martes, 17 de marzo de 2020

ENCUENTRO DE RAY BRADBURY Y BERTRAND RUSSELL




Cuando Bertrand Russell leyó “Fahrenheit 451”, quiso conocer personalmente a Ray Bradbury, quien dejó escrito el recuerdo de esa reunión cumbre bajo el título “Lord Russell y el mequetrefe”.

En la primavera de 1954, cuando el guión de Moby Dick estaba casi terminado, llegó una carta de mis editores de Londres. Dirigida a mi editor, Rupert Hart-Davis, la carta era de Bertrand Russell, el filósofo mundialmente famoso, autor de la Historia de la filosofía occidental, que yo había leído unos años antes, descubriendo que en ese entonces se trataba (y hoy todavía sigue siéndolo) del análisis más refinado, en todos los sentidos, de los que se han hecho sobre los grandes pensadores de los tiempos modernos. La carta hacía alusión al placer que a Lord Russell le había prodigado mi novela recientemente publicada Fahrenheit 451, y agregaba que si me parecía bien, le complacería recibir una visita mía.

Adjunta venía una notable fotografía del lord en su estudio, pipa en mano, con Fahrenheit 451 al lado de su codo.

Me quedé atónito ante este mensaje y la foto de Russell, en mi aturdimiento, tardé días en llamar por teléfono. Cuando finalmente llamé, Lord Russell me atendió de lo mas amable, y fue todo oídos cuando yo me explaye sobre mis problemas: había logrado que las piezas de Melville encajaran dos de cada tres veces, pero ahora debía ir a toda prisa a Sicilia para encontrarme con mi esposa e hijas luego de tres meses de ausencia. ¿Sería posible concertar una cita con tan poca antelación, y que nos reuniéramos esa noche unas horas? ¡Sorprendentemente, lo sería!

Así que puntualmente, a las siete de la tarde salí de la estación de Victoria y fui arrojado sin vuelta atrás y demasiado rápido a mi cita con el mayor cerebro viviente del mundo. En el camino, me sacudió un tremendo golpe, ¿Qué iba a decirle, por Dios, a Lord Bertrand Russell ¿Hola? ¿Qué tal? ¿Qué hay de nuevo? ¡Madre mía de mi vida! Mi alma se derritió y se encogió al tamaño de una oruga y se negó a recibir el don de las alas. Y, ¡Cristo! ¡Miren! El tren se estaba deteniendo en mi estación de destino! No me castañeteaban los dientes, porque me había mordido la lengua. Haciéndole señas a un taxi, me dejé el cerebro en algún lugar de la calle, y al desfilar a los lados el paisaje urbano v avecinarse mi colisión intelectual con la gran mente, mi pánico se incrementó a la tercera potencia. ¿Qué preguntarle?

Qué referencias cruzadas hacer desfilar en un intento de ponerse codo a codo a través de bibliotecas compartidas? Si él mencionaba a Nietzsche o Schopenhauer, ¿caería yo en las ruinas de la ignorancia? ¿Y si le encantaba Sartre? A mí no, luego de haber intentado echarle un vistazo a La náusea ese año, sólo para terminar con sensaciones apropiadas para el título.

Y si él había conocido a Freud? Lo más cerca que yo había estado del psicoanálisis había sido por Edgar Guest, el Poeta del Pueblo.

El pánico siguió mientras yo recorría en el taxi el último kilómetro y mientras le tocaba el timbre y pasaba el peso de mi cuerpo de un pie a otro en su umbral.

El mismo abrió la puerta, y me condujo al inter apoyando su mano en mi tembloroso codo, aunque parecía treinta centímetros más bajo que yo.

Respirando hondo, exploté con lo que se convirtió inspiración. Mientras él me presentaba a su esposa, que taba tejiendo tranquilamente en el living, yo más que hablar grité:

-Lord Russell ---dije yo les hice a mis amigos, hace años, la predicción de que si usted alguna vez fuera a volar en talento hacia el género de ficción breve, lo haría a la manera fantástica y ciencia-ficcional de H. G. Wells. De qué manera podría escribir un pensador-concluí, faltándome el aire- sino de un modo científicamente filosófico?

Me quedé en silencio, ya que ya había consumido toda mi reserva de imbecilidad que me quedaba ese día.

Pero me salvaron el gesto de asentimiento con una sacudida de cabeza y la sonrisa de Bertrand Russell.

-Sí, sí, desde luego -rio-Usted está absolutamente en lo cierto.

Inspirado, rápidamente me puse en movimiento y le describí los cuentos de dos de sus volúmenes de ficción. Dado que yo era una de las pocas personas de todos los Estados Unidos que había comprado sus relatos, ahora era el inusitado experto, y me puse a exponer sus cualidades.

Eran obras de la mente de ideas visionarias, cada idea vívidamente concebida pero ejecutada con moderación Su genio se mostraba en el ensayo, mayúsculo y minucioso, no en la representación de caracteres ni en el delineado de escenas principales. Bertrand Russell era, en suma, un brillante amateur que buscaba pero rara vez encontraba el efecto dramático, sólo conseguido en el salto inicial de brillantes fantasías; pero no lograba hacerlas respirar para que vivieran satisfactoriamente.

Era en gran medida como si estuviera jugando al póker y tuviera en la mano una escalera real, y fuera incapaz de saber cómo ganar en medio de la abundancia.

Yo había devorado sus cuentos, entonces, no por su destreza sino por sus conceptos. No podía reconocer tal cosa, al ver su sonrisa, así que hice caso omiso de los efectos finales de Russell, para centrar mi atención en sus semillas de granada. ¿Me estaba comportando de manera taimada? No, simplemente como un joven ansioso de complacer al maestro. Fueran cuales fueran mis motivos, en ese momento Lady Russell puso a un lado su filosófico tejido y preparó la mesa del ubicuo té. Yo hice lo que pude para chupar esa cosa y hacerla pasar a través de mis dientes con un displacer que logré disimular a medias: había aprendido a consumir ese espantoso brebaje en compañía de Gerald Heard, Cristopher Isherwood y Aldous Huxley.

Sea como sea, una vez encendida la mecha de Lord Russell --sin confesarle que él había fracasado en el intento de escribir dramas que estuvieran a la altura de sus fantasías pasamos entonces a mis propios talentos.

¿Cómo fue que yo fui contratado para guionar a Melville? Más aún: cómo podía nadie que tuviera un atisbo de perspicacia, volcar novecientas páginas de hornos de prepa ración de aceite de ballena, fuegos de San Telmo, persecuciones y botes echados al agua en un guión tamaño lata de sardinas? Es que yo estaba loco para intentarlo? ; Ovo mismo me había vuelto chiflado, más tarde, cuando acometía la tarea? Admití ambas cosas. Lady Russell tejía y tejía.

Describí el proceso por medio del cual había desplaza do de a miles mis moléculas, mis genes y cromosomas de escritor, a lo largo de un año. Por osmosis, el viejo Herman se había erguido en mi sangre con salvajes gritos para vencer me y tomar en persona posesión del trono de mi corazón de guionista. Le conté a Lord Russell sobre las metáforas que había recreado para que se ciñeran unas a otras, robadas de lejanas islas de la novela de Melville, para ser restituidas a su lugar de primos hermanos, de hermanos y de hermanas, compartiendo el escenario central en el que yo las había clavado para que se desempeñasen. Lord Russell, impresiona do con ello, para mi regocijo, lo expresó, lo que nos llevó la pregunta: ¿cómo podía yo haber tragado una ambiguedad que diera lugar a un sermón visual tan vasto como el del padre Mapple?

La ingenuidad, fue mi respuesta. Me había atrevido a hacerlo porque no sabía adonde me estaba metiendo, hubiera podido predecir, al comienzo de mi cacería, que me estaba arriesgando a una carnicería de rayos enviados por el no furibundo de Dios, habría rechazado participar en la persecución.

Pero como yo era un adolescente de treinta y tres os atraído por el pasaje sinfónico de la Ballena y a la busca de palabras apropiadas para el flujo de las grandes cantatas, había lanzado un arpón salvaje para amarrar esa blancura, y luego había saltado. Ingenuidad, concluí, pura y dura. Ingenuidad insensata. Un tonto protegido por su tontería, que terminó siendo sabiduría.

En este punto, Lady Russell hizo una pausa en su silencioso tejido, me miró fijo con una mirada sostenida e implacable, y dijo:

-No seamos demasiado ingenuos, por favor. Y guardó silencio el resto de la velada.

Colorado de vergüenza, y dándome cuenta de que en mi pretendida modestia había revelado mi altanero ego, hice pasar por la compuerta otro drenaje de ese horrible té y esperé el rescate de Lord Russell, quien lo desplegó rápidamente. Aceptando mi ingenuidad como lo que era una máscara ciega que ocultaba mis necesidades juveniles—, me colmó de más interrogaciones acerca de los misterios de la creación cinematográfica. Sacudió la cabeza en gesto de aprobación cuando yo revelé que mi verdadero talento -si se lo podía llamar así— consistía en saber diferenciar una metáfora del giro de un cliché apagado, cuando ella se alzaba y me mordía. Yo tenía el cuerpo cubierto de marcas de los dientes de Emily Dickinson, Shakespeare, Tarzán, H. G. Wells y Alexander Pope. Cuando me veía arrinconado, raudamente les echaba un vistazo a mis heridas provocadas por las mordeduras para encontrar soluciones rápidas. No sólo me había ahogado en las imágenes de los grandes poetas, sino que también había asimilado a Mickey Mouse, Popeye, el Príncipe Valiente y Joe Strong, el Niño Mago. Yo era, sin saberlo, mi propio Hombre Ilustrado: tenía sobre la piel un enjambre de dibujos: de Gustavo Doré, Grandville y Arthur Rackham, todos alerta y esperando fluir desde mi retina hacia mis brazos para salirme a chorros por la punta de los de dos. Yo era una masa ingente de deleites intercambiables cosechados de dos decenas de ciencias del arte y afines. Había devorado circos y había vomitado ferias. Una de ella en el show de las sombras shakesperianas de Melville ve metáforas de haiku.

Me había lanzado de cabeza en el libro, dije, me había sumergido por completo en él, y ahora escuchaba el diagrama de flujo de criaturas que andaban por todo el mundo Había oído las salomas de un loco y, finalmente, las aguas revueltas por las aletas de Moby Dick dando todo lo podían dar: fuegos fantasmales, tormentas espectrales v huracanes que crucificaban a los hombres contra las sogas de las gavias para desteñir sus almas.

Aceptar el toma y daca de un símbolo, o hacerse a un lado, reí.



En medio de este fárrago, jugué al ahogado que va a la deriva, al alma de miembros flojos que absorbía como una esponja cada una de las oleadas repletas de lo británico, día tras día, hasta que, empapado, llegué a los tumbos a la costa para garabatear mensajes en la arena, hasta que algunos lograron permanecer como imágenes que pudieran recibir el nombre de guión.

Esteee... un toma y daca de algunas exclamaciones de cháchara y protestas ante el senado. Todo el truco, concluí de manera poco convincente, avergonzado de mi discurso, pero siguiendo adelante, era que uno simulara distracción mientras se hundía por tercera vez.

¿Tenía algún sentido todo eso que había dicho?

Russell, zarandeado por mi rimbombancia, me aseguro que sí.

Envalentonado por el lord, proseguí mi delirio.

Qué diferentes que eran mis métodos de los pesados ataques industriales de Hollywood, cuando Huston desollar a la Gran Criatura por medio de repetidos golpes hasta que la bestia no sólo estuvo muerta sino también enterrada por intelectos ineficaces.

Era más que reciente el recuerdo de Huston caminando para adelante y para atrás por la recepción del Raval Hibernian a última hora de la tarde, tratando penosamente de “resolver" a Melville mientras yo rechinaba los dientes y me golpeaba la calva lleno de desesperación, e intentaba alimentar por la fuerza a los problemas para hacer salir adelante a los golpes a las soluciones. Tuve que enseñarle a John a dejar las cosas en paz, apartarse cuando uno tiene la cabeza metida adentro de los Chorros del Espectro, del pánico de las tres de la mañana, de los doblones de oro españoles y de Queequeg arrojando los huesos, dejándole lugar a la mente secreta para que mueva su pelvis y a los pulmones secretos para que respiren --si no, prolongamos nuestra faena para dar a luz anguilas no eléctricas que nacen muertas.

Huston no se convencía de ello, ya que casi toda su vida se había dado de bruces con el infierno por los guiones no muy dispuestos a cooperar. Hacía mucho que había olvidado que El balcón maltés se había resuelto solo, por ser una novela en forma de guión que podía rodarse usando el consejo que más tarde refirió Peckinpah: "¡arrancar las páginas del libro y meterlas en la cámara!". Ese había sido el comportamiento de Huston, sanguinario en dientes y garras, cuando los guiones se habían resistido a sus intentos de hacerlos avanzar. Mi vida le había dado siempre la espalda a los problemas, alejándome de ellos para que se alimentaran con sus propios saberes, y dejando que el problema mismo pidiera de rodillas su solución. En un Hollywood acostumbrado a las peleas de box y de lucha y al desamorado asunto amoroso que habían sido desde siempre y todavía eran tantos guiones, rara vez se habían encontrado dos formas más rentes de creación. Los principales estudios, y sus mecánicos, sabían aceitar robots pero se quedaban dando vueltas los ante los nacimientos de seres vivos. No podían ajustar las tuercas y tornillos de cascajos viejos, sino sola mente de veloces autos deportivos. Por ser un escritor con más de trescientos cuentos a mis espaldas, yo sabía que la rapidez lo era todo Hacer correr la idea a trescientos kilómetros por hora, agregar ruedas, y por último parabrisa puertas y paragolpes.

Los productores de Hollywood, y con ellos sus directores, creían que se podían ganar discusiones sobre guion golpes de ariete. Yo ya había descubierto hacía mucho tiempo que (cambiemos de metáfora) tenía que saltar de los acantilados con un sueño magnifico y sólido, fabricarme alas en medio de la caída. Era la pasión, y no el intelecto, la que gana la partida. Los productores y sus amigos directores media ciegos creían que con ser lo que ellos consideraban intelectual uno podía sumar sumas e igualar igualdades. Yo sabía que estaban forjando a martillazos Hombres de Hojalata que tal vez pudieran cantar, pero que siempre carecerían de corazón.

Huston se negó a intentar nada por el estilo, y en medio de un deambular sin brújula, Moby se quedó atascada en un estrecho sin viento, y John y yo nos quedamos en calma chicha y silenciosos a fines de diciembre de 1953.

Incapaces de resolver una importante escena en las aguas quietas, John y yo le pedimos a Peter Viertel —quien estaba trabajando en un intimidante rompecabezas parecido a éste llamado El hombre que sería rey- que se reuniera con nosotros durante tres días de infructuosa rumiación. Rumiaciones, no pude evitar sentirlo, pedidas prestadas a tres burros. Finalmente, luego de tres días de correr en el vacío intelectual, me rebelé.

-Ustedes, muchachos, quédense acá parloteando -grité Yo me vuelvo al hotel! Esta medianoche, los tres tenemos que poner una libreta debajo de la almohada. A lo largo de la noche, uno de nosotros se despertará con la so intuitiva de esta crisis aparentemente imposible de resolver.

-Jaja! -clamaron Huston y Viertel.

- No se rían! grite yo- ¡No duden, vayan y háganlo!

Ellos se mataron de risa, pero yo me fui con paso firme dirigí al hotel, puse una libreta bajo mi cama, coloqué un lápiz, y esperé durmiendo que mi aljibe oculto llenara el balde.

La mañana siguiente, a las seis, sonó mi teléfono. Era Huston, a los gritos, parecía, desde la habitación de al lado. Incrédulo, de todas maneras había puesto una libreta y un lápiz bajo su almohada, iy acababa de despertarse en un arrebato enardecido de pura revelación!

-Oigame! - grito. Lo escuché y grité:

-Si! Ahi ve! ¡Hijo de puta, nunca vuelva a dudar de mí.

Desde ese momento, el hijo de puta, habiendo percibido la lección que yo le había dado a su dispositivo de combustión, con el fin de instruirlo a él mismo, rara vez volvió a discutir conmigo. John dejó de dar sus incesantes caminatas sobre la alfombra del hotel, y dejó que yo me durmiera siestas histéricas que resolvieron los problemas cuarenta veces más rápido de lo que cualquier borrascosa tormenta de ideas logró jamás.

Por haber aprendido algo acerca de la pasión, nunca dijo nada de que yo le hubiera dicho hijo de puta.

Y le dije eso al lord.

No hace falta decirlo, se nos fue la velada. Cada tanto, volvía a mandar a Lord Russell a su invernadero para enterarme de adónde había encontrado sus ideas más sobresalientes, mientras me tomaba otra tetera más de té recargado de leche y azúcar y bastante pronto se hizo la hora de los taxis y los trenes y de tenderle a Lord Russell uno de sus libros de ensayos, con la esperanza de que me escribiera una inusitada máxima en la portada. Con una mano pequeña y meticulosa, simplemente puso esta dedicatoria: “Para Ray Bradbury, Russell, 11 de abril de 1954".

En la puerta, le dije buenas noches a la señora tejedora, quien me echó su mirada "recuerde: no más ingenuidad” y se siguió ocupando de sus hilos mientras llegaba el taxi y mientras Lord Russell, tratándome aún más como al tipo de cabeza de lata pero bastante simpático que yo siempre había tenido la esperanza de ser, bajaba conmigo los escalones de la puerta de entrada y me saludaba con la mano cuando yo me perdía en la noche.

En el tren que volvía a toda velocidad a Londres, maldije todo lo que había osado decir, igual que en esas noches en las que, tras haber acompañado a su casa a una joven luego de una película barata, había dudado en su puerta y había dado media vuelta y me había marchado sin haber hecho otra cosa que darle un apretón de manos, apretarle los pechos a besarle la nariz, y luego, profiriendo insultos por dentro, maldiciendo la falta de tripas de mi voluntad, había caminado a casa, solo, siempre solo, taciturno y miserable.

Lord Russell y yo no volvimos a encontrarnos. Su firma, severa y carente de halagos, todavía habita en mi biblioteca junto a sus dos volúmenes de relatos científicos fantásticos, que nunca han sido reeditados o recordados. Su solemne sonrisa atraviesa los años, junto con la muda mirada de Lady Russell amonestándome por mi comportamiento.

Y así es como nos comportamos de una edad a la siguiente, de los treinta a los cuarenta, de los cuarenta a los cincuenta, en sucesión, como las cámaras del Nautilus que va sellando una para pasar a otra y a otra más, dejando atrás una arrogancia sólo para adoptar otra gemela, ciegos ante los nuevos bultos de grasa alrededor de las orejas, hasta que el tiempo nos permite echar una fugaz mirada retrospectiva hacia la celda abandonada, para ver un ego recocinado que balbucea en una aparente inteligencia, mientras los amigos hacen gestos con los ojos y ordenan bebidas.

- No seamos demasiado ingenuos, por favor!

He intentado comportarme. Pero incluso al escribir esto, suprimir mi ingenuidad es otro acto de orgullo de que mi fantasma confesor es Lady Russell.