Acaba de aparecer “El crimen paga. Antología del cuento policial clásico”, con selección y prólogo de Juan Sasturain, publicado por Editorial Edhasa. 20 relatos policiales escritos por autores de la talla de Edgard Allan Poe, Nathaniel Hawtorne, Roberto Louis Stevenson, Mark Twain, Ambrose Bierce y Jack London, entre otros, en un registro muy amplio que va desde el detection puro, al thriller y a la historia noir. En una pocas páginas, Sasturain –quien además de su excelencia como crítico es un gran cultor del género-, sintetiza con originalidad y sin arrogancia, la historia del género, prologando esta recopilación de textos que tienen en común ser no sólo buenos cuentos policiales; sino excelentes cuentos a secas. Aquí va un tramo de ese prólogo.
Crónica de la letra con sangre
Huellas
Como suele suceder en la historia de la literatura y en la Historia a secas, hace un siglo y medio largo, cierto escritor sombrío y genial, Edgar Allan Poe, inventó algo que- según algunos- ya existía: el relato policial.
El nombre del invento es ambiguo, confuso y posterior; los elementos que el terrible escritor combinó para plasmarlo, previos y heterogéneos. Los rastreadores de las huellas del género suelen ir a parar muy lejos: la sagacidad triunfante de Arquímedes, físico e investigador que desenmascara a un estafador del rey de Siracusa; el ciego empeño de Edipo, que descifra enigmas e investiga un asesinato hasta hallar al penoso culpable. Ahí ya estaría todo lo que vino después: la blanca novela de enigma y el registro espeso de la novela negra; Agatha Christie y David Goodis.
Es posible también remitirse al Antiguo Testamento: si Caín inventó el asesinato, Dios lo descubrió. Es un caso singular: el autor de la Obra y el Investigador coinciden. Pero hay otros casos menos notorios pero más interesantes que la Biblia. Según Rodolfo Walsh, el primer investigador y descifrador de enigmas- sueños y extrañas escrituras- fue Daniel, en tiempos del cautiverio hebreo bajo Nabucodonosor. El detective que creó para Variaciones en rojo se llamaba precisamente Daniel Hernández, en su homenaje, y hay un par de aventuras aparentemente perdidas. Las huellas en la pared y El foso de los leones, que remiten a episodios bíblicos puntuales.
También- se sabe- siempre antes y para todo está la China milenaria, y el holandés Van Gulik ha escrito sagaces pastiches basados en presuntos manuscritos que narran las hazañas del Juez Ti, magistrado chino del siglo VII. A los franceses, por su parte, les complace que en el Zadig de Voltaire haya una larga secuencia deductiva digna del mejor Holmes, que en realidad proviene de Las mil y una noches. Todo lo cual demuestra una vez más que la literatura es, entre otras cosas, una manera de leer.
Ya más cerca, hoy se reconoce como primera novela criminal de la historia a la popularísima Caleb Williams or The Things as They Are, que publicó en 1794 el teórico anarquista inglés William Godwin, padre de Mary Godwin Shelley, precoz autora de Frankestein o El moderno Prometeo. Godwin hizo de la novela vehículo de sus ideas(“las cosas como son”) inventando una historia de crimen, investigación y persecución para ejemplificar las consecuencias de un orden social injusto.
En otro registro, pero con similar repercusión popular, se difundieron en 1828 las más o menos fieles pero seguramente atractivas Memoires de Eugéne Francois Vidocq, célebre exdelincuente, luego jefe de la Sureté y posteriormente fundador de la primera agencia de detectives moderna. Su influencia fue notable. Vidocq está apenas traspuesto en el personaje de Vautrin, creado por Balzaac en Una tenebreuse affaire, novela de 1841, una fecha clave. En abril de ese año, en América, en un arrebal del mundo llamado Filadelfia, Edgar Allan Poe publicaba The murders on the Rue Morgue.