jueves, 16 de enero de 2020

ENTREVISTA A LEVI-STRAUSS





En 1985 José Luis Castiñeiras vivía en París, se había formado como antropólogo en la Universidad de Madrid, pero había elegido vivir de la música. Por ese entonces, integraba el grupo Anacrusa –faltaban aún algunos años para que fuera bajista de Mercedes Sosa-. Sin otra intención que conocer personalmente a uno  de sus más admirados intelectuales, fue al encuentro de Claude Lévi-Strauss. Basta leer “El pensamiento salvaje” o “Lo crudo y lo cocido” para calibrar el lugar de  Lévi-Strauss en la configuración del pensamiento contemporáneo. Compartimos esta  entrevista donde destellan las sutilezas dialécticas y el muy seductor manejo del lenguaje de este maestro francés en el arte de pensar.

Pregunta.: Una primera pregunta casi obligada, ¿qué es para usted la etnología y para qué sirven los etnólogos?

Claude Levi-Strauss: Es cierto ¿para qué sirve la etnología? Bueno, usted sabe que es una de las numerosas maneras de tratar de comprender al hombre. Si se busca comprenderlo a la manera de los filósofos, uno puede replegarse en sí mismo y tratar de profundizar el nivel de la conciencia. O bien puede tratar de observar aquello que en las manifestaciones de la vida humana es lo que puede ser considerado como más cercano a nosotros, es decir, nuestra historia, desde sus orígenes greco-romanos o desde el Cro-Magnon. O bien, se puede tratar de ampliar el conocimiento del hombre incluyendo también las sociedades más lejanas ,y aquellas que nos parezcan, incluso, las más humildes y las más miserables, de manera que nada de lo humano nos sea ajeno.

P.: La etnología sería entonces una especie de continuación de la reflexión humanista, salvo que los temas de esa reflexión se buscaría en las poblaciones que eran calificadas, hasta hace muy poco tiempo, como salvajes.

C.L-S: Exactamente. Las tareas emprendidas por los hombres del Renacimiento, es decir, tratar de comprenderse mejor ellos mismos, a través de una mirada sobre el hombre de civilizaciones exóticas, como Grecia y Roma, para así colocar a su propia sociedad en perspectiva, fue ampliándose luego con el desarrollo de los medios de comunicación, de los grandes viajes de exploración, integrando al mundo árabe, la India, China, el Japón. La etnología representa la tercera y última etapa de esta empresa humanista que ha tratado de comprender al hombre a través de la totalidad de sus experiencias y de sus realizaciones.

P.: Pero entonces se podría decir que los etnólogos van a buscar conocimientos en otras sociedades, que no los pueden descubrir en las suyas propias…

C.L-S.: Yo no diría eso, porque hay también en nuestras propias sociedades conocimientos valiosos. Pero también pretendemos comprender otras culturas y descubrir que nuestra sabiduría es una entre centenares o miles. Cada una de las cuatro o cinco mil sociedades que han existido desde que el hombre apareció sobre la tierra –y seguramente ha habido muchas más, pero sobre las cuales no poseemos suficientes informaciones-, cada una representa, a su manera, una forma de la sabiduría y nosotros no podemos tratar de comprender la nuestra sin ponerla en perspectiva con relación a todas las otras.

P.: Entonces, la etnología nos invitaría a una especie de modestia, de humildad…

C.L-S.: Esa ha sido su función desde que apareció en nuestra literatura. Si usted observa esas primeras manifestaciones en Rabelais o en Montaigne, pues son los primeros en tener una curiosidad etnográfica, descubrirá en sus intenciones la voluntad de hacer una crítica de nuestras creencias, de nuestras instituciones. Pero por crítica no querría para nada emplear su sentido despreciativo: criticar es tratar de analizar, es tratar de comprender, es tratar de ponerse en relación con otros modos de vida y de pensamiento.

P.: Usted habla de la disciplina etnológica como parte de una literatura, pero en realidad sus comienzos fueron como profesor de filosofía, ¿no es verdad?

C.L-S: Me da un poco de vergüenza hablar de eso pues, evidentemente, en mi juventud las cosas no pasaban para nada como ahora. En 1931 acababa de obtener mi título en filosofía, y en  esa época no existía cátedra de Etnología en la universidad francesa. Había solamente un Instituto de Etnología, pero era una formación parauniversitaria. Yo soy un etnólogo improvisado. No sabía nada de esa disciplina antes de partir para el Brasil.

Una mañana me llaman: “¿Aceptaría partir para el Brasil? Estamos reclutando un equipo para la universidad de San Pablo. Necesitaríamos una respuesta antes del mediodía”. Entonces, entre las 9 y las 12, decidí partir para el Brasil, del cual no había oído hablar más que en la clase de geografía. Allí me encontré de golpe como titular de una cátedra de sociología. Inmediatamente encaré la enseñanza de una manera muy práctica.

Comencé enseguida, en ocasión de las primeras vacaciones. Me fui al interior, primero por diez o quince días, luego por los tres o cuatro meses de vacaciones de verano. Fue entonces que tomé contacto con indígenas, no muy alejados de las ciudades, que estaban ya muy aculturados, muy cercanos a lo que eran los paisanos pobres. Luego fui más lejos, al Mato Grosso. Y finalmente dejé la Universidad para consagrarme a una misión que recién terminó en el 39, fecha en la cual regresé a Francia.

P.: Algunos de estos datos biográficos están en su obra “Tristes trópicos”. Una obra que ya ha cumplido los treinta años y que cuando apareció fue celebrado  por la Academia Goncourt con un comunicado, lamentando no poder premiarla por no tratarse de una novela.

C.L-S.: Sí, es verdad, porque en sus orígenes, “Tristes trópicos” era una novela. Cuando regresé de mi última expedición en el Brasil dispuse de algunos meses para tratar de reincorporarme a la vida francesa antes de la movilización y la guerra. Y yo me había propuesto utilizarlos en escribir una novela, que se llamaría “Tristes trópicos”, ese era el título original. Y luego, al cabo de 50 páginas, me di cuenta que estaba fabricando un Conrad muy, muy malo –yo tenía una perdida admiración por él-, y comprendí que no estaba hecho para eso. Por lo tanto, lo abandoné, y cuando muchos años más tarde, en 1954, Jean Manoury me pidió que escribiera un libro para su colección “Tierras humanas”, decidí conservar el título de lo que podía haber sido la novela, y sólo guardé las páginas que se llaman “Una puesta de sol”, que eran el comienzo de la novela.

P.: Sin embargo, al leer esa obra, uno puede preguntarse sino se pretendió probar que los etnólogos “tiene alma”, una sensibilidad e incluso un estilo.

C.L-S.: Es curioso, porque fue un libro escrito casi en la exasperación; no es para nada lo que pretendía hacer. Yo tenía deseos de hacer ciencia, y “Tristes trópicos” fue escrito en cuatro meses, y como una tarea de la cual era necesario que me desembarazara, ya que no tenía para nada el placer de contar pequeñas historias, recuerdos de viaje. Y sin embargo me veo obligado a reconocer, retrospectivamente, que hay en “Tristes trópicos”, una cierta verdad científica que puede ser más grande que en otras obras de pretendida objetividad, por la sencilla razón de que intenté reintegrar al observador en el objeto de su observación. Es un libro escrito con uno de esos objetivos que se llaman “ojo de pescado”, que muestran no solamente lo que hay delante, sino también lo que hay detrás de la cámara fotográfica, por lo tanto, no es una relación objetiva de mis experiencias etnológicas, es una descripción de mí mismo en el acto de vivir esas experiencias etnológica, y por consiguiente, incluye una cantidad de cosas que nunca me permití incluir en obras de tipo erudito.

P.: Las primeras dificultades de contacto para un etnólogo son de orden lingüístico, ¿cómo hacía usted ya que no tenía ninguna preparación en la especialidad?

C.L-S.: Hoy no permitiría nunca a ninguno de mis estudiantes trabajar en las condiciones en que yo comencé. La etnología, tal como se concibe hoy implica quedarse en el terreno de 18 meses a dos o tres años, ser capaz de desenvolverse en la lengua al cabo de seis meses. Los problemas lingüísticos, en nuestro tiempo, los resolvimos gracias a dos o tres intérpretes indígenas, en el mejor de los casos. Con los Nambikwaras, ante la ausencia total de intérpretes,  nos fabricamos una especie de código a partir de algunos intercambios. Felizmente, la gente que uno va a ver son tan curiosos, con respecto de nosotros, como nosotros de ellos. Pero todo eso no permite ir demasiado lejos. Yo soy un muy mal lingüista, y es una de las razones por las cuales, después de haber aprendido sobre el terreno, me volqué hacia la teoría.

P.: Volviendo a su libro “Tristes trópicos”, al final usted hace un elogio de Rousseau, calificándolo “nuestro maestro”, “nuestro hermano”, ¿cómo se entiende esta cita literaria, que también incluye a Chateaubriand?

C.L-S.:  A medida que pasan los años, me parece, de más en más, que Rousseau y Chateaubriand son una especie de pareja insoluble. Que no son dos personajes, sino dos aspectos de un solo personaje, que miran en direcciones opuestas, como dos hermanos siameses, solidariamente unidos.

Hay, en un principio, la escritura. En el fondo, nadie escribió el francés como Rousseau y Chateaubriand lo han hecho. Y luego está esa especie de distanciamiento que buscan el uno y el otro, en relación a su experiencia y a su pasado. Es en ese sentido que podemos decir que Rousseau es uno de los fundadores de la etnografía. El no fue a buscar solamente en la vida campesina, que estaba bien alejada para el hombre de la ciudad, y en las relaciones de los primeros viajeros. Chateaubriand, por su parte,  fue a América, hizo por lo tanto una experiencia directa.

P.: Y en usted esa experiencia se decidió, lo cito: “un domingo del otoño de 1934, a las nueve de la mañana”

C.L-S.: Es totalmente cierto, yo había estado muy vacilante sobre la elección de mi carrera. De hecho había pensado en comenzar a preparar mi ingreso al Normal Superior, pero renuncié porque no sabía suficiente griego. Mi profesor de ingreso me dijo: “Usted no está hecho para la filosofía, usted está hecho para las leyes”. Por lo tanto, comencé los estudios de Derecho. Claro que como en la época era muy fácil, ya que nos aprendíamos un ayudamemoria antes de los exámenes y no íbamos nunca a las clases,  entonces aproveché para hacer al mismo tiempo una licenciatura en filosofía. Y así fue como me convertí en profesor de filosofía en un liceo de provincia.

P. En “Tristes trópicos” hay una clara mención al sentido profundo de su elección profesional, cuando dice que hay grandes posibilidades de encontrar en el etnógrafo factores objetivos que lo muestran poco o nada adaptado a la sociedad que lo vio nacer. ¿Fue este su caso?

C.L-S.: Sí. En realidad nunca fui un hombre del siglo en que el azar me hizo nacer. Siempre estuve apasionado por las curiosidades exóticas o de anticuario. En el espíritu siempre viví lejos, o en otras épocas que la mía.

 Yo me siento, en realidad, como un hombre del siglo XVIII,, puede ser incluso del XIX, más que un hombre de este siglo, donde todo lo que me gusta, todo aquello que aprecio está condenado a desaparecer. Y esta es una confesión autobiográfica. Me hubiera gustado vivir en una época en la cual, digamos, los medios de comunicación fueran ya suficientemente rápidos para no pasar toda la existencia –como Marco Polo- en atravesar el mundo. Pero al mismo tiempo, el hecho de viajar tres meses sobre el mar, conducía a una experiencia totalmente irreductible a aquella en la cual uno ha vivido. En cambio, ahora tomamos una avión, estamos en diez o doce horas y ¿con qué nos encontramos? Con un aeropuerto que es exactamente idéntico al que acabamos de dejar.




P.: Por lo tanto, para usted, en esa época, cambiar de continente, ir hacia los indios de Brasil era, de algún modo,  cambiar de siglo.

C.L-S.:  Claro, y en 1935 empecé con la práctica etnológica o, más bien, sociológica, ya que era mi especialidad en la Universidad de San Pablo, trabajando con mis estudiantes en la etnología de la ciudad. Puedo decirle que la ciudad siempre me ha apasionado como objeto de estudio. Como se constituyen a través de los años, de los siglos, a veces milenios,  pero por una cantidad de pequeñas decisiones individuales, sin tener un sentido o plan de conjunto,  me interesaron siempre como manifestaciones de una forma de estructura viviente.

P.: Al referirse a ese término tan controvertido, estructura, alguna vez usted habló de una intuición del estructuralismo, ¿no es cierto?

C.L-S.: Por supuesto que no es más que una anécdota, pero es exacta. Yo me encontraba entre abril y mayo del 39 muy cerca de la línea Maginot.  Era el comienzo de la guerra y no había mayor cosa para hacer, aún más porque yo era agente de enlace con los británicos, y no había un solo inglés en el lugar. Así es que me dedicaba a pasear. Recuerdo que el espectáculo de la esfera del “pissenlit” me golpeó realmente. Me dije entonces que era difícil concebir como una simple acumulación de azares, sin relaciones de los unos con los otros, esta forma tan armoniosa y perfecta. Tenía que haber ahí un principio organizador. Mi reflexión de entonces se detuvo ahí. Pero cada vez que vuelvo a pensar en el origen real de mi pensamiento teórico, veo de nuevo esa esfera de “pissenlit”.

Más tarde, leyendo el libro que Marcel Granet había consagrado a las reglas del casamiento y a los sistemas de parentesco en la China antigua (el autor se remitía a una reconstrucción histórica muy compleja a fin de comprender el funcionamiento de esas reglas y sistemas), y entonces volví a pensar en el “pissenlit”. Y me dije: he ahí un conjunto de prácticas simples y coherente que gente no erudita vive cotidianamente y al que se debe poder acceder por un camino transversal, una vía de acceso más simple, apelando a principios directores inconscientes. Puesto que los chinos no eran más conscientes que los “pissenlits” de su complejidad o de su perfección. Así fue como escribí mi primer libro importante: “Las estructuras elementales del parentesco”.

P.: ¿Actualmente el estructuralismo es importante?

C.L-S: Yo no me animo más a emplear la palabra. Se la ha servido con todas las salsas posibles. Para mí es siempre lo mismo, lo que me enseñaron esas instituciones sumarias de las que hablamos. En ciencias humanas todo es tan complejo que uno está obligado a poner en evidencia un cierto número de relaciones bastante simples. Alberto Durero, en el siglo XVI decía ya lo mismo. El estructuralismo se remonta por lo menos al Renacimiento e incluso aún más lejos.

P.: En alguna oportunidad usted se refirió al rol del cine en la etnología.

C.L-S.: Yo le otorgo al cine una importancia muy grande. Imagínese una película de 10 o 15 minutos rodada en la Roma o Grecia antiguas, una calle de Atenas unos siglos antes de Cristo. Todas nuestras ideas sobre la antigüedad se encontrarían sin duda profundamente cambiadas. Pero lamentablemente, las películas etnológicas me aburren. Sin duda porque todas son concebidas de la misma manera. Un poblado, las mujeres en los campos, los hombres cazando, las danzas…

El film etnológico no debería ser una preparación sino el término de un estudio en profundidad. Quien realiza la película debería poder reflejar eso que hace única a la sociedad en la que filma.

En 1935, en una de mis expediciones, había llevado una cámara de 16 mm. Rápidamente me di cuenta que detrás del objetivo yo no veía nada, no comprendía nada. Comprender es ver, discutir con el otro. Los que filman y los que trabajan no deberían ser los mismos. No hay que olvidar sobre todo que esa película que se hace, en 5 o 10 años hará parte del patrimonio de la gente a que se ha filmado. Esta película es una deuda más grande con respecto a ellos que una real necesidad para nosotros.

P.: Hay una palabra que hasta ahora no ha pronunciado y cuya ausencia asombraría, y es la palabra ecología. ¿Acaso los etnólogos no han sido los primeros ecologistas?

C.LS: Creo que sí, porque han aprendido en la escuela de los pueblos, que son ellos mismos auténticos ecologistas. Que han triunfado, usando todo tipo de prácticas que nosotros juzgamos supersticiosas con un poco de desprecio, y que han logrado mantenerse en equilibrio con el lugar natural en que viven. Entre estos pueblos, existen creencias en un amo de los animales, que vela celosamente sobre los campos de caza, y de quienes sabemos enviará castigos sobrenaturales a quienes maten más de lo estrictamente necesario. Lo mismo referido a la vegetación,  ya que para recoger la más pequeña planta medicinal es necesario hacer ofrendas al espíritu de esa planta. Bien, todo eso obliga a mantener relaciones mesuradas. Y ciertos pueblos tienen incluso dentro de su universo de creencias la certeza de que el capital de vida que está a disposición de los seres es uno, y en consecuencia, cada vez que una especie toma demasiado, debe pagarlo a costa de la suya propia, como en un banco.

Y por supuesto, todo esto golpea al etnólogo, que observa una manera yo diría sensata de vivir, de conducirse, de considerarse, como no habíamos hecho, digamos, desde el Antiguo Testamento. No ya como amos y señores de la creación, sino como una parte de esa creación que debemos respetar, puesto que lo que destruimos no será nunca reemplazado, con la responsabilidad implícita de transmitirlo tal cual lo recibimos a nuestros descendientes. Esa es una gran lección; yo diría que es la lección más grande que el etnólogo puede sacar de su oficio.

P. : ¿Y usted cree que será oído? ¿Qué el hombre puede renunciar a ser el señor de la creación?

C.LS.: No, francamente no, y por eso es que no soy un optimista, y no me siento muy cómodo en la sociedad en que vivo.

P.: ¿Regreso al Brasil o tiene la intención de volver?

C.LS.: Nunca volví. He tenido muchas oportunidades de hacerlo, y sobre todo hace un par de años, cuando se celebraba el cincuenta aniversario de la creación de la Universidad de San Pablo. Con esto quiero decir que tengo un poco de reticencias a llorar sobre mis recuerdos de juventud y de volver a encontrar regiones que, por supuesto,  yo quisiera volver a ver, pero que puse meses para recorrerlas a lomo de mula o en piragua, o incluso a pie, y verlas atravesadas por autorrutas; y encontrarme a aquellos indios que conocí todavía en una frescura que no voy a llamar primitiva, porque sería un poco exagerado, pero, en fin, llevando una vida tradicional, reducidos a especies de vagabundos a los lados de las rutas por donde circulan los camiones. No tengo ganas de ver eso, es horrible.

P.: Entonces, en el fondo hay algo de verdad en que el peor depredador del hombre es el hombre mismo.

C.LS.: Yo tengo la impresión que nuestra civilización se olvida del hombre de tal manera, que volvemos, en lo que respecta a nosotros mismos,  a ser como los pueblos que en otra época nosotros dominábamos. Nos volvemos nuestros propios colonizados.

Aun así, nunca hay que hacer profecías o previsiones, y en esto también me puedo equivocar. Y que toda la humanidad, que ha pasado por muchos sucesos difíciles y de circunstancias delicadas, puede muy bien encontrar la forma de salir de esto. Pero hay otra cosa que me da serenidad, y es la creencia que tengo en el valor y la importancia del pensamiento científico. Nuestra civilización,  con todas sus faltas y crímenes, tiene en todo caso algo en su activo y es el haber dado origen al pensamiento científico, y el haberlo desarrollado en los últimos 50 años más de lo que se había desarrollado en los años anteriores. Y este esfuerzo del hombre por comprender, sabemos muy que nunca llegará a un término, que no puede tener fin, que comprender algo es al mismo tiempo percibir nuevas dificultades que uno no entiende y que será así indefinidamente. Yo no soy para nada un cientificista a la manera del siglo XIX.  Pero en todo caso es para comprender, que el etnólogo va a estudiar justamente las formas más extrañas a la nuestra en pueblos lejanos, y es eso lo que hace la grandeza del hombre, es lo que le da su dignidad.

P. Una revista literaria publicó una encuesta entre intelectuales. La pregunta era: “Muerto Sartre, ¿quedan maestros? Usted encabezó la lista, antes que Aron y Foucault, ¿lo sorprendió?

C.LS.: Sí, mucho. Pero al mismo tiempo, yo no he tenido dudas de que no se trataba de algo más que de un pequeño juego de sociedad.

El hecho más evidente es que yo no hice escuela. En cincuenta años de carrera universitaria, tengo muchos colaboradores alrededor mío,  pero todos aquellos que conocen un poco el laboratorio de Antropología Social, donde hay treinta investigadores, saben que no son de ninguna manera mis discípulos, que cada uno trabaja en la forma que le es propia, y que yo siempre los estimulé a obrar de esa manera. Por consiguiente el término “maestro” me parece totalmente inmerecido.

El estado presente de mi espíritu es que tengo 77 años, que sé que el número de años que me quedan por vivir es medido, que probablemente los años que me quedan de lucidez –suponiendo que lo sea aún-, es todavía más limitado, que tengo en mis carpetas y en mis ficheros, un cierto número de temas que aún no he tenido tiempo de estudiar, y que, si tengo la posibilidad de escribir dos o tres libros más, es todo lo que le pido a la existencia. El conocimiento me parece un fin en sí. Puede ser incluso que contribuya a inspirar una cierta sabiduría. No me animaría a decir más.