Con
Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo
estuvo por mitad del lado de los vivos mientras el resto, desde un
lenguaje inalcanzable, invocaba y proponía una realidad atisbada en
los insomnios de Rodez. Como sigue siendo natural entre nosotros, nos
enteramos de esa muerte por veinticinco menguadas líneas de una
«carta de Francia» que mensualmente envía el señor Juan Saavedra
(a la revista Cabalgata); cierto que Artaud no es ni muy ni bien
leído en ninguna parte, desde que su significación ya definitiva es
la del surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad:
un surrealismo no literario, anti y extraliterario; y que no se puede
pedir a todo el mundo que revise sus ideas sobre la literatura, la
función del escritor, etc.
Da
asco, sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y
profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo
más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo
sentido. Los mismos jefes desfallecen agotados, retornan con cabezas
gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que poemas en
volumen), al arcano 17, al manifiesto iterativo. Por eso habrá que
repetirlo: la razón del surrealismo excede toda literatura, todo
arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo
es cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la
realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón
piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado
(lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una
razón razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la
mera prosecución, dialécticamente antitética, del viejo orden
supuestamente progresivo.
A
salvo de toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo
hasta el fin en una continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es
ese hombre para quien el surrealismo representa el estado y la
conducta propios del animal humano. Por eso le era dado proclamarse
surrealista con la misma esencialidad con que cualquiera se reconoce
hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y primera, y no
contaminación cultural al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que
esto se advierta mejor; lo digo para los jóvenes supuestamente
surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que
dicen «esto es surrealista» como quien le muestra el ñú o el
rinoceronte al niño, y que dibujan cosas surrealistas partiendo de
una idea realista deformada, teratólogos a secas; es ya tiempo de
que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos
con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote,
retratos tuertos premonitorios, exposiciones y antologías).
Simplemente porque el ahondamiento surrealista pone más el acento en
el individuo que en sus productos, avisado ya de que todo producto
tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la
tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que
el escribir sea —como tan pocas veces— un vivir. Salto a la
acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la
realidad como poética, y su vivencia legítima: así es que en
último término no se ve que continúe existiendo diferencia
esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la realidad) y un
acaecer poético—cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer—
(modos fácticos de la misma realidad).
«Si
soy poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino
para vivirlas», afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri
Parisot, escrita desde el asilo de alienados de Rodez. «Cuando
recito un poema, no es para ser aplaudido sino para sentir los
cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos, temblar y virar
al unísono con el mío, virar como se vira de la obtusa
contemplación del buda sentado, muslos instalados y sexo gratuito,
al alma, es decir a la materialización corporal y real de un ser
integral de poesía. Quiero que los poemas de François Villon, de
Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan
verdaderos, y que la vida salga de los libros, de las revistas, de
los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican para
captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos...».
Quién
podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida
surrealista más ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios
incontables, dueño de un falaz bastón mágico con el que intentó
un día sublevar a los irlandeses de Dublín, tajeando el aire de
París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus exorcismos,
viajero fabuloso al país de los Tarahumaras, este hombre pagó
temprano el precio del que marcha adelante. No quiero decir que fuese
un perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del
precursor, etc. Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a
Artaud en la orilla misma del gran salto; creo que esas fuerzas
moraban en él, como en todo hombre todavía realista a pesar de su
voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura —sí,
profesores, calma: estaba loco— es un testimonio de la lucha entre
el homo sapiens milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que
balbucea más adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo,
trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar hasta la
fusión total. Artaud fue su propia amarga batalla, su carnicería de
medio siglo; su ir y venir del Je est un Autre que Rimbaud, profeta
mayor y no en el sentido que pretendía el siniestro Claudel,
vociferó en su día vertiginoso.
Ahora
él ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire
húmedo sin luz. Las horribles cartas escritas desde el asilo de
Rodez a Henri Parisot son un testamento que algunos no olvidaremos.
1948