jueves, 12 de septiembre de 2019

ENTREVISTA A JUAN FORN




                                                            Por Sergio Marelli, Guido Guaragna y Santiago Marelli


Juan Forn es un cazador de grandes historias que cuenta en lo que dura un relámpago -4, 5 páginas, a lo sumo-, la extensión que requiere la contratapa de un diario. Recientemente se ha publicado el cuarto tomo que las reúne bajo el título “Los viernes”. Crónicas que se alimentan de la literatura y que son, sin duda, también literatura. Alguien con un gran olfato para dar con personajes e historias que merecen ser contador. Algo de rabdomante, de baqueano, de lector lúcido e intuitivo. Un animal omnívoro de historias  de otros que  devora incesantemente para hacerlas propias, y alimentar esa pasión tan incierta y desafiante que es contar las historias propias.


Pregunta: Tanto en este cuarto volumen de “Los viernes”, como en los anteriores, está muy presente Rusia, ese territorio no sólo inmenso en su extensión geográfica sino también inmenso como cantera de personajes e historias.

Juan Forn: Todos padecemos en algún momento de nuestra vida la fiebre rusa, que te puede agarrar por Dostoievski, Eisenstein o la Revolución, Lenin y Trotsky, o por el lado que sea, como el Ballet. La verdad que, tarde o temprano, descubrís que los rusos tienen un termostato emocional que va mucho más arriba y hacia abajo que el tuyo. Para mí, esa es la gran característica de los rusos y por eso los adoro, porque, como contaba Borges en ese prólogo a Bioy Casares, “los rusos nos han enseñado que todo es posible”: ser suicida por amor,  y, a partir de ahí,  hace una larga enunciación de situaciones completamente improbables que son típica situación de novela rusa.

P.: Además con cada historia rusa que contás se podría hacer una película. Pienso ahora en “La última carga de los kosacos del Don” o en “La saga de los Nabokov”.

J.F.: Sí, hay momentos en que me enorgullezco de tener un estante larguísimo de literatura rusa que mide 3,10 metros. Ese es el estante de mi biblioteca del que más me enorgullezco, porque muchísima gente da por sentado que en el curso de la Unión Soviética la literatura rusa se apagó y la verdad que esa literatura durante esa época sigue siendo igual de cañón. Por eso he escrito todo lo que pude sobre ello.

P.: ¿Cómo llegó la pasión por los rusos?  ¿y quiénes son los mejor rankeados en tu preferencia de lector?

J.F.: En mi preferencia de lector, sin numeración, están: Trostky, Ana Ajmátova, Nabokov; por arriba de ellos, el gran Chéjov y, obviamente, Tolstoi y Dostoievski. Pero Chéjov es como la última isla. Cuando no sabés que escribir, buscá un cuento de Chéjov y contalo. Cuando no sabés qué leer, cuando sentís que la vida no te dice nada, lee un cuento cualquiera de Chéjov y andate a caminar después pensando. Chéjov y Kafka son para mí los últimos grandes rescatistas cuando todo está perdido. Por otro lado, la pasión por los rusos llegó por el azar, como he llegado a otras tantas pasiones, todas completamente inmoderadas y absurdas, de mi vida. Como con los japoneses, los europeos, los brasileños.  Con algunos hasta sentís una especie de cercanía, por ejemplo, yo siento que entiendo a los húngaros; los húngaros son re argentinos, nosotros somos re húngaros. Somos pillos, somos vivos, somos tipos que en el exilio siempre caemos bien parados, tipos que no respetamos del todo la ley y siempre creemos que existe una excepción para todo. Me encantan los yugoslavos, la mezcla de tipos locos que hay ahí adentro; me gusta mucha su locura, aunque es tóxica. Yo creo que si tuviera que vivir en Rusia un mes, me suicido. Pero leída o en películas, me encanta. Hay un tipo que murió muy joven, su nombre era Doblatov – que tendría que estar todo traducido y hay muy poco-; era amigo de Trostky, un gigante de dos metros, que escribía libros muy cortitos que parecen relatos orales pero de una perfección formal asombrosa. Era un tipo tan capo que la mafia y las matroskas rusas en sus cocinas le copiaban frases, adjetivos, porque querían hablar como hablaba Doblatov. Es como decía Atahualpa: cuando una canción tuya deja de serlo porque la saben todos; a nadie le importa quién la hizo porque todos la saben cantar. En Rusia lo aman a Doblatov. Yo habré leído todos sus libros: en castellano, un poco en inglés, otro en italiano. Pero creo que emboqué todos, y es una gloria; es tan divertido el hijo de puta y escribe tan bien. 
   
P.: Aludimos al comienzo a la poca extensión que tienen estos textos por los límites que impone la contratapa de un diario, pero son historias que podrían desplegarse en muchas páginas, incluso historias que ameritarían un libro, pero esto de poder contar una historia en un espacio breve también es un gran ejercicio literario.

J.F.: Yo, secretamente, pienso que los cuatro tomos de Los Viernes te ofrecen- por el mismo precio- una historia del siglo XX un poco dislocada pero historia al fin, y un paseo por todas las variantes más o menos interesantes del formato relato. Todas las maneras en que se pueden contar historias. Eso es lo que trato de hacer. Yo me considero un estudioso del dispositivo relato. A mí me encantan las cosas contadas en forma de cuento, no solamente creo que es la mejor manera de aprender algo, sino también de trasmitir, de cantar, de elogiar algo. Me encanta contar el cuentito. Los he estudiado, me encantan los narradores orales, los escritores que cuentan cuentos, las canciones que cuentan cuentos, las películas que también lo hacen: amo las personas que cuenta una historia. Así que he tratado en Los Viernes de poner en práctica todo lo que sé del arte del relato.

P.: Uno leyéndote y comprobando que lo que hacés es periodismo pero, por supuesto, también literature;  piensa que el periodismo puede ser un buen taller literario.

J.F.: Una sola vez creo que fui periodístico de verdad y fue de pura casualidad, cuando yo había escrito una contratapa sobre la famosa  La Ola de Hokusai , aquel pintor japonés,  y fue el día del tsunami. Esa nota parecía puesta a propósito. No sé si se lo oí decir a Lanata citando a Hemingway pero la frase era “un periodista es alguien que hacía su educación en público”. Yo siempre me sentí mucho más del lado literario y mientras estuve en el periodismo sentí que hacía una especie de camuflaje periodístico de algo muy literario. Tanto cuando hice Radar como cuando escribí las contratapas, siempre lo pensé como artefactos literarios. Lo que pasa es que mi concepcción de la literatura tiene mucho swing y entonces cabe en el registro periodístico.

P.: La mayoría de las crónicas tienen como escenario Europa, Estados Unidos, Asia, pero también hay retazos de historia argentina porque aparece la Semana Trágica, por ejemplo, empalmada con tu historia familiar y un marino, Domecq García- tu bisabuelo- cuya historia ya habías contado en otro libro tuyo.

J.F.: En María Domecq lo conté como parte de la historia de mi familia. No me meto mucho con la historia argentina porque está llena de comisarios políticos que me van a salir a corregir cada detalle de cualquier interpretación que haga. Así que prefiero moverme por los rincones menos conocidos de la casa. Si fuera ruso, quizás no escribiría tanto sobre Rusia; escribiría sobre peruanos. De todas maneras escribo sobre argentinos: he escrito sobre Ricardo Piglia, Viel Temperley, Abelardo Castillo, Tomás Eloy Martínez, Bioy Casares, Horacio Quiroga, Roberto Arlt. Lo que pasa es que todos se acuerdan de las notas raras o de las exóticas; pero he escrito sobre uruguayos, chilenos, venezolanos; a lo mejor una o dos, pero un poco de todo.

P.:  ¿Al haber compartido redacción, pudiste contarle a Osvaldo Bayer la historia de tu bisabuelo?

J.F.: Siempre me dio un poco de vergüenza que Bayer lo descubriera y nunca lo he hablado ni con él ni con Viñas (a quién le hubiera divertido horrores). A Bayer lo hubiera hecho rabiar un montón y sin dudas hubiera empezado a mirarme con otros ojos. Debo decir que yo tenía una relación hermosa con Bayer. Cuando Bayer escribió su primera novella –casi a los setenta años-, “ Rainer y Minou”- una historia de  un amor en Alemania de dos personas totalmente cruzadas por la Historia del siglo XX-, me acuerdo que Bayer me pidió muy  tímidamente si se la podía leer y hacerle comentarios. Yo había sido su editor en Planeta antes y de tanto en tanto le pedía cosas para Radar, pero esta fue la época más linda porque el libro tenía muchos chispazos autobiográficos de su vida en Alemania y fue un placer escucharlo al Viejo verlo tan inseguro en el rubro de la narrative, preguntándome cuál era el truco para ganar la atención del lector en tal parte, porque me decía: “yo no tengo ninguna verdad de la cual guiarme. Siempre estoy metido en los documentos y ahí si encuentro la verdad, pero acá la verdad la tengo que inventar yo.”Era un viejo hermoso Bayer. Supongo que significaba para él unas vacaciones y por eso conmigo se divertía y sentía un poco de alivio de sacarse de encima su rol cívico.

P.: Vayamos a “Las Máquinas que cantan” que es el texto que  dedicás a Abelardo Castillo. Hablanos un poco de tu relación con Castillo.

J.F.: Yo aprendí un montón de cosas de Abelardo y  lo conocí cuando era muy joven. La última época de la dictadura no había libros casi de Castillo ni de un montón de escritores que habían sido muy populares y potentes en los años sesenta. Un día conseguí un número de teléfono y empecé a insistir sin parar; siempre atendía Sylvia- la mujer de Abelardo- que era muy difícil de franquear. En ese momento yo trabajaba de cadete, pero les dije que yo estaba interesado en editar un libro de Abelardo Castillo y finalmente logré acceso y lo conocí a Abelardo, y me dijo que él no escribía ya pero que tenía algunos papeles que quizás podían servir- mientras tanto, yo le insistía en que se pusiera a escribir- y se puso a revolver cajones y sacó unos papeles amarillentos y manchados de café y cuando me leyó algunas cosas yo quedé con la boca abierta. Esos textos se terminarían convirtiendo en El que tiene sed (su novela sobre el alcoholismo). Que para mí es su libro más hermoso y más impresionante. Le empecé a quemar la cabeza para que lo publique y primero lo corregió un poco, lo pasó a máquina, y de pronto le dieron ganas de empezar a escribirla y cuando se quiso dar cuenta estaba sumergido en el libro y un año después lo publicó. Era carnaval carioca todas las semanas, porque todas las semanas me encontraba con él y me leía lo que había escrito y era como estar en el taller mecánico viendo cómo trabajan un motor: aprendés todo lo que hay para aprender.

P.:Vos estás muy presente en el segundo tomo de “Los diarios” de Abelardo publicado el año pasado.

J.F.: Sí, tuvimos una larguísima amistad y muy linda también. Nos gustaba hablar de lo que leíamos,  ver películas juntos y también nos gustaban pelotudeces como ver partidos de Argentina o ver al Gordo Nalbandian o Ginóbili, nos gustaba ver deportes juntos.

P.: Lo que consta en “Los Diarios” es que no solamente se juntaban a ver Bergman o Fellini, sino también Cine clase B.

J.F.: Sí, éramos fanáticos de Chucky. Vimos toda la saga de Chucky, creo que casi nadie tuvo el estómago. A Abelardo le gustaba mucho Stephen King, mucho antes de que estuviera de moda. En los años ochenta a Stephen King lo leían los adolescentes y los escritores. Escritores de verdad. Yo me acuerdo que con Fresán escribimos una nota sobre Stephen King contando quienes lo leían en Argentina:  Fontanarrosa, Castillo, Maitena. Toda gente copadísima. Hoy es obvio, todo el mundo  lee a Stephen King o lo ha leído en algún momento, pero en aquel momento se lo consideraba un best seller.

P.: Contanos alguna anécdota con Abelardo en la que lo recuerdes con alegría.

J.F.: Nos hemos reído a carcajadas muchas veces. Los mejores momentos eran cuando yo les corregía algún libro, él me discutía y me tiraba con todos los diccionarios del otro lado de la mesa. Entonces cada vez que yo lograba embocarle una me paraba y daba una vuelta olímpica alrededor de la mesa, yo ganaba una de cada quince. Eran correcciones que les sugería y que él no aceptaba. Por ejemplo, a él le gustaba portafolio sin “s”, “bueno pero entonces poné maletín, porque no podés ponerle portafolio” –le decía yo-, era un recuerdo de su escuela primaria donde para él era singular.

P.: Contanos con quién más enloqueciste como editor. 

J.F.: Con Tomás Eloy Martínez también me volví loco corrigiéndolo. Se trataba de leer el libro e ir sugiriendo cambios en los lugares donde no daba en el blanco.

P.: Ya que estamos deschavando mañas, contanos algunas de Tomás Eloy Martínez. 

J.F.:  Tiene una historia espectacular con “Santa Evita”. Fue el primer libro que contraté y el último  que publiqué seis años después. Tomás necesitaba alguien que le diga la posta, y creía que no había nadie de su generación en quien pudiese confiar, no se animaba y pensó que alguien de una generación más joven le iba a resultar más fácil y me pidió que le diga la verdad. A él le había llamado la atención cuando yo le dije que era cursi la novela de Perón en algunas partes, a él eso le funcionó porque le tenía un poco de miedo a las mariposas amarillas, a García Márquez, a volverse al realismo mágico de pacotilla, porque no hay que olvidarse que era tucumano, y al igual que los del Litoral son verborrágicos y por otro lado frondosamente imaginativos. A Tomás le venía bárbaro que le dijeran “no seas cursi” en algunas partes, la verdad, “Santa Evita” era un campo minado, había que ir esquivando todas las tentaciones que le agarraban a Tomás. El me mandaba un borrador del libro y me decía “¿Te gusta?” y le respondía “la verdad no mucho”, porque había partes que me gustaban mucho y otras que no, y él las trataba de reescribir. Y de pronto un día  la empezó a tener lista y yo avisé que pararan las rotativas porque la verdad teníamos el bombazo del año a mi entende. Pero la Casa Central  había mandado a supervisarnos al jefe de editorial Planeta - porque éramos medio descontrol, o sea, vendíamos muchos libros pero era todo muy desprolijo, había tiradas de más o sobraban ejemplares-. Él  supervisor dijo: “No, con el efecto tequila no podemos quemar ese libro, lo vamos a guardar”. Cuando lo llamé a Tomás, que estaba en Estados Unidos, le comente que habían decidio no publicar la novela ahora y se volvió loco y me dijo: “Pedime reunión con todos los gerentes en una sala que tenga fax para tal hora de mañana”. Al otro día estábamos todos esperando sentados mirando la máquina y de pronto llama y dice: “Va a ir por el fax un texto que sería la faja de Santa Evita si lo publicamos mañana”. Y de la máquina sale un papel de la casa de Gabriel García Márquez ofreciendo la siguiente frase: “Santa Evita es, por fin, el libro que quise leer toda mi vida”. El libro por supuesto se publicó a pesar de todo.

P.: ¿Cuándo dejaste de escribir las contratapas?

J.F.: A principios de este año, la última fue en enero. A partir de entonces escribo algunas cosas en Radar.

P.: ¿Qué te hizo pensar que ese ciclo estaba cumplido?

J.F.: Una convocatoria. Ahora en Anfibia va a salir un número especial, que va a ser en papel y es temática sobre el cuerpo humano y me pidieron que escriba sobre el páncreas. La razón por la que me vine a vivir a Villa Gesell es porque en el 2001 tuve una pancreátitis y cuando estaba escribiendo “María Domeq”, que era el libro que quería escribir toda mi vida y que tuviese mil páginas, cada vez que escribía me dolía el costado donde estaba el páncreas, como una puntada. Con el tiempo aprendí que el páncreas me manda señales en código morse cada tanto y últimamente venía sintíendolas, así que decidí dejar.

P.: ¿Qué fue lo que más te gustó de lo que pudiste hacer en tu período como director en Radar?

J.F.: Lo más lindo cuando haces una revista que está especialmente dedicada al público joven y uno todavía es joven es la sensación gloriosa de que vos das temas de conversación. Lean este libro, escuchen este artista, vean esta película, y todo se va cumpliendo, es muy bueno. Además es un circuito porque todos quieren aparecer, entonces te enteras de cosas cada vez mejores y las vas descubriendo y difundiendo. Es la parte más divertida de hacer algo cultural.

P.: Además porque en el periodismo tenés un rebote casi inmediato.

J.F.: Es maravilloso, pasa que ahora con las redes sociales está mutando, especialmente el gráfico. Para mí es más lindo leer en papel que en pantalla y ahora no hay más remedio porque los diarios llegan a las 10am. El diario me gusta en el desayuno nomás.

P.: ¿Cuáles son los cronistas que más respetas?

J.F.: Este fin de semana estuvo acá de visita el politólogo y poeta Martín Rodríguez que está en el programa con Mario Wainfeld junto a Mariana Enríquez, me gusta como piensa y escribe, me divierte y me resulta provocativo. Marianita también me gusta como escribe. Agustina Paz Frontera también me encanta, es una chica que tiene un libro genial sobre los Mapuches punks. Camila Sosa Villada la sumo también, autora de “Las malas”, tiene una polenta total y ese libro es el libro del año, toda la gente que lo lee enloquece.

P.: Ya que estamos hablando de periodismo, contanos un poco de tu experiencia radial con Rep.

J.F.: Fue una locura que se le ocurrió a él y al hijo del Pajarito García Lupo, que era nuestro productor. Yo le dije que no me iba a mover de Gesell y entonces decidieron hacerlo en Pinamar y di el ok, hubiera preferido haberlo hecho en Gesell pero allá estaba Bueno, en un lugar mirando al mar y nos ponían una radio para hacerlo, cosa que era complicada. Él, el hijo de Pajarito y yo elegíamos la banda de sonido. Yo tenía que leer unas contratapas o contar historias rusas y él me hacía preguntas delirantes. Después hablamos brevísímamente de fútbol y entrevistábamos gente. Nos dimos el gusto de hablar con Dolina de cómo escribe y cuál es su modus operandis a la hora de escribir. Charlamos con mucha gente extraordinaria. El programa duraba tres horas, era un delirio. Yo no tenía idea de hacer radio, Miguel sí. 

P.: ¿ Y te pegó el gusto de seguir haciendo radio?

J.F.:  No, me da muchísimo miedo, porque empezás a hacer radio y creés que es como escribir pero más fácil y después no escribís más y me da pánico. Igual que el hacer tele, me han propuesto varias veces convertir el formato contratapa conmigo filmando, con imágenes de archivo y no.

P.: ¿Seguís trabajando en la colección Rara Avis?


J.F.: Sí, el libro de Camila lo saqué en la colección. El mes que viene sale un libro del italiano Leonardo Sciascia, una historia sobre un ciéntifico italiano que era un genio que iba a descubrir la bomba atómica y sabía que lo iba a hacer sino desaparecía. Eran los años de Mussolini y Hitler, mientras estaban los Aliados tratando de inventar la bomba atómica en EEUU, en Alemania había un grupo y en Italia otro, y este científico era el genio y desapareció, se tomó un barco. Era profesor en Nápoles y vivía del otro lado de Sicilia y desapareció para no inventar la bomba atómica. Esto sale el mes que viene y tiene 120 páginas, es un caramelo.