martes, 3 de septiembre de 2019

MANUEL UGARTE




Colaborador de los diarios más importantes de Europa y América Latina,  codirector de Monde con Gorki, Einstein, Sinclair y Barbusse, intelectual que se carteaba con Jean Jaurés, Sandino o Perón, autor de más de cuarenta libros. Nada de eso impidió que  Manuel Ugarte integrara la lista de los que Norberto Galasso llamó “los malditos de la historia argentina”. Marginación que se debe a que, desde la intervención norteamericana en Cuba  -1898-, no dejó de denunciar la intervención imperialista en América Latina. Postura que quedó fundamentada en libros como “El porvenir de  América Latina”, “La Patria Grande”, “El destino de un continente” o “La reconstrucción de Hispanoamérica”. Aquí están los prólogos de dos de las obras de Manuel Ugarte, escritos por Rubén Darío y Miguel de Unamuno, respectivamente.




                                   Prólogo a «Crónicas del bulevar» de Manuel Ugarte


                                                                                                                               Rubén Darío



     Crónicas del bulevar, título modesto para un volumen en que hay muchas sanas ideas, serias observaciones y hermosas páginas. Es una labor de periodista, pero no os extrañéis si encontráis a veces al filósofo en el corresponsal, y en el reporter al poeta. Ya nos ha demostrado esas cualidades el autor de Paisajes parisienses, juzgado de tan diversa manera por Miguel de Unamuno y François de Nion -España y Francia-. Para Unamuno es un extraño, a pesar de escribir la misma lengua; para François de Nion es un amigo, un colega, a pesar de escribir en lengua distinta. Manuel Ugarte, como toda la intelectualidad hispanoamericana desde hace unos quince años, se siente poseído por el espíritu, por el pensamiento francés. El influjo ha crecido desde que vive en París. ¿Es un bien? ¿es un mal? Es un hecho.

      ¡Grande y maravilloso París, tan peligroso y tan bueno! Acoge al severo y al danzante, al meditabundo y al risueño, al que busca la verdad de la vida y al que se ahoga en el torbellino de su propia locura. Campo de agitaciones, pandemónium de pecados, tiene, para el que la solicita, una celda de paz, un laboratorio espiritual. Ugarte vive aquí, como tantos otros vivimos, en esta vasta patria de todo el que piensa. Y su libro, en su título, no es exacto; pues no es en el bulevar donde ha encontrado el autor la revelación del alma de París: antes bien, en la frecuentación del medio obrero, de la Universidad popular, del centro de las escuelas, de la palabra del profesor, del ensueño del artista. Como yo escribiese a mi amigo el Sr. de Unamuno la noticia de que M. de Nion le reprochaba sus censuras contra el francesismo de Manuel Ugarte, contestome estas palabras, que me permito citar... «la primera noticia que tengo, no ya de los floretazos del conde François de Nion, más aún, de la existencia de este conde, es por su carta. Sospecho lo que Nion diga, dado que es francés, y es fácil me decida de una vez a decir cuanto pienso de la literatura francesa y de su influencia en España y en los pueblos de lengua española. Precisamente, ayudado de la excelente Histoire de la littérature française, par Gustave Lanson, estoy volviendo a leer literatura francesa, que me ha sido siempre tan poco simpática, y a pesar de mi empeño por gustarlo todo y comprenderlo todo, no me entra. Reconozco cuanto en elogio de ella se dice, pero no la trago; me parece intelectual, no racional, y los franceses raisonneurs et rien que raisonneurs. Ni aquel protestante que se llamó Rousseau pudo cambiar a esos fríos volterianos llenos de savoir faire y foncièrement católicos, hasta los ateos. Schopenhauer y Kipling, como en un tiempo César y Tito Livio, los han juzgado bien. Y luego esa vanidad, esa necia vanidad procedente de su profunda ignorancia de lo que pasa fuera; su cosmopolitismo es falso. Cuando elogian a un extranjero, parecen decir: "Para ser ruso, o español, o italiano, no lo hace mal". Un francés se me escandalizó porque le dije que me saque un Ganivet francés entre los jóvenes. Si me vienen con razones, reconozco la validez de ellas, pero vuelvo a mi tema. No puedo con esos monos de Europa, ni con su literatura tan clara, tan fácil, tan bien hecha, tan fría. Dice bien Lanson que tienen inaptitude métaphysique, y lírica y mística». Mi alta estimación intelectual por el Sr. de Unamuno ha sido demostrada en otras ocasiones. Ahora no estoy, ni con mucho, de su parte. Su confesada limitación de gusto, su hostilidad para el espíritu más representativo de la cultura latina, moderan esta vez mi simpatía. Por otra parte, no deja de sorprenderme que un escritor de su seriedad y de su médula, refresque sus conocimientos en literatura francesa en obras, si muy apreciables para escolares, precaria ayuda para un estudioso humanista. Su desconocimiento de un escritor como François de Nion no es tampoco excusable. De Nion sabe quién es Unamuno, y ha leído, por lo menos, sus estudios de la España Moderna. De Nion escribe en París; Unamuno en Salamanca. Los juicios de autores antigalos de que me habla, pueden ser copiosamente contradichos. A César, que tuvo sus razones, y a Tito Livio, se opondrían muchos nombres de la antigüedad clásica; y en lo moderno, puesto que me cita a Schopenhauer, le contestaré nada menos que con el hurañísimo alemán de Zarathustra; y al odioso imperialista Kipling, ¿por qué no oponer el noble Swinburne? Yo no sé si estos monos de Europa tienen inaptitud metafísica; pero sí sé que hubo un macaco llamado Descartes, que algo entendía de eso; y en cuanto a la lírica, ese gorila de Victor Hugo creo que no es completamente despreciable. M. Rémy de Gourmont, que no es viejo, y que es universal, (Ganivet es ciertamente grande: para la España actual) puede decir algo sobre el falso cosmopolitismo francés que señala el Sr. de Unamuno, y que ha atacado tan septentrionalmente el oso blanco de Bjørnson: «La Francia es, desde luego, el país en que la idea de belleza ha sufrido más variaciones, estando poblada de hombres vivos y curiosos, siempre a la expectativa de lo que pasa, y listos a trabar conocimiento con todo lo que es extraño y nuevo, y a reír si eso nuevo no conviene a su temperamento. Nuestro sentido estético tiene, pues, caprichos. Pero variable históricamente, es bastante sólido en un momento dado. Hay una casta estética hoy; ha habido siempre una; y la historia de la literatura francesa no es casi otra cosa sino el catálogo razonado de las obras que fueron sucesivamente elegidas por esa casta». La cuestión es extensa, y no es esta la oportunidad de tratarla. Así, vuelvo al nuevo libro de Manuel Ugarte.

     París ha enseñado a este escritor entusiasta y joven las luchas del trabajo; le ha interesado en los problemas del mejoramiento social; le ha desinteresado del egoísmo; le ha avivado la curiosidad del porvenir, y le ha impregnado de simpatía humana.

     Hemos asistido juntos a reuniones socialistas y anarquistas. Al salir, mis ensueños libertarios se han encontrado un tanto aminorados... No he podido resistir la irrupción de la grosería, de la testaruda estupidez, de la fealdad, en un recinto de ideas, de tentativas trascendentales... No he podido soportar el aullido de un loco desastrado, al salir a recitar un artista de talento, porque estaba condecorado con la Legión de Honor; o el grito grotesco de un interruptor incomprensivo, en una peroración grave y noble; o al furioso cojo Libertad, vociferando contra el poeta Tailhade, y amenazando en plena escena con su muleta, en la fiesta misma en honor de Tailhade..., o a cuatro «anarcos» rabiosos, gesticulantes al rededor de Sévérine enlutada y pacificadora... No, no he podido resistir... Y, sin embargo, Ugarte, convencido, apostólico, no ha dejado de excusarme esos excesos, y se ha puesto hasta de parte del populacho que no razona, y me ha hablado de próxima regeneración, de universal luz futura, de paz y trabajo para, todos, de igualdad absoluta, de tantos sueños... Sueños.

     Poeta, ha cantado a los caídos; periodista, ha procurado difundir entre nosotros las ideas que cree justas y verdaderas. Ha juntado a la predicación el ejemplo. Siendo persona de fortuna, hace una vida retirada, modesta; estudia y trabaja. ¿Por qué, sin tener necesidad, ha preferido al laborar reposado del libro, más intelectual, más fundamental, la tarea periodística, el oficio de cronista, duro y dificultoso, sobre todo en este vasto caleidoscopio de la capital de las capitales? París se llama Legión y Legiones: su multiplicidad no admite cánones; su abarcamiento exigiría vidas y vidas. Hay que ser veloz y vivaz para asir al vuelo tanta variedad. La observación debe ser cinematográfica. Quien pretenda señalar esta cualidad como un defecto en los que escribimos en los diarios, no está con la razón. Se puede ser ligero como el aire, y llevar el polen fecundador. Sé bien que entre los intelectuales la palabra periodista tiene una significación inferior. En este sentido, por ejemplo, refiriéndose a mi España Contemporánea, M. Rémy de Gourmont escribía: «Ce n'est pas du journalisme». En cambio, mi excelente amigo Gómez Carrillo me prodigaba por idéntico libro elogios que no merezco, considerándome únicamente como periodista... Tarea larga es la de contar a un público, y sobre todo a nuestro público, los hechos y gestos de París. Hay que naturalizarse parisiense, o serlo de nacimiento. Sabido es que se puede nacer parisiense en cualquier parte del globo. La palabra «parisiense», decía el otro día en la Sorbona un conferencista que sabía de lo que trataba1, tiene muchos sentidos; pues París es un Proteo que no se deja encerrar en fórmula alguna. Se entiende por espíritu parisiense, la ligereza superficial, la ignorancia escéptica, la ironía impertinente, y, sobre todo, el don de saberlo todo sin haber aprendido nada; pero también una esencia sutil, de razón y de finura; algo de vivo y de picante, un gusto de elegancia sólida y de vigor conciso, que responden muy bien al aticismo de la antigua Grecia. El escritor argentino se ha naturalizado parisiense. Siendo joven, ha podido librarse de varios peligros que entre nosotros, en América, han causado daños, como la exageración y el apego a lo que aquí se llamó «escritura artista». Es loable su tendencia a la literatura de ideas, en oposición al fácil zurcir de la literatura de glosas, de recetas y de palabras. Mas no faltará en España, o en América, quien al leer tal página suya en que vaya una expresión nueva, un giro osado, una frase sugerente, hable todavía de simbolismo y de decadencia. Aquel-Que-No-Comprende, no desaparecerá jamás de la faz de la tierra.

    Proclama el Sr. Ugarte el amor de la acción, y se preocupa de la inercia moral de la juventud hispanoamericana. La juventud sin ideales, la juventud inútil, se trueca en perjudicial para la obra de progreso y bien sociales; tanto más que la creciente del egoísmo es mucha, y el considerar la vida como un festín en que hay que regalarse a toda costa, por la buena o por la mala: «hijo mío, haz dinero, si puedes honradamente; y si no lo puedes, haz dinero». Esto dice el Eclesiastés de los Apetitos, en la edad de los trusts.

      Ha pasado el tiempo del aislamiento en las torres ebúrneas. De un modo o de otro, hay que ayudar a la consecución de la felicidad humana, a despecho de las duras filosofías de la crueldad y de la indiferencia. De consuno la voluntad tenaz y la fe luminosa ayudan a la invención de las soñadas Américas. Como en el cuento oriental, no hay que poner oídos a las invectivas que brotan a los lados del camino de la conquista.

      No hay que dejarse dominar por las amenazas o intrigas de los malos demonios, de los bufones siniestros. La tenacidad y la virtud del trabajo bien dirigidas, llevan al logro del generoso deseo, el esfuerzo individual unido a la energía de todos, la unión de los espíritus en el gran objeto común, en el ideal universal. Es consolador, por lo menos, ver que existen almas decididas por la lucha de las nobles ideas, en una de las épocas en que más que nunca se ha manifestado y se manifiesta la innata tendencia a la guerra, la inacabable enemiga entre el eterno Abel y el inmortal Caín. Nuestros países necesitan particularmente de estos abiertos y sanos talentos jóvenes. Nuestras repúblicas de la América del Sur acaban de ser señaladas al mundo desde la tribuna francesa, por el ministro de Instrucción pública, como futuras sostenedoras de la civilización latina. Es la idea que vibra en los versos de Andrade, en las prosas de Alberdi y de Sarmiento.

        La República Argentina tiene vasta tarea en el coro continental. Así los hacedores de la patria de mañana no han de ser gárrulos danzarines, ni tocados de superhombría, ni payasos neronistas, ni clubmen pomposos; han de ser obreros unidos y fraternales, alejados de todos los sectarismos y de todas las imposiciones, llenos de la ardiente ilusión de realizar el soñado propósito, en una inmensa concepción de la vida y de la humanidad.

        La buena juventud francesa encuentra un estimador entusiasta en el Sr. Ugarte. Él ha observado, ha visto de cerca los nuevos movimientos, las enérgicas tentativas intelectuales y sociológicas. «Las generaciones recientes van a corregir el error de las anteriores, aplicándose a operar sobre los acontecimientos. Las indiferencias de antaño han pasado a la historia. Todos tienen interés en reformar o conservar lo que les rodea. Los jóvenes podrán diferir en cuanto a la intensidad de aplicación de ciertas ideas; pero todos están de acuerdo para ocuparse del bien común. Es un primer resultado apreciable, que debe tener su repercusión en América». Le interesa en gran manera la actitud de la juventud nuestra, de sus compañeros. Desearíalos a todos resueltos, como él, a la buena campaña, armados de valentía y de optimismo. Sabe los defectos del medio, y los lamenta. «La mayoría de nuestra juventud se ha acantonado hasta ahora en lo existente, negándose a saber si hay algo más allá de la verdad actual. No ha tenido esa voluntad de saber, que empuja a algunos hombres a discutir con su conciencia. Se ha contentado con resbalar sobre la superficie de las cosas, y con sacar el mejor partido de la vida, cediendo a un egoísmo inconsciente. De ahí que ciertas ideas, vulgares en otros países, parezcan en el nuestro originalidades extravagantes. La mayoría no está al cabo de las evoluciones del siglo, y persiste en aplicar a los hechos recientes un criterio anticuado. Muy pocos leen. La hoja diaria parece bastar para satisfacer las curiosidades de la mayoría. Y es inútil decir que los diarios, por excelentes que sean, no alcanzan a consolidar una opinión filosófica. Por esa causa, nuestra educación es tan superficial como nuestro carácter. Llegamos hasta mirar con cierto menosprecio al hombre ilustrado. Entre su ciencia y el facón de un valiente, nos decidimos por el último». El cuadro es exacto y triste; hay que bregar por que sea substituido por el florecimiento y actividad de elementos mejores. Hay que atacar por la fuerza, por el ridículo, por la acción, el superficialismo y el artificialismo. Cuando toda la juventud hispanoamericana se haya posesionado de la idea de su misión verdadera, una nueva edad comenzará. No es un porvenir de nubes pesimistas el que hace entrever una generación que cuenta con espíritus escogidos que no nombro, pero que en la conciencia de todos son vistos como los primeros; directores mentales, o pioneers robustos -fuera de la simple literatura.

       El optimismo del autor de este libro nace de su temperamento personal; este buen escritor es un escritor bueno. La sabiduría de las naciones ha dejado en muy cuerdos proloquios establecida la exactitud de que el malo juzga todo según su condición. El bandido os dirá que todo el mundo es bandido. La falta absoluta de sentido moral hace preconcebir las cosas y los seres a través de un particular velo -un velo de nocturna frialdad-. Y el alma abierta y alada, no sabrá mirar sino bajo una luz benéfica. El campo es vasto, y mal haríamos en ir a levantar las piedras que ocultan víboras, cuando los árboles nos ofrecen sus brazos cargados de gloriosas esperanzas, flores puras, el frescor del retoño, el nido de la oropéndola. Esperemos en los bravos trabajadores, en los que piensan y obran, en la virtud de la palabra y en la fecundidad de la acción. Los averiados y los dañinos mueren en su propio daño. El porvenir quiere almas límpidas y matinales.
París, 1902.




                                  Prólogo a “Paisajes parisienses” de Manuel Ugarte


                                                                                                                Miguel de Unamuno




Cuando acabé de leer el manuscrito de esta obra fuime a contemplar a campo abierto al cielo y por la luz de este bañado, paisaje libre, la llanura castellana, austera y grave, amarilla en este tiempo por el rastrojo del recién segado trigo. Era que me sentía mareado y oprimido; habianme dejado los Paisajes parisienses de Manuel Ugarte cierto dejo de tristeza, de confinamiento, de aire espeso de cerrado recinto. Quería respirar a plenos pulmones.

El título de esa obra es ya de suyo paradójico: Paisajes parisienses. Un recinto cerrado, en que las edificaciones humanas nos velan el horizonte de tierra viva, una ciudad parece excluir todo paisaje. Mas, en resolución ¿es que hay barrera o linde entre la naturaleza y el arte, entre lo que hace el hombre y lo que al hombre le hace? A los que me dicen que van en busca de naturaleza huyendo de la sociedad, suelo decirles que también la naturaleza es sociedad, tanto como es la sociedad naturaleza. Ciudad, portentosa ciudad, no de siete, como Tebas, sino de infinitas puertas, de henchidas viviendas, de enhiestas torres berroqueñas, de vastas catedrales en que sostienen bóveda de follaje columnas vivas, ciudad es lo que llamamos naturaleza, y a su vez selvática selva, selva de savia rebosante es cada ciudad. Puede, pues, hablarse de paisajes parisienses.

El único reparo que a la congruencia entre el título y el contenido de esta obra pondría es que se habla en ella mucho más del paisanaje que del paisaje parisiense, no la descripción de lugares, como del título podría esperarse, sino el relato de hechos y dichos de los que lo habitan es lo que la constituye. Más aún, así y todo ¿no se refleja acaso en el paisanaje el paisaje? Como en su retina, vive en el alma del hombre el paisaje que le rodea. Y aún es mejor presentárnoslo así.

Porque hay dos maneras de traducir artísticamente el paisaje en literatura. Es la una describirlo objetiva y minuciosamente, a la manera de Zolá o de Pereda, con sus pelos y señales todas; y es la otra, manera más virgiliana, dar cuenta de la emoción que ante él sentimos. Estoy más por la segunda. “Era un prado que daba ganas de revolcarse en él” o, como dice Guerra Junqueiro:

Pastos tao mimosos que quizera á gente
Transformar-se em ave para os nao calcar.

El paisaje solo en el hombre, por el hombre y para el hombre existe en arte. No censuro, pues, el que titulándose Paisajes la obra de Ugarte apenas figuren éstos más que como decoración o fondo de las animadas figuras.

Los paisajes de este libros son grises, otoñales, desfallecientes, de amarillas hojas arrastradas por el viento implacable al pudridero, paisajes de un solo rincón de bosque ciudadano, vistos a una sola hora, a una sola luz, de una sola manera. Porque esos Paisajes, lo he de declarar, y sin reproches, son monótonos, monocromos; la misma nota en ellos siempre, cascada nota que suena a hueco. Una nota triste, de arrastrada melancolía, una nota que parece surgir del cementerio del viejo romanticismo melenudo y tísico. Sus alegrías parecen fingidas y forzadas, sus risas suenan a falso.

Una vez más las bohemias, las grisetas, los estudiantes, los pintores, las aventuras amorosas fáciles; Murguer de nuevo. Confieso que es un mundo al que no han logrado llevarme la atención, ni que logra convencerme. Por esto mismo he leído con calma el libro de Ugarte, con empeño por dejarme penetrar de su espíritu, a ver si consigo de una vez gustar el encanto que para otros tiene tal mundo, el espectáculo de esos pobres mozos “estragados por la bebida y la lectura, que cultivan la úlcera de la vida bohemia, con la esperanza de arrancarle el extraño pus de una nueva modalidad”. Tampoco esta vez me ha conmovido la bohemia. No sé si adrede o a su despecho, pero lo cierto es que me resulta haber escrito Ugarte un libro de edificación moral, un sermón contra la vida de bohemia.

Más después de todo, tratándose como se trata de un joven muy joven ¿qué importa lo que Ugarte nos diga, la letra de su libro, el resultado de su esfuerzo? Lo interesante es el alma que en él ha vertido, es la música de su obra, es el intento de su esfuerzo. Es para mí la suya una voz más, una voz más de esta juventud inorientada mejor aún que desorientada, occidentada más bien. Uno más que viene por su “jornal de gloria”, gloria que es “eco de un paso” –son suyas ambas expresiones- para desvanecerse luego, primero en muerte, en olvido al cabo, al correr de días, meses, años o siglos. Uno más a la pelea por la sombra de la inmortalidad, ya que perdimos la fe en su bulto, por la perdurabilidad del nombre, del flatus vocis, ya que no creemos en la sustancialidad del alma; uno más inficionado del erostratismo que a todos nos corroe, del mal del siglo; uno más que aspira a que se cierna su nombre sobre el despojo de su vida; uno más que nos ofrece su “provisión de ensueños para combatir la vida” a cambio del jornal de gloria para combatir el espectro de la muerte, ¿Quién rehusa ser padrino de la criatura de un compañero así de ilusiones y vanidades?

Lo que éstas páginas te ofrecen, lector, son cuadros de miseria en que el trato sexual forma el acorde de fondo. No el amor, no tampoco la sensualidad, ni menos la pasión, porque todo aparece aquí fríamente pragmático, como en un cronicón medieval, con tenue colorido en las frases. Son unas relaciones sexuales que parecen regidas por un código, no por consuetudinario menos rígido ni menos frío que otro código cualquiera. Hay cosas atroces como las razones por las que María que “amaba de verdad a Berladún” se entregó con repugnancia al primer desconocido “para poder ir al día siguiente con la frente alta, en la seguridad de que ya era mujer”. Pocos códigos más atrozmente rígidos, más de esclavos, que el código consuetudinario que tal cosa decretase. Me complazco en creer que tal artículo no existe, que lo hecho por María obedeció a otros móviles más humanos, al hambre acaso, o que no amaba de verdad a Berladún aún cuando ella misma creyese otra cosa. Su ocurrencia me sabe algo a literatura pour épater le bourgeais.

Las figuras que por aquí desfilan, gesticulando al recitar su recitado, parecen sombras chinescas, sin carne ni sangre ni nervios ni músculos, sin apetitos apenas, sombras que en el tablado repiten las contorsiones y muecas que les enseñaron, atentas a una liturgia estrictamente formulada. Una opacidad y languidez enormes las envuelven. Si es así ese París debe de ser bien triste, a pesar de sus carcajadas, sus risas y sus besos. Carcajadas, risas y besos que parecen responder a acotaciones del papel de la comedia. Carcajadas, risas y besos de teatro. El tal París debe de amodorrar el alma con sus dibujos de Steinlen y sus estrofas de Rictus; parece una ciudad de almas cansadas, de donde huyera la espontaneidad para siempre.

Todo esto, la opacidad, la languidez, la monotonía, la sombra-chinesquería, todo esto deja una impresión honda, la impresión que me llevó luego de leído este libro, a respirar aire libre a plenos pulmones, a restregar mis retinas con la visión reconfortante de la austera y grave llanura castellana.

En medio de esta pesadilla acompasada y opaca, incidentes de una amarguísima realidad viva, no teatral, como el de la niña de los anteojos en Una aventura y, sobre todo, en Graveloche, aquel pobre hombre que “corría perseguido por otros, como una bestia, cruzando entre los carruajes y atropellando a los transeúntes, mientras los que venían detrás de él gritaban: ¡a él! ¡a el! ¡es el ladrón! El fugitivo se abría paso entre la multitud, con los ojos fuera de las órbitas, latigueado por el miedo. Y el grupo de los perseguidores acrecía, se multiplicaba, se convertía en ejército, clamoreando su insulto, sin saber siquiera si había robado. Bastó que alguien lanzara la acusación terrible, para que todos hicieran coro, felices de hincar la garra en la víctima. Nadie se preguntaba las circunstancias del robo. Nadie trataba de asegurarse de que el robo existía…”. Aquí se pone de manifiesto uno de los más bajos instintos humanos, el instinto policíaco, tan bajo como el instinto judicial. Y ¡aquél pueblecito de tísicos de Los caídos!. Hay, por otra parte, un Sevilla en París que será, en efecto, Sevilla en París puesto que no es Sevilla en Sevilla; una Sevilla de teatro traducida al francés, una Sevilla tan genuina y castiza como aquella sevillana que en 1889 encontré en la Exposición, una sevillana de ancha carota rubia, con su mantilla de madroños, y que hablaba el castellano con un horrible grasco de las erres y un acentuadísimo acento francés.

Más lo que sobre todo me llama la atención en este nuevo peregrino de la literatura, en este mozo que viene por su “jornal de gloria” es la inventiva para la frase; es su característica. Aquí leeréis: masticar besos, espolear carcajadas; cascabelear una alegría delirante, o bien risas, borbotear risas; caracolear frases dudosas; trompear canciones; mariposear la tentación de un beso; la alegre lengua de un estudiante que campanea: ¡presente!;bailar alegría con los labios; bufonear amores; relampaguear el placer, chisporroteando besos; hilar palabras en una conversación incesante y sorda; deshojar margaritas de porvenir; hincharse los labios para el beso…¡y qué se yo cuántas más! Lo de “una carcajada hueca galopó bajo la noche” es pura y exclusivamente francés. Algo de forzado a las veces en tales frases, hay que reconocerlo, como en la de aquél reló que “afectaba cierto sadismo”  y “desangraba lentamente los minutos”. Y expresiones vivamente gráficas como cuando Mauricio “daba manotadas sobre sus convicciones para o perder pie”, mientras la embriaguez “era un anteojo que ponía los objetos a su alcance y les permitía masticarlos hasta arrancarles la savia”.

En la metáfora propende, y es propensión reveladora de mucho, a apoyar lo concreto y real en lo abstracto e ideal; lo definido en lo indeterminado, como si el mundo de la abstracción no fuese más inmediato que el mundo de la realidad concreta objetiva. Así nos habla “de una franja de cielo oscuro, invariable, como una pincelada de dolor sobre una vida”, de “un tragaluz que se abre sobre un patio como una ambición sobre un imposible”, de que “el poeta levantó los ojos como dos reproches”, o de que “las panteras se paseaban como instintos en una cárcel de voluntad”. Porque si decís que los instintos se revuelven en la cárcel de la voluntad como panteras en sus jaulas, el proceso psíquico de la metáfora es el directo y corriente. Esta manera inversa es reveladora de mucho; lo repito, puede servir de señal típica con que conocer a un escritor. Es el síntoma más característico de la peculiar manera  que de ver los paisajes parisienses tiene Ugarte: él nos explica aquél tono de triste teatralidad de que hablaba.

El lenguaje…esto exigiría todo un tratado en que me explayase sobre las faltas y sobras de este lenguaje que hasta cuando es correcto parece traducido del francés. Un lenguaje desarticulado, cortante y frío como un cuchillo, desmigajado, algo que rompe con la tradicional y castiza urdimbre del viejo castellano; un lenguaje de ceñido traje moderno, con hombreras de algodón en rama, con angulosidades de sastrería inglesa, con muy pocos de los amplios pliegues de capa castellana, de capa en que embozarse dejando flotar al viento, sin rotundos períodos que mueren como la en playa. No lo censuro; todo lo contrario.

Esta tarea revolucionaria en nuestra lengua, con sus excesos y todo -¿qué revolución no los trae consigo?- hará su obra. La prefiero a la labor de marquetería, cepilleo y barnizado de los que aspirando a castizos por castigar el estilo castigan al lector, como decía Clarín. Lo he dicho muchas veces, hay que hacer el español, la lengua hispano-americana, sobre el castellano, su núcleo germinal, aunque sea menester para conseguirlo retorcer y desarticular al castellano; hay que ensancharlo si ha de llenar los vastos dominios del pueblo que habla español. Me parece ridículo el monopolio que los castellanos de Castilla y países asimilados quieren ejercer sobre la lengua literaria, como si fuese un feudo de heredad. Ni aún la anarquía lingüística debe asustarnos; cada cual procurará que le entiendan, por la cuenta que le tiene. Roto el respeto a la autoridad de una gramática autoritaria y casuística a la vez, cada cual verterá sus ideas a la buena de Dios, según la gramática natural, en el lenguaje que más a boca le venga, y todas las divergencias que de aquí surjan entrarán en lucha, serán eliminadas o seleccionadas éstas o las otras, se adaptarán al organismo total del idioma a la vez que lo modifiquen aquellas, e irá así haciéndose la lengua por dinámica vital y no por mecánica literaria, por evolución orgánica, con sus obligadas revoluciones y crisis, y no por fabricación mecánica. Cuando empiece en España a conocerse científicamente la lingüística y no en abstracto y muerto, sino en concreto y vivo, es decir aplicada a nuestro propio idioma, cuando se generalicen los conocimientos respecto a la vida y desarrollo de éste y de cómo lo hablan los que no lo escriben y cómo lo escriben los que apenas lo hablan, entonces se sabrá para qué puede servir el artefacto ése de la gramática y para qué no sirve, y que es tan útil para hablar y escribir el castellano con corrección como la clasificación de las plantas de Lineo lo es para aprender a cultivar la remolacha, el cáñamo o el olivo.

Cuenta que no defiendo los galicismos que algún purista podrá contar en este libro; ni los defiendo, ni por ahora los censuro. Me limito a hacer observar que formas hoy corrientes fueron galicismo o italianismo o latinismo en algún tiempo, y que prefiero una lengua espontánea y viva, aún a despecho de tales defectos, a una parla de gabinete, con términos pescados a caña en algún viejo escritor y giros que huelen a aceite. El criterio en cuestiones estas de estilo, corrección de lenguaje y buen gusto (!!) ha sido siempre para mí el más claro signo de espíritu progresista o retrógrado. Tendré siempre a un Hermosilla por un reaccionario redomado aunque se nos aparezca más liberal que Riego y renegando de todo Dios y todo roque. Vuelvo a repetirlo, una de las más fecundas tareas que a los escritores en lengua castellana se nos abren es la de forjar un idioma digno de los varios y dilatados países en que se ha de hablar y capaz de traducir las diversas impresiones e ideas de tan diversas naciones. Y el viejo castellano, acompasado y enfático, lengua de oradores más que de escritores –pues en España los más de estos últimos son oradores por escrito- el viejo castellano que por su índole misma oscilaba entre el gongorismo y el conceptismo, dos fases de la misma dolencia, por opuesta a primera vista parezcan, el viejo castellano necesita refundición. Necesita para europeizarse a la moderna más ligereza y más precisión a la vez, algo de desarticulación, puesto que hoy tiende a la anquilosis, hacerlo más desgranado, de una sintaxis menos involutiva, de una notación más rápida. La influencia de la lectura de autores franceses va contribuyendo a ello, aún en los que menos se lo creen.

He aquí porqué me parece la presente obra una obra de alguna eficacia en el respecto lingüístico. Revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse; sin ella la revolución en las ideas no es más que aparente. No caben, en punto a lenguaje, vinos nuevos en viejos odres.

                                        Miguel de UNAMUNO
                                        Salamanca, julio de 1901