La pobrecita del Paraíso, la manzana
de corazón podrido, gira en silencio acercándose al núcleo del
remolino. Va a perderse ahogándose en esa negra abertura. ¡Pobre
manzanita civilizada! Hay Carnaval en el Máximo Cielo y allí va
hacia el abismo la ingenua fruta, cargando los secretos del suicidio
en la huronera de Occidente.
No hemos salido del bosque aun y ya estamos dando
gracias. Caminamos agotados mirando el zigzag luminoso de los
proyectables en el cielo. Las cejas cargadas de espuma vegetal, el
olor de la tierra en un vapor metálico penetra las narices y nuestra
musculatura se moja en una árabe pálida de hierbas podridas.
Linternas poderosas barren el valle buscándonos. Nos detenemos a
mirar las llamaradas que azotan al horizonte. El regreso de la
patrulla, una y otra vez…
El estratega traza el mapa con buen
ritmo. En su video se cortan paralelos y meridianos. Contempla la
telaraña en la que han caído sus hombres. Los imagina con el agua a
la cintura o en las colinas atenazadas por el enemigo, volando en
explosiones coloridas y cayendo pedazo a pedazo. Y ve también a los
que esperan para explotar maldiciendo su nombre en el incómodo
inflable de la enfermería de campaña. Escucha a sus hombres, sordos
por el estruendo, diciendo sus oraciones cuando un globo de calor los
interrumpe para cortarles el nervio.
Los técnicos redujeron la gira de la
burbuja de gas en el frente. El “material coreano” recorrió los
equipos protectores de potasio yodado. Nuestra tropa se ha vuelto
cruel. No voy a entrar en detalles. Durante la tregua nocturna, el
primer teniente me contó que su bisabuelo fue fusilado aquí en
Dublín, en una plaza. Me soltó también que la idea toda del ataque
es tan descabellada que solo un borracho destruido como el pudo estar
de acuerdo en arriesgar sus hombres. Todo mientras subía al coche de
la Agencia Gubernamental y partía custodiada por una tanqueta
cerebrada japonesa. Lo veía alejarse por el camino que corre entre
las dunas cuando la altura se iluminó. Un pequeño gesto enemigo
bajó del cielo. Como un rayo cayó sobre el grupo. Los vehículos
estallaron como uvas y un velo denso y amarillo nos separó por un
momento. Luego, nada en absoluto, ninguna señal…
El cielo se ha transformado en un papel metálico donde
las voces se mezclan en órdenes y gritos sordos. Los caminos se
alinean en los muelles. Puntos de acetileno cegadores acompañan el
sonido de las sirenas y las maldiciones de los oficiales. Los
radioespejos vibran iluminados y los infantes inundan los hangares
acomodándose como mercancía. La casa rodante del comando es lo
único inmóvil. Pintarrajeada y silenciosa entre todo el hormigueo.
Adentro el tiempo se ha rasgado para el joven comandante y un temor
desconocido brilla como una navaja en su cerebro. Sus pómulos están
duros como tablas. Se pone de rodillas lentamente y se afloja los
correajes. Se quita el traje frío aguantando la respiración. Un
minuto más… los párpados apenas resisten. Ya no duele cuando
estallan sus músculos abdominales y se muere hirviendo. Por la
ventana llegan los gritos de sus hombres, aprestándose, excitando
sus perros de combate. Picándolos con palos para que aúllen sin
cesar.