“La poesía se hace con palabras”, aclaró Mallarmé. Pero, en
verdad, ¿cómo definirla con , siempre la desbordará. Si en cambio abre un
ángulo demasiado vasto sólo abarcará una sombra. En cambio, un golpe de ola,
una lágrima observada fuera de su contenido emotivo, simplemente como el mágico
deslizarse de esa gota de un líquido astral a lo largo de una mejilla de mujer,
el esplendor de pasión en los ojos de dos amantes que se miran, las relaciones
caníbales en las suntuosas alcobas mentales del deseo, pueden definirla sin
vacilaciones. En definitiva, en cualquier situación la realidad produce
estímulos que al tocar de cierto modo la sensibilidad del poeta, le abren paso
a la poesía. Ese bloque de noche apoyado sin auxilio sobre mi corazón, ese
trozo de queso fastuoso apoyado sobre un rudo tablón en la cueva de Robinson.
Así, cada día, al reunir mis huesos esparcidos por la marea en el piso de mi
dormitorio, siento en ellos el zumbido del Ecuador, en el que reconozco a la
poesía.
En
todo tiempo, desde Platón a Mallarmé o a Pound, los poetas han hablado de la
poesía. Pero es en la época moderna cuando más se ha reflexionado sobre ella.
Quienes manejan sus mágicos materiales quieren saber cómo son. Analizan las
estructuras que ellos mismos han inventado, escrutan por separado sus
mecanismos. Pero no logran –jamás lo
lograrán-, dar con la síntesis total. Sólo aproximaciones. Siempre fracasará
ese intento de definir la poesía más allá del poema. Ese gran anillo de vértigo
que establece la identidad de los contrarios, esa permanente mirada furtiva que
pone al descubierto los enigmas, no las respuestas, de nuestra condición. El
bello libro de Paz, “El arco y la lira”, es una de las tentativas más logradas
en tal sentido. En cierto momento hace pasar al lector del otro lado del
espejo. Es decir, lo traslada con el discurso más riguroso, a ese espacio donde
la poesía levanta vuelo. Una lúcida inquisición que a través de clarísimas
proposiciones desemboca en la magia. La neurótica relojería estructuralista, en
cambio, termina por roer sistemáticamente, con fría paciencia, los huesitos del
pájaro con la pretensión de explicar su vuelo.
Cuando
me siento tentado de hablar de poesía, tomo en mi mano un objeto africano que
me acompaña ya hace mucho tiempo. Una especie de cortapapel tallado en ébano,
con la cabeza de una negra, los gruesos labios redentores y las mejillas
tatuadas. Ese objeto, a la vez exótico y familiar, me parece de una intensa concreción poética.
No sé por qué despierta en mí el sentimiento de una revelación, algo como una
cristalización material de la poesía, como si ésta, de una manera virtual
hubiera depositado en él una chispa secreta de su energía, de una inocultable
evidencia y, sin embargo, indescifrable.
¿No ocurrirá lo mismo con todo cuanto nos rodea, a la espera de un
instante de verdadera atención? –me pregunto-, ¿la realidad no será
talismánica? Con la virtud del talismán, esa cosa que puede ser una joya,
cualquier trozo de materia anodina, los restos de un harapo o un guijarro, un
escapulario o una medalla, pero que concita en sí poderes, está cargado de un
fluido, de una fuerza imponderable cuyo sentido está más allá de la fe, en la
sombra de la esencia misteriosa del ser. Tener en la mano esa pequeña imagen
labrada, me impide toda especulación intelectual sobre la poesía, con la
certidumbre de que nunca alcanzaría a “presenciarla” con más nitidez que en esa
forma que la contiene. Cualquier partícula del mundo posee esta virtud.
La
poesía escapará siempre a toda definición racional. Sólo puede ser definida a
través de la imagen, es decir, de las visiones, de las iluminaciones en el
sentido de Rimbaud, de algo que de pronto ilumina el espíritu con un destello
de la realidad profunda.
Creo,
por mi parte, que la poesía nace de la frustración. De la avidez de
conocimiento, del deseo y su imposibilidad de colmarse en el mundo. Es el
signo, el paraíso y el infierno de todo cuanto de espléndido y pasional, de
libertad y aventura, el deseo puede azuzar en el escenario imaginario de las
dichas y los suplicios mentales. La poesía es ese espacio en el cual el hombre
sobrepasa el horizonte de la realidad inmediata, sus impasibles y fabulosamente
equívocas apariencias, donde desaparecen la oposición de los contrarios de una
unidad cósmica, de la que surgen enigmas que la imagen a la vez plantea y
ahonda.
Entre
uno y las cosas, entre uno y los seres hay una distancia que jamás se cubre del
todo. Entre la conciencia del yo y la proposición de los sentidos queda algo
así como esos agujeros negros de que habla el conocimiento actual del cielo, de
una vertiginosa fuerza centrípeta. Sólo la poesía puede franquearlos más allá
de las categorías de la razón.
La
poesía está en todo, omnipresente y secreta. Su seducción de gran mujer
fatal, que hechiza y no se entrega,
constituye una tentación permanente. Es decir, lo que su aparición revela es al
amante, su sorpresa al ver sus gestos cotidianos tornarse milagrosos, esa gran
llamarada que de súbito lo precipita a un auto de fe donde confesará algo
inconfesable. Es un gran meteoro subterráneo. Y las embrujadas medias de seda
de esa mujer en una alcoba del océano, descienden lentamente a lo largo de sus
muslos, como la malla delicada del poema va descubriendo la carne deslumbradora
de la realidad.
La
poesía es siempre ritual, una consagración, se impone como un sacramento. En
ella todo adquiere su dimensión esencial. Lo que en ella aparece nos descubre
sus conexiones, sus vínculos con el universo, no con el orden unitario
establecido por la razón. He ahí la
mosca, la incontenible mosca con el zumbido del verano pero también con el
hielo de la muerte en la médula. La poesía le ordena explorar los despojos y
los festines, posarse sobre la tonsura del obispo, apreciar las emanaciones de
la sopa, ser testigo de todos los gestos humanos desde el nacimiento hasta la
tumba, amores, crímenes, cópulas, entierros, con un zumbido estremecedor. No el
que proclama la simple sed de sangre del mosquito, sino el terrible sonido de
la trompeta del Angel.
Como
se sabe, la realidad no existe si la palabra no la hace surgir del caos, y esa
es la misión de la poesía.