hasta que llegó el cuidador del jardín en una bicicleta alquilada. 

  Dijo que no se había olvidado del comando, que necesitábamos un transporte para llevarnos al perro  hasta Zoocuidado, y que por esa razón no estuvo desde el principio de la captura. 

  Se formó una pequeña discusión porque según la amable mujer, sin ella no era posible entrar en Zoocuidado. El cuidador dijo que la bicicleta se la había alquilado al calvo economista, que resultaba imposible que él no fuera pedaleando y  que era conveniente que nosotros sujetáramos bien al perro durante el traslado, ya que por nada del mundo él se dejaría poner veintiún inyecciones en el centro de la espalda.

  Mi madre, muy furiosa, decidió que el cuidador de la UFECU fuera pedaleando en la bicicleta hasta Zoocuidado con el perro amarrado en la parrilla trasera, mientras la mujer de la farmacia, la cuidadora amable, ella y yo íbamos a pie, sujetando entre todos al perro. Así llegamos a Zoocuidado, como si hubiéramos encontrado un tesoro del tiempo de los españoles. 

  Al dejar al animal en una jaula, mi madre invitó a todos los miembros del comando a tomar café en nuestra casa, y todos dijeron muchas gracias, pero estamos muy cansados al final de la cacería. Cuando mi madre y yo nos íbamos, la amable mujer cuidadora de puerta de Zoocuidado nos recordó el teléfono de allí, para saber luego de diez días, la opinión del compañero calvo observador, quien determinaría si era necesario ponerme veintiún inyecciones en el centro de la espalda, o no.

  Hoy se cumple el plazo. Mi madre ha llamado varias veces, pero la amable señora dice que el compañero calvo fue a recoger las planillas para matricular Suajili. Que en su opinión, el perro no tiene nada malo, y que ella cree que no habrá que ponerme ninguna inyección, pero que hasta que el señor observador no regrese, nos hagamos la idea de que ella no ha dicho ni que esa boca es suya

                                                                                       Laidi Fernández de Juan

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