En 1985 José Luis
Castiñeiras vivía en París, se había formado como antropólogo en la Universidad
de Madrid, pero había elegido vivir de la música. Por ese entonces, integraba
el grupo Anacrusa –faltaban aún algunos años para que fuera bajista de Mercedes Sosa-. Sin otra intención que
conocer personalmente a uno de sus más
admirados intelectuales, fue al encuentro de Claude Lévi-Strauss. Basta leer “El pensamiento salvaje” o “Lo crudo y lo cocido” para calibrar el
lugar de Lévi-Strauss en la
configuración del pensamiento contemporáneo. Compartimos esta entrevista donde destellan las sutilezas
dialécticas y el muy seductor manejo del lenguaje de este maestro francés en el
arte de pensar.
Pregunta.: Una primera pregunta casi obligada, ¿qué es para usted la
etnología y para qué sirven los etnólogos?
Claude Levi-Strauss: Es cierto ¿para
qué sirve la etnología? Bueno, usted sabe que es una de las numerosas maneras
de tratar de comprender al hombre. Si se busca comprenderlo a la manera de los
filósofos, uno puede replegarse en sí mismo y tratar de profundizar el nivel de
la conciencia. O bien puede tratar de observar aquello que en las
manifestaciones de la vida humana es lo que puede ser considerado como más
cercano a nosotros, es decir, nuestra historia, desde sus orígenes
greco-romanos o desde el Cro-Magnon. O bien, se puede tratar de ampliar el
conocimiento del hombre incluyendo también las sociedades más lejanas ,y
aquellas que nos parezcan, incluso, las más humildes y las más miserables, de
manera que nada de lo humano nos sea ajeno.
P.: La etnología sería entonces una especie de continuación de la
reflexión humanista, salvo que los temas de esa reflexión se buscaría en las
poblaciones que eran calificadas, hasta hace muy poco tiempo, como salvajes.
C.L-S: Exactamente. Las tareas
emprendidas por los hombres del Renacimiento, es decir, tratar de comprenderse
mejor ellos mismos, a través de una mirada sobre el hombre de civilizaciones
exóticas, como Grecia y Roma, para así colocar a su propia sociedad en
perspectiva, fue ampliándose luego con el desarrollo de los medios de
comunicación, de los grandes viajes de exploración, integrando al mundo árabe,
la India, China, el Japón. La etnología representa la tercera y última etapa de
esta empresa humanista que ha tratado de comprender al hombre a través de la
totalidad de sus experiencias y de sus realizaciones.
P.: Pero entonces se podría decir que los etnólogos van a buscar
conocimientos en otras sociedades, que no los pueden descubrir en las suyas
propias…
C.L-S.: Yo no diría eso, porque hay
también en nuestras propias sociedades conocimientos valiosos. Pero también
pretendemos comprender otras culturas y descubrir que nuestra sabiduría es una
entre centenares o miles. Cada una de las cuatro o cinco mil sociedades que han
existido desde que el hombre apareció sobre la tierra –y seguramente ha habido
muchas más, pero sobre las cuales no poseemos suficientes informaciones-, cada
una representa, a su manera, una forma de la sabiduría y nosotros no podemos
tratar de comprender la nuestra sin ponerla en perspectiva con relación a todas
las otras.
P.: Entonces, la etnología nos invitaría a una especie de modestia, de
humildad…
C.L-S.: Esa ha sido su función desde
que apareció en nuestra literatura. Si usted observa esas primeras
manifestaciones en Rabelais o en Montaigne, pues son los primeros en tener una
curiosidad etnográfica, descubrirá en sus intenciones la voluntad de hacer una
crítica de nuestras creencias, de nuestras instituciones. Pero por crítica no
querría para nada emplear su sentido despreciativo: criticar es tratar de
analizar, es tratar de comprender, es tratar de ponerse en relación con otros
modos de vida y de pensamiento.
P.: Usted habla de la disciplina etnológica como parte de una literatura,
pero en realidad sus comienzos fueron como profesor de filosofía, ¿no es
verdad?
C.L-S: Me da un poco de vergüenza
hablar de eso pues, evidentemente, en mi juventud las cosas no pasaban para
nada como ahora. En 1931 acababa de obtener mi título en filosofía, y en esa época no existía cátedra de Etnología en
la universidad francesa. Había solamente un Instituto de Etnología, pero era
una formación parauniversitaria. Yo soy un etnólogo improvisado. No sabía nada
de esa disciplina antes de partir para el Brasil.
Una
mañana me llaman: “¿Aceptaría partir para el Brasil? Estamos reclutando un
equipo para la universidad de San Pablo. Necesitaríamos una respuesta antes del
mediodía”. Entonces, entre las 9 y las 12, decidí partir para el Brasil, del
cual no había oído hablar más que en la clase de geografía. Allí me encontré de
golpe como titular de una cátedra de sociología. Inmediatamente encaré la
enseñanza de una manera muy práctica.
Comencé
enseguida, en ocasión de las primeras vacaciones. Me fui al interior, primero
por diez o quince días, luego por los tres o cuatro meses de vacaciones de
verano. Fue entonces que tomé contacto con indígenas, no muy alejados de las
ciudades, que estaban ya muy aculturados, muy cercanos a lo que eran los paisanos
pobres. Luego fui más lejos, al Mato Grosso. Y finalmente dejé la Universidad
para consagrarme a una misión que recién terminó en el 39, fecha en la cual
regresé a Francia.
P.: Algunos de estos datos biográficos están en su obra “Tristes
trópicos”. Una obra que ya ha cumplido los treinta años y que cuando apareció
fue celebrado por la Academia Goncourt
con un comunicado, lamentando no poder premiarla por no tratarse de una novela.
C.L-S.: Sí, es verdad, porque en sus
orígenes, “Tristes trópicos” era una novela. Cuando regresé de mi última
expedición en el Brasil dispuse de algunos meses para tratar de reincorporarme
a la vida francesa antes de la movilización y la guerra. Y yo me había
propuesto utilizarlos en escribir una novela, que se llamaría “Tristes
trópicos”, ese era el título original. Y luego, al cabo de 50 páginas, me di
cuenta que estaba fabricando un Conrad muy, muy malo –yo tenía una perdida
admiración por él-, y comprendí que no estaba hecho para eso. Por lo tanto, lo
abandoné, y cuando muchos años más tarde, en 1954, Jean Manoury me pidió que
escribiera un libro para su colección “Tierras humanas”, decidí conservar el
título de lo que podía haber sido la novela, y sólo guardé las páginas que se
llaman “Una puesta de sol”, que eran el comienzo de la novela.
P.: Sin embargo, al leer esa obra, uno puede preguntarse sino se
pretendió probar que los etnólogos “tiene alma”, una sensibilidad e incluso un
estilo.
C.L-S.: Es curioso, porque fue un
libro escrito casi en la exasperación; no es para nada lo que pretendía hacer.
Yo tenía deseos de hacer ciencia, y “Tristes trópicos” fue escrito en cuatro
meses, y como una tarea de la cual era necesario que me desembarazara, ya que
no tenía para nada el placer de contar pequeñas historias, recuerdos de viaje.
Y sin embargo me veo obligado a reconocer, retrospectivamente, que hay en
“Tristes trópicos”, una cierta verdad científica que puede ser más grande que
en otras obras de pretendida objetividad, por la sencilla razón de que intenté
reintegrar al observador en el objeto de su observación. Es un libro escrito
con uno de esos objetivos que se llaman “ojo de pescado”, que muestran no
solamente lo que hay delante, sino también lo que hay detrás de la cámara
fotográfica, por lo tanto, no es una relación objetiva de mis experiencias
etnológicas, es una descripción de mí mismo en el acto de vivir esas
experiencias etnológica, y por consiguiente, incluye una cantidad de cosas que
nunca me permití incluir en obras de tipo erudito.
P.: Las primeras dificultades de contacto para un etnólogo son de orden
lingüístico, ¿cómo hacía usted ya que no tenía ninguna preparación en la
especialidad?
C.L-S.: Hoy no permitiría nunca a
ninguno de mis estudiantes trabajar en las condiciones en que yo comencé. La
etnología, tal como se concibe hoy implica quedarse en el terreno de 18 meses a
dos o tres años, ser capaz de desenvolverse en la lengua al cabo de seis meses.
Los problemas lingüísticos, en nuestro tiempo, los resolvimos gracias a dos o
tres intérpretes indígenas, en el mejor de los casos. Con los Nambikwaras, ante
la ausencia total de intérpretes, nos
fabricamos una especie de código a partir de algunos intercambios. Felizmente,
la gente que uno va a ver son tan curiosos, con respecto de nosotros, como
nosotros de ellos. Pero todo eso no permite ir demasiado lejos. Yo soy un muy
mal lingüista, y es una de las razones por las cuales, después de haber
aprendido sobre el terreno, me volqué hacia la teoría.
P.: Volviendo a su libro “Tristes
trópicos”, al final usted hace un elogio de Rousseau, calificándolo
“nuestro maestro”, “nuestro hermano”, ¿cómo se entiende esta cita literaria,
que también incluye a Chateaubriand?
C.L-S.: A medida que pasan los años, me parece, de
más en más, que Rousseau y Chateaubriand son una especie de pareja insoluble.
Que no son dos personajes, sino dos aspectos de un solo personaje, que miran en
direcciones opuestas, como dos hermanos siameses, solidariamente unidos.
Hay,
en un principio, la escritura. En el fondo, nadie escribió el francés como Rousseau
y Chateaubriand lo han hecho. Y luego está esa especie de distanciamiento que
buscan el uno y el otro, en relación a su experiencia y a su pasado. Es en ese
sentido que podemos decir que Rousseau es uno de los fundadores de la
etnografía. El no fue a buscar solamente en la vida campesina, que estaba bien
alejada para el hombre de la ciudad, y en las relaciones de los primeros
viajeros. Chateaubriand, por su parte,
fue a América, hizo por lo tanto una experiencia directa.
P.: Y en usted esa experiencia se decidió, lo cito: “un domingo del otoño
de 1934, a las nueve de la mañana”
C.L-S.: Es totalmente cierto, yo
había estado muy vacilante sobre la elección de mi carrera. De hecho había
pensado en comenzar a preparar mi ingreso al Normal Superior, pero renuncié
porque no sabía suficiente griego. Mi profesor de ingreso me dijo: “Usted no
está hecho para la filosofía, usted está hecho para las leyes”. Por lo tanto,
comencé los estudios de Derecho. Claro que como en la época era muy fácil, ya
que nos aprendíamos un ayudamemoria antes de los exámenes y no íbamos nunca a
las clases, entonces aproveché para
hacer al mismo tiempo una licenciatura en filosofía. Y así fue como me convertí
en profesor de filosofía en un liceo de provincia.
P. En “Tristes trópicos” hay
una clara mención al sentido profundo de su elección profesional, cuando dice
que hay grandes posibilidades de encontrar en el etnógrafo factores objetivos
que lo muestran poco o nada adaptado a la sociedad que lo vio nacer. ¿Fue este
su caso?
C.L-S.: Sí. En realidad nunca fui un
hombre del siglo en que el azar me hizo nacer. Siempre estuve apasionado por
las curiosidades exóticas o de anticuario. En el espíritu siempre viví lejos, o
en otras épocas que la mía.
Yo
me siento, en realidad, como un hombre del siglo XVIII,, puede ser incluso del
XIX, más que un hombre de este siglo, donde todo lo que me gusta, todo aquello
que aprecio está condenado a desaparecer. Y esta es una confesión
autobiográfica. Me hubiera gustado vivir en una época en la cual, digamos, los
medios de comunicación fueran ya suficientemente rápidos para no pasar toda la
existencia –como Marco Polo- en atravesar el mundo. Pero al mismo tiempo, el
hecho de viajar tres meses sobre el mar, conducía a una experiencia totalmente
irreductible a aquella en la cual uno ha vivido. En cambio, ahora tomamos una
avión, estamos en diez o doce horas y ¿con qué nos encontramos? Con un
aeropuerto que es exactamente idéntico al que acabamos de dejar.
P.: Por lo tanto, para usted, en esa época, cambiar de continente, ir
hacia los indios de Brasil era, de algún modo,
cambiar de siglo.
C.L-S.: Claro, y en 1935 empecé con la práctica
etnológica o, más bien, sociológica, ya que era mi especialidad en la
Universidad de San Pablo, trabajando con mis estudiantes en la etnología de la
ciudad. Puedo decirle que la ciudad siempre me ha apasionado como objeto de
estudio. Como se constituyen a través de los años, de los siglos, a veces
milenios, pero por una cantidad de pequeñas
decisiones individuales, sin tener un sentido o plan de conjunto, me interesaron siempre como manifestaciones
de una forma de estructura viviente.
P.: Al referirse a ese término tan controvertido, estructura, alguna vez
usted habló de una intuición del estructuralismo, ¿no es cierto?
C.L-S.: Por supuesto que no es más
que una anécdota, pero es exacta. Yo me encontraba entre abril y mayo del 39
muy cerca de la línea Maginot. Era el
comienzo de la guerra y no había mayor cosa para hacer, aún más porque yo era
agente de enlace con los británicos, y no había un solo inglés en el lugar. Así
es que me dedicaba a pasear. Recuerdo que el espectáculo de la esfera del
“pissenlit” me golpeó realmente. Me dije entonces que era difícil concebir como
una simple acumulación de azares, sin relaciones de los unos con los otros,
esta forma tan armoniosa y perfecta. Tenía que haber ahí un principio
organizador. Mi reflexión de entonces se detuvo ahí. Pero cada vez que vuelvo a
pensar en el origen real de mi pensamiento teórico, veo de nuevo esa esfera de
“pissenlit”.
Más
tarde, leyendo el libro que Marcel Granet había consagrado a las reglas del
casamiento y a los sistemas de parentesco en la China antigua (el autor se
remitía a una reconstrucción histórica muy compleja a fin de comprender el
funcionamiento de esas reglas y sistemas), y entonces volví a pensar en el
“pissenlit”. Y me dije: he ahí un conjunto de prácticas simples y coherente que
gente no erudita vive cotidianamente y al que se debe poder acceder por un
camino transversal, una vía de acceso más simple, apelando a principios
directores inconscientes. Puesto que los chinos no eran más conscientes que los
“pissenlits” de su complejidad o de su perfección. Así fue como escribí mi
primer libro importante: “Las estructuras elementales del parentesco”.
P.: ¿Actualmente el estructuralismo es importante?
C.L-S: Yo no me animo más a emplear
la palabra. Se la ha servido con todas las salsas posibles. Para mí es siempre
lo mismo, lo que me enseñaron esas instituciones sumarias de las que hablamos.
En ciencias humanas todo es tan complejo que uno está obligado a poner en
evidencia un cierto número de relaciones bastante simples. Alberto Durero, en
el siglo XVI decía ya lo mismo. El estructuralismo se remonta por lo menos al
Renacimiento e incluso aún más lejos.
P.: En alguna oportunidad usted se refirió al rol del cine en la
etnología.
C.L-S.: Yo le otorgo al cine una
importancia muy grande. Imagínese una película de 10 o 15 minutos rodada en la
Roma o Grecia antiguas, una calle de Atenas unos siglos antes de Cristo. Todas
nuestras ideas sobre la antigüedad se encontrarían sin duda profundamente
cambiadas. Pero lamentablemente, las películas etnológicas me aburren. Sin duda
porque todas son concebidas de la misma manera. Un poblado, las mujeres en los
campos, los hombres cazando, las danzas…
El
film etnológico no debería ser una preparación sino el término de un estudio en
profundidad. Quien realiza la película debería poder reflejar eso que hace
única a la sociedad en la que filma.
En
1935, en una de mis expediciones, había llevado una cámara de 16 mm.
Rápidamente me di cuenta que detrás del objetivo yo no veía nada, no comprendía
nada. Comprender es ver, discutir con el otro. Los que filman y los que
trabajan no deberían ser los mismos. No hay que olvidar sobre todo que esa
película que se hace, en 5 o 10 años hará parte del patrimonio de la gente a
que se ha filmado. Esta película es una deuda más grande con respecto a ellos
que una real necesidad para nosotros.
P.: Hay una palabra que hasta ahora no ha pronunciado y cuya ausencia
asombraría, y es la palabra ecología. ¿Acaso los etnólogos no han sido los
primeros ecologistas?
C.LS: Creo que sí, porque han
aprendido en la escuela de los pueblos, que son ellos mismos auténticos
ecologistas. Que han triunfado, usando todo tipo de prácticas que nosotros
juzgamos supersticiosas con un poco de desprecio, y que han logrado mantenerse
en equilibrio con el lugar natural en que viven. Entre estos pueblos, existen
creencias en un amo de los animales, que vela celosamente sobre los campos de
caza, y de quienes sabemos enviará castigos sobrenaturales a quienes maten más
de lo estrictamente necesario. Lo mismo referido a la vegetación, ya que para recoger la más pequeña planta
medicinal es necesario hacer ofrendas al espíritu de esa planta. Bien, todo eso
obliga a mantener relaciones mesuradas. Y ciertos pueblos tienen incluso dentro
de su universo de creencias la certeza de que el capital de vida que está a
disposición de los seres es uno, y en consecuencia, cada vez que una especie
toma demasiado, debe pagarlo a costa de la suya propia, como en un banco.
Y
por supuesto, todo esto golpea al etnólogo, que observa una manera yo diría
sensata de vivir, de conducirse, de considerarse, como no habíamos hecho,
digamos, desde el Antiguo Testamento. No ya como amos y señores de la creación,
sino como una parte de esa creación que debemos respetar, puesto que lo que
destruimos no será nunca reemplazado, con la responsabilidad implícita de
transmitirlo tal cual lo recibimos a nuestros descendientes. Esa es una gran
lección; yo diría que es la lección más grande que el etnólogo puede sacar de
su oficio.
P. : ¿Y usted cree que será oído? ¿Qué el hombre puede renunciar a ser el
señor de la creación?
C.LS.: No, francamente no, y por eso
es que no soy un optimista, y no me siento muy cómodo en la sociedad en que
vivo.
P.: ¿Regreso al Brasil o tiene la intención de volver?
C.LS.: Nunca volví. He tenido muchas
oportunidades de hacerlo, y sobre todo hace un par de años, cuando se celebraba
el cincuenta aniversario de la creación de la Universidad de San Pablo. Con
esto quiero decir que tengo un poco de reticencias a llorar sobre mis recuerdos
de juventud y de volver a encontrar regiones que, por supuesto, yo quisiera volver a ver, pero que puse meses
para recorrerlas a lomo de mula o en piragua, o incluso a pie, y verlas
atravesadas por autorrutas; y encontrarme a aquellos indios que conocí todavía
en una frescura que no voy a llamar primitiva, porque sería un poco exagerado,
pero, en fin, llevando una vida tradicional, reducidos a especies de vagabundos
a los lados de las rutas por donde circulan los camiones. No tengo ganas de ver
eso, es horrible.
P.: Entonces, en el fondo hay algo de verdad en que el peor depredador
del hombre es el hombre mismo.
C.LS.: Yo tengo la impresión que
nuestra civilización se olvida del hombre de tal manera, que volvemos, en lo
que respecta a nosotros mismos, a ser
como los pueblos que en otra época nosotros dominábamos. Nos volvemos nuestros
propios colonizados.
Aun
así, nunca hay que hacer profecías o previsiones, y en esto también me puedo
equivocar. Y que toda la humanidad, que ha pasado por muchos sucesos difíciles
y de circunstancias delicadas, puede muy bien encontrar la forma de salir de
esto. Pero hay otra cosa que me da serenidad, y es la creencia que tengo en el
valor y la importancia del pensamiento científico. Nuestra civilización, con todas sus faltas y crímenes, tiene en
todo caso algo en su activo y es el haber dado origen al pensamiento
científico, y el haberlo desarrollado en los últimos 50 años más de lo que se
había desarrollado en los años anteriores. Y este esfuerzo del hombre por
comprender, sabemos muy que nunca llegará a un término, que no puede tener fin,
que comprender algo es al mismo tiempo percibir nuevas dificultades que uno no
entiende y que será así indefinidamente. Yo no soy para nada un cientificista a
la manera del siglo XIX. Pero en todo
caso es para comprender, que el etnólogo va a estudiar justamente las formas
más extrañas a la nuestra en pueblos lejanos, y es eso lo que hace la grandeza
del hombre, es lo que le da su dignidad.
P. Una revista literaria publicó una encuesta entre intelectuales. La
pregunta era: “Muerto Sartre, ¿quedan maestros? Usted encabezó la lista, antes
que Aron y Foucault, ¿lo sorprendió?
C.LS.: Sí, mucho. Pero al mismo
tiempo, yo no he tenido dudas de que no se trataba de algo más que de un
pequeño juego de sociedad.
El
hecho más evidente es que yo no hice escuela. En cincuenta años de carrera
universitaria, tengo muchos colaboradores alrededor mío, pero todos aquellos que conocen un poco el
laboratorio de Antropología Social, donde hay treinta investigadores, saben que
no son de ninguna manera mis discípulos, que cada uno trabaja en la forma que
le es propia, y que yo siempre los estimulé a obrar de esa manera. Por
consiguiente el término “maestro” me parece totalmente inmerecido.
El
estado presente de mi espíritu es que tengo 77 años, que sé que el número de
años que me quedan por vivir es medido, que probablemente los años que me
quedan de lucidez –suponiendo que lo sea aún-, es todavía más limitado, que
tengo en mis carpetas y en mis ficheros, un cierto número de temas que aún no
he tenido tiempo de estudiar, y que, si tengo la posibilidad de escribir dos o
tres libros más, es todo lo que le pido a la existencia. El conocimiento me
parece un fin en sí. Puede ser incluso que contribuya a inspirar una cierta
sabiduría. No me animaría a decir más.