martes, 3 de marzo de 2020

ANDRÉ MALRAUX SEGÚN JORGE SEMPRÚN


En julio de 1937, André Malraux asiste –es incluso la estrella– al segundo Congreso Internacional en Defensa de la Cultura, que se realiza en España, en parte en Valencia y en parte en Madrid, sitiada por el ejército franquista. En ese momento, el escuadrón internacional de la aviación republicana, que él había creado un poco antes, en los comienzos de la Guerra Civil, fue disuelto: misión cumplida. Desde principios del año, Malraux se dedica a hacer viajes de propaganda y de organización de la ayuda en favor de la España republicana.

El primero de febrero de 1937 habló en París, en la Mutualidad. A. Petitjean escribió para La Nouvelle Revue Française de marzo la crónica –irritada y fascinada– de la intervención de Malraux. “En toda mi vida –y mido bien mis palabras– no he visto igual dominio de sí, igual poder de un hombre, del ‘homo loquens’”... A fines del mismo mes, Malraux está en Estados Unidos, donde emprende una larga y fructífera gira de conferencias, debates y entrevistas.

A su vuelta comienza la redacción de 
L‘espoir, cuyo manuscrito está listo hacia fines del mes de agosto. Pero ciertos episodios de la novela, entre los más significativos (los reflejos cambiantes del carrusel, ante los ojos casi ciegos de Jaime Alvear; las camillas de los aviadores caídos en la montaña y cargados por los campesinos, de pueblo en pueblo), han aparecido ya, como breves relatos, incluidos en los discursos políticos de la primavera de 1937. Puede seguirse en detalle esta génesis de la novela en los dos estudios más importantes, desde mi punto de vista, de este periodo de la vida y la obra del escritor: André Malraux et I’Espagne, de Robert S. Thornberry (1977), y André Malraux und der spanische Bürgerkrieg, de Günther Schmigalle (1980), todavía no traducido al francés.

El origen verbal de la novela, su locuacidad, no son indiferentes cuando se trata de asir lo que hay de específico en la estructura narrativa de 
L‘espoir. Se trata de una obra coral, de una orquestación de las voces más diversas de la Guerra Civil española, vista desde el lado de la República. Toda época de crisis, de ruptura histórica –acordémonos de mayo de 68–, se caracteriza por una explosión de tomas de palabra. Se escucha el discurso de aquellos que tenían ya el hábito y el poder de hablar, pero también los gritos, las imprecaciones, el lenguaje desatado de quienes no tenían ni uno ni otro. Ello implica que afloren las tonterías, a veces odiosas, pero también el resplandor de algunos diamantes de negra verdad.
L‘espoir es así, esencialmente, un acta novelesca, polifónica. Desde las voces telefónicas del primer capítulo, que permiten seguir los triunfos y los fracasos de la insurrección fascista, hasta las voces anónimas, verdaderamente trágicas, del final, que ritman el avance de las tropas republicanas en los días de la batalla de Guadalajara, toda la novela está construida en torno de ese estallido de la palabra humana: toma de conciencia y proyección en la marcha de la Historia. Todo contribuye a ella; desde los relatos de militantes anónimos hasta los diálogos filosóficos que marcan, en el caso de los personajes principales del relato, los descansos del descenso a los infiernos de la acción. Pero es ese zumbido de la lengua el que vuelve todavía más chocantes ciertos silencios y más significativa la sordera de Malraux ante ciertas voces de la realidad española de la época. Porque Malraux descartó deliberadamente de su construcción narrativa todo elemento que pusiera en tela de juicio la política que había adoptado, después de una larga reflexión: el del antifascismo estalinista, el de la cofradía del Partido Comunista.

Cuando interrumpió la escritura de su novela, en los primeros días de julio de 1937 (casi cincuenta años: el acontecimiento será estudiado críticamente en la propia Valencia, al cumplirse el aniversario, en una reunión internacional de escritores que presidirá Octavio Paz), para asistir al Congreso Internacional en Defensa de la Cultura, Malraux no podía ignorar los arrestos de los dirigentes del poum; la desaparición de Andrés Nin, que morirá a causa de la tortura; la represión que se despliega y que es obra de los servicios especiales de la República española, controlados por los consejeros soviéticos. Pero no dirá nada, y el Congreso en conjunto guardará silencio en relación con el problema, ocupado como está en difamar a André Gide y su Retorno de la URSS.

Sin duda, en ciertos diálogos de
 L‘espoir aparecen los elementos de una crítica radical del comunismo. No se refiere a la inmediatez de la táctica sino a la visión del mundo, la filosofía de la Historia. En torno a esos elementos habría que articular una nueva lectura de la novela, formidable acta contradictoria de una época miserablemente heroica.



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