En marzo de 1942, estando Bertolt Brecht exiliado en
los Estados Unidos, escribió una semblanza de Adolf Hitler para la
sección “Mi personaje favorito”
de la revista Selecciones del Reader Digest. Fue rechazado, sin
demasiadas explicaciones, así como un año antes habían rechazado
una colaboración de Thomas Mann. “Un actor consumado”, se llama
el texto sobre ese cabo austríaco que llevó adelante una de las más
sangrientas aventuras del siglo veinte, gracias a poderosos apoyos
que, cuando fracasó, fingieron mirarlo horrorizado.
Me
encontraba en el Café del Jardín Imperial, en Munich, con
escritores y gente de teatro; las mesas estaban a la intemperie, era
marzo o abril pero el sol ya calentaba. En la mesa de al lado había
un hombre de aspecto común y corriente, con una frente amplia y fea,
piel enfermiza y mala postura. Sus interlocutores parecían oficiales
vestidos de civil. Se trataba de un agitador local que acababa de
celebrar una asamblea antisemita en un circo de las afueras, un tal
Adolf Hitler.
Uno
de los actores de nuestra mesa contó con irritación que Hitler
tomaba clases con Basil, el actor del Teatro Imperial, y que pagaba
ocho marcos por hora. La anécdota nos hizo reír y nos importó poco
que el agitador pudiera oírnos en la mesa de al lado.
Basil
era un actor de la vieja escuela; normalmente representaba personajes
heroicos y gesticulaba como cantante wagneriano; los versos yámbicos
de Schiller tenían que rodar por su lengua para que se sintiera
satisfecho.
Hitler
venía de una pequeña ciudad austríaca y hacía bien en tomar
clases que le enseñaran dicción y lo protegieran de la ronquera (se
decía que en sus discursos gritaba espantosamente). De cualquier
forma, era curioso que hubiese elegido precisamente a ese viejo
comediante.
Según
nos enteramos, Hitler aprendía a usar las manos en los discursos y
en las apariciones en público, a simular aplomo, a gesticular con
grandilocuencia. También a caminar: había que extender la pierna
con los dedos en punta y mantener la rodilla rígida; si además se
sumía la barbilla, el paso resultaba majestuoso.
Debo
confesar que tiempo después nada de eso me iba a parecer tan
divertido.
En
una ocasión asistí a una de aquellas asambleas y lo observé como
orador público. Su entonación era todo lo viril y heroica que podía
esperarse de un discípulo del gran Basil. Hablaba siempre en el
tono levemente herido de un hombre, a quien sin lugar a dudas y por
mera maldad, se ha acusado injustamente.
Pero
también constaté que había aprendido otras cosas de Basil.
En
los discursos importantes acostumbraba subdividir y enumerar sus
planes y argumentos: “En primer lugar”, “en segundo”, “en
tercero”, etcétera. De golpe, sentí que algo no encajaba del
todo. Cuando dijo “en quinto lugar”, tuve la vaga sensación de
que le faltó decir “en cuarto lugar”.
En
la siguiente ocasión me fijé mejor. Sí, ahí estaba de nuevo: “En
primer lugar”, y luego una pausa efectista. Hitler quería
demostrar que Alemania no tenía que pagar reparaciones de guerra a
los aliados. El asunto iba más o menos así: “En primer lugar, es
un error porque Alemania es del todo incapaz de reunir esa enorme
suma; nuestras finanzas han sido saqueadas en exceso”. Expuso esto
en forma algo nebulosa, sin apoyarse en ningún dato estadístico,
pero causó fuerte impacto. “En segundo lugar”, fue algo del
tipo: “porque Alemania no empezó la guerra”, y “en tercer
lugar”: “porque las reparaciones sólo han traído enormes
beneficios para los judíos”. “En cuarto lugar” fue alguna otra
cosa, y luego llegó, significativamente, “¡en sexto lugar!”.
Me
volví en derredor. Nos encontrábamos en una gigantesca cervecería;
el público, en su mayoría de clase media, tenderos y artesanos con
sus esposas, estaba ante enormes tarros de cerveza. Se contaban por
miles, y escuchaban absortos. El podio quedaba tan lejos que Hitler
se veía casi ridículo. Sin embargo, a través del humo de los
cigarrillos era posible distinguir cómo el mechón de pelo se pegaba
a su frente sudorosa. Hablaba atropelladamente; se diría que, en
cualquier momento, iba a caer de la tarima. Para subrayar sus “en
primer”, “en segundo” y “en tercer lugar” alzó los dedos
correspondientes, y siguió contando.
¡En
la sala nadie reparó que jamás dijo “en quinto lugar”!
Hitler
había engañado al auditorio con sus pruebas sobre el absurdo de
pagar reparaciones de guerra. Era ya un actor consumado.
Y
aún faltaba lo mejor.
Al
llegar a “en octavo” o “en noveno lugar”, sin la menor
solución de continuidad, empezó a hablar de algo enteramente
distinto. Pero no dejó de contar. Muy alterado enumeró: “En
décimo lugar, porque se ha oprimido al Movimiento Nacional” (se
refería a su partido nazi). “En onceavo lugar, porque los judíos
metieron su cuchara en el asunto”, etcétera, etcétera, un porqué
tras otro, sin que ninguno tuviera la menor relación con el absurdo
de pagar reparaciones de guerra. Me parece que de este modo llegó a
“en venteavo lugar”.
Podría
pensarse que se trataba tan sólo de un infantil malabarismo de
cifras, de algo absolutamente secundario, pero no era así. Con esas
“veinte” pruebas cuya imperturbable “lógica” cayó como a
golpes de martillo, Hitler causó enorme impresión. El Gobierno de
la República había cometido no menos de veinte estupideces y
crímenes, y él lo demostraba. El orador contradijo y desenmascaró
a la República en veinte puntos, y así magnificó su discurso.
Cuando carecía de pruebas, reforzaba al máximo los ademanes y la
postura de quien tiene pruebas. Tal era su truco.
Hitler
actuaba la lógica. Su representación convencía. Los ocho marcos
por hora que le pagaba a Basil habían sido bien invertidos.
Sin
embargo, como he dicho, aquella tarde en el Café del Jardín
Imperial yo no sabía nada de esto. Bajo el hermoso sol de primavera,
nos reímos de sus clases de actuación. En verdad parecía
necesitarlas.
La
hora que pasamos en el Jardín Imperial tuvo un desenlace curioso.
Después
de pagar, nos dispersamos y Lion Feuchwanger, el autor de Jud Suss,
de dispuso a tomar el abrigo del respaldo de su silla. En ese
momento, Hitler interrumpió su perorata, se incorporó de prisa,
tomó el abrigo de brazos de uy lo ayudó a ponérselo.
-¿Me
permite, señor doctor? –murmuró.
Para
entender el chiste del asunto hay que saber que Hitler frecuentaba el
ambiente artístico y sabía que Feuchwanger era judío y
republicano. Sólo su inseguridad ante las convenciones sociales y su
ambición de fingirse “hombre de mundo” explican que ayudara a su
“enemigo” con el abrigo. Sus acompañantes quedaron tan
sorprendidos como nosotros.
Aún
no estaba en posición de actuar durante 24 horas diarias como el
implacable fuhrer antisemita. Aún le hacían falta algunas lecciones
con Basil.
Obviamente,
esta anécdota de 1922 en el Café del Jardín Imperial no hubiera
bastado para transformar a Adolf Hitler en “personaje inolvidable”.
De eso se encargó él cuando, en el siempre mejorado desempeño de
su papel de fuhrer, obligó a que Feuchwanger y muchos otros nos
fuéramos al exilio y precipitó al mundo entero a una guerra atroz.