jueves, 20 de febrero de 2020

ADOLF HITLER SEGÚN BERTOLT BRETCH



En marzo de 1942, estando Bertolt Brecht exiliado en los Estados Unidos, escribió una semblanza de Adolf Hitler para la sección “Mi personaje favorito” de la revista Selecciones del Reader Digest. Fue rechazado, sin demasiadas explicaciones, así como un año antes habían rechazado una colaboración de Thomas Mann. “Un actor consumado”, se llama el texto sobre ese cabo austríaco que llevó adelante una de las más sangrientas aventuras del siglo veinte, gracias a poderosos apoyos que, cuando fracasó, fingieron mirarlo horrorizado.


Me encontraba en el Café del Jardín Imperial, en Munich, con escritores y gente de teatro; las mesas estaban a la intemperie, era marzo o abril pero el sol ya calentaba. En la mesa de al lado había un hombre de aspecto común y corriente, con una frente amplia y fea, piel enfermiza y mala postura. Sus interlocutores parecían oficiales vestidos de civil. Se trataba de un agitador local que acababa de celebrar una asamblea antisemita en un circo de las afueras, un tal Adolf Hitler.

Uno de los actores de nuestra mesa contó con irritación que Hitler tomaba clases con Basil, el actor del Teatro Imperial, y que pagaba ocho marcos por hora. La anécdota nos hizo reír y nos importó poco que el agitador pudiera oírnos en la mesa de al lado.

Basil era un actor de la vieja escuela; normalmente representaba personajes heroicos y gesticulaba como cantante wagneriano; los versos yámbicos de Schiller tenían que rodar por su lengua para que se sintiera satisfecho.

Hitler venía de una pequeña ciudad austríaca y hacía bien en tomar clases que le enseñaran dicción y lo protegieran de la ronquera (se decía que en sus discursos gritaba espantosamente). De cualquier forma, era curioso que hubiese elegido precisamente a ese viejo comediante.

Según nos enteramos, Hitler aprendía a usar las manos en los discursos y en las apariciones en público, a simular aplomo, a gesticular con grandilocuencia. También a caminar: había que extender la pierna con los dedos en punta y mantener la rodilla rígida; si además se sumía la barbilla, el paso resultaba majestuoso.

Debo confesar que tiempo después nada de eso me iba a parecer tan divertido.

En una ocasión asistí a una de aquellas asambleas y lo observé como orador público. Su entonación era todo lo viril y heroica que podía esperarse de un discípulo del gran Basil. Hablaba siempre en el tono levemente herido de un hombre, a quien sin lugar a dudas y por mera maldad, se ha acusado injustamente.

Pero también constaté que había aprendido otras cosas de Basil.

En los discursos importantes acostumbraba subdividir y enumerar sus planes y argumentos: “En primer lugar”, “en segundo”, “en tercero”, etcétera. De golpe, sentí que algo no encajaba del todo. Cuando dijo “en quinto lugar”, tuve la vaga sensación de que le faltó decir “en cuarto lugar”.

En la siguiente ocasión me fijé mejor. Sí, ahí estaba de nuevo: “En primer lugar”, y luego una pausa efectista. Hitler quería demostrar que Alemania no tenía que pagar reparaciones de guerra a los aliados. El asunto iba más o menos así: “En primer lugar, es un error porque Alemania es del todo incapaz de reunir esa enorme suma; nuestras finanzas han sido saqueadas en exceso”. Expuso esto en forma algo nebulosa, sin apoyarse en ningún dato estadístico, pero causó fuerte impacto. “En segundo lugar”, fue algo del tipo: “porque Alemania no empezó la guerra”, y “en tercer lugar”: “porque las reparaciones sólo han traído enormes beneficios para los judíos”. “En cuarto lugar” fue alguna otra cosa, y luego llegó, significativamente, “¡en sexto lugar!”.

Me volví en derredor. Nos encontrábamos en una gigantesca cervecería; el público, en su mayoría de clase media, tenderos y artesanos con sus esposas, estaba ante enormes tarros de cerveza. Se contaban por miles, y escuchaban absortos. El podio quedaba tan lejos que Hitler se veía casi ridículo. Sin embargo, a través del humo de los cigarrillos era posible distinguir cómo el mechón de pelo se pegaba a su frente sudorosa. Hablaba atropelladamente; se diría que, en cualquier momento, iba a caer de la tarima. Para subrayar sus “en primer”, “en segundo” y “en tercer lugar” alzó los dedos correspondientes, y siguió contando.

¡En la sala nadie reparó que jamás dijo “en quinto lugar”!

Hitler había engañado al auditorio con sus pruebas sobre el absurdo de pagar reparaciones de guerra. Era ya un actor consumado.

Y aún faltaba lo mejor.

Al llegar a “en octavo” o “en noveno lugar”, sin la menor solución de continuidad, empezó a hablar de algo enteramente distinto. Pero no dejó de contar. Muy alterado enumeró: “En décimo lugar, porque se ha oprimido al Movimiento Nacional” (se refería a su partido nazi). “En onceavo lugar, porque los judíos metieron su cuchara en el asunto”, etcétera, etcétera, un porqué tras otro, sin que ninguno tuviera la menor relación con el absurdo de pagar reparaciones de guerra. Me parece que de este modo llegó a “en venteavo lugar”.

Podría pensarse que se trataba tan sólo de un infantil malabarismo de cifras, de algo absolutamente secundario, pero no era así. Con esas “veinte” pruebas cuya imperturbable “lógica” cayó como a golpes de martillo, Hitler causó enorme impresión. El Gobierno de la República había cometido no menos de veinte estupideces y crímenes, y él lo demostraba. El orador contradijo y desenmascaró a la República en veinte puntos, y así magnificó su discurso. Cuando carecía de pruebas, reforzaba al máximo los ademanes y la postura de quien tiene pruebas. Tal era su truco.

Hitler actuaba la lógica. Su representación convencía. Los ocho marcos por hora que le pagaba a Basil habían sido bien invertidos.

Sin embargo, como he dicho, aquella tarde en el Café del Jardín Imperial yo no sabía nada de esto. Bajo el hermoso sol de primavera, nos reímos de sus clases de actuación. En verdad parecía necesitarlas.

La hora que pasamos en el Jardín Imperial tuvo un desenlace curioso.

Después de pagar, nos dispersamos y Lion Feuchwanger, el autor de Jud Suss, de dispuso a tomar el abrigo del respaldo de su silla. En ese momento, Hitler interrumpió su perorata, se incorporó de prisa, tomó el abrigo de brazos de uy lo ayudó a ponérselo.

-¿Me permite, señor doctor? –murmuró.

Para entender el chiste del asunto hay que saber que Hitler frecuentaba el ambiente artístico y sabía que Feuchwanger era judío y republicano. Sólo su inseguridad ante las convenciones sociales y su ambición de fingirse “hombre de mundo” explican que ayudara a su “enemigo” con el abrigo. Sus acompañantes quedaron tan sorprendidos como nosotros.

Aún no estaba en posición de actuar durante 24 horas diarias como el implacable fuhrer antisemita. Aún le hacían falta algunas lecciones con Basil.

Obviamente, esta anécdota de 1922 en el Café del Jardín Imperial no hubiera bastado para transformar a Adolf Hitler en “personaje inolvidable”. De eso se encargó él cuando, en el siempre mejorado desempeño de su papel de fuhrer, obligó a que Feuchwanger y muchos otros nos fuéramos al exilio y precipitó al mundo entero a una guerra atroz.