En
1981, Julio Cortázar dio en Madrid una charla sobre las palabras,
esas criaturas vivientes que recelan de los diccionarios y no aceptan
la gramática del poder. Este escritor que inventó un idioma en
complicidad con sus lectores dijo, en esa oportunidad, estas palabras
que aún no han sido recogidas en libro.
Si
algo sabemos los escritores, es que las palabras pueden llegar a
cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o
los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas
veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su
vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo
que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del
pensamiento y la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como
piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a
percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como
monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a
servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.
Los
que asistimos a reuniones como ésta sabemos que hay palabras-clave,
palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y
nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales
cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bién cuáles son esas
palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos:
libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social,
democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche,
aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas
aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal
como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos
ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos
diciendo, las estamos escuchando. Pero en algunos de nosotros, acaso
porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra
herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de
inquietud, un temor que sería fácil callar en el entusiasmo y la fe
del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con la
fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo.
Una
vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas redondas,
tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya
necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a la vez se
diría que esa reiteración está como limando, desgastando,
apagando. Digo “libertad”, digo “democracia”, y de pronto
siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más
su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que
muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como
algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el
cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza
misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una
vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un
pájaro vivo.
¿Con
qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien
que ve en el habla al punto más alto que haya escalado el hombre
buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir,
de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de
ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la
palabra no habría historia y tampoco habría amor; seríamos, como
el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como
parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero
somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas
críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la
razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el
habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena
cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a
las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría
con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las
trampas que nos tiende el enemigo, ése valor del habla lo manejamos
a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de
su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por
válido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es
la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que
ofrecemos o nos ofrecen.
Seguimos
dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras
opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de
repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la
pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión
creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de
posición que signifiquen un verdadero paso adelante en la búsqueda
de nuestro futuro.
Todo
esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran
aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos,
intentan todo lo posible para imponernos una concepción de la vida,
del Estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio
elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas,
en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su
alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el
sojuzgamiento de pequeños grupos humanos que ellos destinan a la
explotación económica y a la alienación individual. Si algo
distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de
infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su
manera de servirse de los mismos conceptos que estamos utilizando
aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y
proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria,
libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos,
en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es
una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a
amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar a
su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad
es su libertad, la de
una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por
masas realmente masificadas. Para ellos la civilización es el
estancamiento de un conformismo permanente, en una obediencia
incondicional.
Y
es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que
para nosotros tienen esos términos, puede colocarnos en desventaja
frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de
que nuestros enemigos han mostrado su capacidad de insinuar, de
introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al
engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más
auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea
con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros
valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus
doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que
el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje
ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos como
individuo, como
justicia, como
derechos humanos,
según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del
imperialismo o del fascismo.
Hubo
un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar
hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas
palabras en su forma más pura, para sentir su temblor matinal en los
labios de tantos visionarios, tantos filósofos, tantos poetas. Y
eso, era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus
escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y
fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de
la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y
fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para
entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y
a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que
habrían de encarnarse en figuras como las de un Napoleón Bonaparte
y las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más
humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que
acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de
tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad
del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a
pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y
despiadada empezaban a recuperarlas para sus propios fines, que era y
son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el
espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la
mayoría de los países industrializados que continúan decididos a
imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco
esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser violadas por
las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las
amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y
nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque
son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos,
nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos,
sí, y es necesario y hermoso que así sea, pero, ¿hemos sido
capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de
despojarlas de las adherencias de falsedad, de distorsión y de
superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario
histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los
peores usos de la propaganda y la mentira?.
Detrás
de cada palabra está presente el hombre como historia y como
conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario
ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra
concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que
pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de
democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor
restricción de tipo étnico, religioso o idiomático?. Ese hombre
que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en
el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o
maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin
autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como
reciproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos
humanos, ¿está seguro de que sus derechos no se benefician
cómodamente de una cierta situación social o económica frente a
otros hombres que carecen de los medios o la educación necesarios
para tener conciencia de ellos y hacerlos valer?
Es
tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica
y política no se enferman ni se fatigan por sí mismas, sino por el
mal uso que le dan nuestros enemigos y en el que en muchas
circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra
naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la
única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más
alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde
adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser
responsable de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser.
Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en
ellos, solamente así serán nuestros y solamente nuestros. La
tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la
vajilla, que les devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso.
Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental
de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con
ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas
adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro
responda a nuestra esperanza y nuestra acción, porque la historia es
el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.