jueves, 19 de septiembre de 2019

CORAZÓN DE ADÁN Y EVA



                                                                                                                     Por Rodolfo Braceli




Un cajón, que había sido de manzanas, era su púlpito. Un traje, que tal vez había sido azul oscuro, era la ropa que tapaba sus pudores y lo abrigaba en los para él interminables inviernos. Este hombre del cajoncito de malamuerte y del traje ya agrisado por el uso y por la intemperie, sostenía en un discurso, que reiteraba, que los corazones de Adán y Eva estuvieron más solos que los de ningún otro humano sobre la Tierra. Porque –decía– en el comienzo del principio ningún otro corazón tenían para conversar, para compartir los estupores por tanta y tanta novedad.

Así es: solos, muy solos estaban aquellos dos corazones originales.

Solos sí, pero no jodamos –añadía el hombrecito–, más solo que aquellos primeros corazones está el corazón contemporáneo de cualquiera de nosotros. Porque estos, los corazones de ahora, están solos en medio de una multitud hecha a nuestra imagen y semejanza. Tienen sed, rodeados por toda el agua del mar y de la mar.

Rumiando esta teoría comparativa estaba el hombrecito (dicho sea, descendiente de Sócrates por parte de madre) cuando el cajoncito sin aviso crujió y él, entero, ¡al piso! De uno de sus bolsillos cayeron una pobre moneda y un lápiz muy mordido. Además, desde su pecho cayó su corazón y rodó por la vereda numerosa.

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Alguien de esa caminante multitud hecha a su imagen y semejanza, al corazón del viejo lo pisó; le aplastó las palabras y los pensamientos también. No se dio cuenta; sin querer lo pisó.
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