jueves, 29 de agosto de 2019

DON QUIJOTE, SANCHO PANZA Y EL CABALLO CLAVILEÑO

Fotografía:Manuel M. Mateo


                                                                                       
                                                                                                                   Por Alexis Díaz-Pimienta



Había en aquel castillo
un mayordomo burlesco,
que tenía un muy gracioso
y desenfadado ingenio,
y un día se le ocurrió
burlarse del caballero
con la más graciosa burla
que en su vida había hecho.

Cuando los duques estaban
en su jardín descansando
entraron doce doncellas
en dos filas desfilando.

Todas llevaban el rostro
cubierto con negros velos
que no dejaban ver nada
más que la frente y los pelos.

Y tras ellas va una dama
que finalmente proclama:

«—Hermosísima señora
y señor poderosísimo,
yo he venido hasta aquí
por ver al valerosísimo
don Quijote de la Mancha
y a Sancho, su escuderísimo».
Y Sancho que la escuchó,
intervino rapidísimo:
«—El Panza aquí está, soy yo,
y también el Quijotísimo.
Diga, pues, mi señorísima,
que estamos preparadísimos
para escuchar lo que quiera
y ser sus servidorísimos».

En esto se levantó
don Quijote y expresó:

«—Yo soy don Quijote de la Mancha,
listo para ayudarla en sus desgracias».

Entonces lo comprendió
la señora y empezó:

«—Soy la condesa Trifaldi
y vengo desde Candaya,
un reino que está muy lejos
y en el que fuera criada
bajo mi regia tutela
nuestra infanta Antonomasia.
Pero cuando fue mayor
se enamoró de la infanta
un mozo que don Clavijo
todo el mundo lo llamaba,
y ella consintió en amarlo
y ser su esposa y su dama.
¿El único inconveniente,
la mayor pena y desgracia?
Que don Clavijo era sólo
un caballero, y la infanta
era heredera del trono
en el reino de Candaya.
Bueno, para castigar
la ambición descabellada
del llamado don Clavijo
apareció una mañana
en caballo de madera
con estrellas en las patas
el gigante Malambruno,
que además hacía magia,
y en una mona de bronce
convirtió a mi Antonomasia
y a él en un cocodrilo
de dentadura metálica.
Y colocó entre los dos
un letrero que rezaba:
«No recobrarán sus formas
estos atrevidos hasta
que el valeroso manchego
don Quijote de la Mancha
no venga a pelear conmigo
en relevante batalla».
Luego hizo traer a todas
estas doncellas y damas
a quienes quiso también
Malambruno castigarlas,
no con la pena de muerte
sino con otras desgracias
que nos dieran muerte lenta,
no por ello menos mala,
y en ese instante sentimos
que los poros de la cara
se abrían, y como agujas
lentamente nos punzaban.
Nos tocamos con las manos
y encontramos esta facha».
Y la condesa Trifaldi
y las doncellas veladas
mostraron todas sus rostros
cubiertos de espesa barba.
Todos quedaron pasmados,
todos quedaron sin habla,
menos Quijote que dijo
con fiereza en la palabra:
«—¡Juro por mi propio honor
dejarme las barbas rasas,
si no consigo pelar
las suyas, hermosas damas!
Y la condesa añadió:
«—Don Quijote de la Mancha,
caballero, su promesa
me devuelve la esperanza.
Porque dijo Malambruno
que el día que yo encontrara
a nuestro libertador,
él mandaría, con causa,
a buscarlo en un caballo
de madera que volara
tan raudo como si diablos
tuviera en las cuatro patas.
De modo que el tal caballo
debe llegar de aquí a nada».
«—¿Y cuántos caben en él?»
–le preguntó Sancho Panza.
«—Sólo dos, uno en la silla
y el otro sobre las ancas,
y generalmente son
el caballero de marras
y el escudero que tenga
para todas sus hazañas».
«—¿Qué nombre tiene el caballo?»
–volvía Sancho a la carga.
«—Pues Clavileño el Alígero
es como el corcel se llama,
por estar hecho de leño
con una clavija ancha
en el medio de la frente
que usa para la frenada».
«—No me desagrada el nombre
–volvió a decir Sancho Panza–,
pero pensar que yo tengo
que subirme en sus espaldas
es pedir peras al olmo,
pues apenas tengo ganas
y fuerzas para subirme
sobre mi pollino en marcha».
«—Sancho hará lo que yo diga,
excelentísimas damas
–aseguró don Quijote–,
y no encontrará navaja
que rape a vuestras mercedes
como el filo de mi espada
que rapará de sus hombros
la cabeza mala entraña
del gigante Malambruno
para deshacer su magia».
Y respondió la condesa
Trifaldi, muy emocionada:
«—¡Que las estrellas infundan
valor a vuestras palabras!
¡Oh, gigante Malambruno,
manda a Clavileño, anda,
mándalo para que cese
de inmediato esta desgracia!»
Y lo dijo con tal ímpetu
que llegó a sacar las lágrimas
de ella misma y las doncellas,
e incluso de Sancho Panza,
quien se propuso seguir
al amo si hacía falta,
para de esos bellos rostros
quitar las horribles barbas.

En esto llegó la noche
y en el jardín y en el huerto
entraron cuatro salvajes
vestidos de verde y negro,
cargando sobre sus hombros
al caballo Clavileño.
Y uno de los hombres dijo
cuando lo puso en el suelo:
«—Que suba sobre esta máquina
el valiente caballero,
que además de ser valiente
tenga ánimo para ello».
«—No subo yo –dijo Sancho–,
porque ni soy caballero
ni ánimo para subirme
en ningún caballo tengo».
Pero el salvaje siguió
con insistencia diciendo:
«—El escudero a las ancas.
No hay más que tocar sin miedo
la clavija, y el caballo
los llevará por el cielo
a donde está Malambruno
esperándolosha tiempo.
Pero para que la altura
no les cause ningún vértigo,
deben taparse los ojos
con las manos o un pañuelo,
hasta que suelte un relincho
el alado Clavileño».
Y dicho esto, los cuatro
como vinieron se fueron.

Sacó un pañuelo Quijote
de tela arrugada y clara
y le pidió a la condesa
Trifaldi que lo vendara.

Luego subió en Clavileño
y a su escudero esperó,
que contra su voluntad
en las ancas se montó.

Se acomodó como pudo
sin ocultar sus enojos,
y también de mala gana
se dejó vendar los ojos.

Y tocó la clavija don Quijote
de la forma que le recomendaron
y apenas la tocó, la rozó casi,
las doncellas a coro les gritaron:

«—¡Dios te guíe, valiente caballero!»
«—¡Dios te salve, intrépido escudero!»

«—Vais por los aires, buscando la meta,
veloces y raudos como una saeta!»

«—Ya están suspendidos en este lugar
y sobre el caballo los vemos volar!»

Cuando estas voces oyó
don Quijote recalcó:

«—Agárrate fuerte, Sancho,
mira que te bamboleas,
y no vayas a caerte
que mi promesa estropeas».

Agarrando al caballero
le respondió el escudero:

«—Señor, ¿cómo dicen ellos
que este corcel alto vuela,
si sus voces las escucho
como si estuvieran cerca?»

«—No pienses en eso, Sancho,
claro que el caballo vuela,
destierra el miedo que vamos
viento en popa, a toda vela».

«—Así es, por este lado
me azota un viento tan fuerte
que parece que me están
soplando con dos mil fuelles».

Y no se engañaba Sancho
porque quienes los rodeaban
con unos fuelles enormes
en sus cabezas soplaban.

Y al sentir viento en su oído,
don Quijote habló sentido:

«—Sin duda ya hemos llegado
a esa región del viento
donde se forma el granizo
y la nieve, pues los truenos,
los rayos y los relámpagos
se forman en el tercero
de los estadios del aire,
y si seguimos subiendo
llegaremos enseguida
a donde se forma el fuego.
Y no sé cómo mover
esta clavija, escudero,
para evitar que subamos
a donde nos abrasemos».

Y sus rostros calentaban
las estopas encendidas
atadas a largas cañas,
por las damas sostenidas.

Y cuando el calor sintió
el escudero exclamó:

«—Que me maten si no estamos
ahora en la región del fuego,
porque parte de mi barba
se ha chamuscado al momento.
Yo estoy, señor don Quijote,
al quitarme este pañuelo
para ver por dónde estamos
antes que estemos más lejos».
Y don Quijote advirtió:
«—¡No hagas eso, no hagas eso!
El gigante Malambruno
se encargará de atendernos».
Cuando el duque y la duquesa
escuchaban todo aquello
se regocijaban mucho
de la burla y del ingenio.
Y queriendo rematar
la broma, pegaron fuego
a la cola de madera
del famoso Clavileño.
Al instante, aquel caballo,
que iba de cohetes lleno,
voló por los siete aires
con ruidos de extraño acento
y a don Quijote y a Sancho
los arrojó por el suelo,
los dos medio chamuscados
y con un susto tremendo.
Mientras tanto, las doncellas
fueron desapareciendo,
cero doncellas con barba,
condesaTrifaldi, cero,
y los demás se quedaron
tendidos en todo el suelo,
fingiéndose desmayados
por el acontecimiento.
Don Quijote y Sancho Panza
se levantaron maltrechos
y quedaron asombrados
de verse en el mismo huerto
y el mismo jardín de antes,
rodeados de tantos cuerpos.
Don Quijote se asombró,
pero entonces vio un letrero
que en letras de oro decía,
clavado en medio del suelo
donde estaban los heridos:
“El ínclito caballero
don Quijote de la Mancha
acabó el enorme enredo
de la condesa Trifaldi
con sólo hacer el intento.
El gigante Malambruno
se da así por satisfecho,
y las barbas de las damas
quedan peladas al vuelo,
de modo que don Clavijo
y Antonomasia, sin miedo,
pueden volver a quererse
y jurarse amor eterno”.»

Entusiasta don Quijote
por haber finalizado
la aventura sin peligro
(o por lo menos, sin tanto),
fue a socorrer a los duques
que se hallaban desmayados.
El duque volvió en sí,
salió del falso desmayo
poco a poco, y la duquesa
y todos los otros, dando
muestras de tremendo asombro
y de grandísimo espanto,
como si hubiera ocurrido
de veras todo aquel fárrago.
El duque leyó el cartel
con los ojos achinados,
y se abrazó a don Quijote
diciéndole en el abrazo
que era el mejor caballero
del presente y del pasado.
La duquesa preguntó
las impresiones de Sancho,
que cómo le había ido
en aquel viaje tan largo
y Sancho le respondió
todavía turulato:

«—Yo, doña, sentí que íbamos
ya por la región del fuego,
y pretendí de los ojos
arrebatarme el pañuelo,
pero mi amo no quiso,
y yo que soy indiscreto,
aparté el pañuelo un poco
y entonces miré hacia el suelo.
Y me pareció la tierra
un gránulo tan pequeño
como un grano de mostaza,
y los hombres desde el cielo
eran un poco mayores
que un mar de guisantes secos».
Y don Quijote añadió:
«—Sobre mí, decirle puedo
que ni me quité la venda
ni vi la tierra ni el cielo,
ni la mar ni las sirenas,
pero sentí bien adentro
que pasábamos del aire
a las regiones del fuego».
Y el duque y la duquesa
se quedaron tan contentos
al oír la narración
de aquellos falsos sucesos,
que continuar con la burla
y el engaño decidieron,
y advirtiendo a los criados
cómo era el comportamiento
que deberían tener
frente a Sancho en el gobierno
de la isla prometida
por su loco caballero,
notificaron a Sancho
que iniciara sus arreglos
para ser gobernador,
porque estaban los isleños
aguardando su llegada
con entusiasmo y esmero.

Y Sancho les contestó
en cuanto se sosegó:

«—Vístanme como queráis,
con más o menos boato,
que como quiera que vaya
no dejaré de ser Sancho».

«—Cierto, cierto –dijo el duque–,
pero los trajes, las galas,
se deben acomodar
al oficio y a la talla
que profesa quien las lleva,
pues no pegaría nada
que un juez vistiese con ropa
de militar en campaña,
o un soldado como un cura…
Y vos iréis, Sancho Panza,
vestido como un letrado,
en parte, y en lo que falta
con ropa de capitán,
pues en la isla entregada
son necesarias las letras
tanto o más como las armas».

Y Sancho volvió a decir,
no acostumbrado a mentir:

«—Pocas letras tengo yo,
porque aún no sé el abecé
ni nadie me lo enseñó,
pero de armas sí sé,
y si Dios lo decidió
las armas manejaré».