Cuando
Bertrand Russell leyó “Fahrenheit 451”, quiso conocer
personalmente a Ray Bradbury, quien dejó escrito el recuerdo de esa
reunión cumbre bajo el título “Lord Russell y el mequetrefe”.
En
la primavera de 1954, cuando el guión de Moby
Dick
estaba casi terminado, llegó una carta de mis editores de Londres.
Dirigida a mi editor, Rupert Hart-Davis, la carta era de Bertrand
Russell, el filósofo mundialmente famoso, autor de la Historia
de la filosofía occidental,
que yo había leído unos años antes, descubriendo que en ese
entonces se trataba (y hoy todavía sigue siéndolo) del análisis
más refinado, en todos los sentidos, de los que se han hecho sobre
los grandes pensadores de los tiempos modernos. La carta hacía
alusión al placer que a Lord Russell le había prodigado mi novela
recientemente publicada Fahrenheit
451,
y agregaba que si me parecía bien, le complacería recibir una
visita mía.
Adjunta
venía una notable fotografía del lord en su estudio, pipa en mano,
con Fahrenheit
451
al lado de su codo.
Me
quedé atónito ante este mensaje y la foto de Russell, en mi
aturdimiento, tardé días en llamar por teléfono. Cuando
finalmente llamé, Lord Russell me atendió de lo mas amable, y fue
todo oídos cuando yo me explaye sobre mis problemas:
había logrado que las piezas de Melville encajaran dos de cada tres
veces, pero ahora debía ir a toda prisa a Sicilia para encontrarme
con mi esposa e hijas luego de tres meses de ausencia. ¿Sería
posible concertar una cita con tan poca antelación, y que nos
reuniéramos esa noche unas horas? ¡Sorprendentemente, lo sería!
Así
que puntualmente, a las siete de la tarde salí de la estación de
Victoria y fui arrojado sin vuelta atrás y demasiado rápido a mi
cita con el mayor cerebro viviente del mundo. En el camino, me
sacudió un tremendo golpe, ¿Qué iba a decirle, por Dios, a Lord
Bertrand Russell ¿Hola? ¿Qué tal? ¿Qué hay de nuevo? ¡Madre mía
de mi vida! Mi alma se derritió y se encogió al tamaño de una
oruga y se negó a recibir el don de las alas. Y, ¡Cristo! ¡Miren!
El tren se estaba deteniendo en mi estación de destino! No me
castañeteaban los dientes, porque me había mordido la lengua.
Haciéndole señas a un taxi, me dejé el cerebro en algún lugar de
la calle, y al desfilar a los lados el paisaje urbano v avecinarse mi
colisión intelectual con la gran mente, mi pánico se incrementó a
la tercera potencia. ¿Qué preguntarle?
Qué
referencias cruzadas hacer desfilar en un intento de ponerse codo a
codo a través de bibliotecas compartidas? Si él mencionaba a
Nietzsche o Schopenhauer, ¿caería yo en las ruinas de la
ignorancia? ¿Y si le encantaba Sartre? A mí no, luego de haber
intentado echarle un vistazo a La náusea ese año, sólo para
terminar con sensaciones apropiadas para el título.
Y
si él había conocido a Freud? Lo más cerca que yo había estado
del psicoanálisis había sido por Edgar Guest, el Poeta del Pueblo.
El
pánico siguió mientras yo recorría en el taxi el último kilómetro
y mientras le tocaba el timbre y pasaba el peso de mi cuerpo de un
pie a otro en su umbral.
El
mismo abrió la puerta, y me condujo al inter apoyando su mano en mi
tembloroso codo, aunque parecía treinta centímetros más bajo que
yo.
Respirando
hondo, exploté con lo que se convirtió inspiración. Mientras él
me presentaba a su esposa, que taba tejiendo tranquilamente en el
living, yo más que hablar grité:
-Lord
Russell ---dije yo les hice a mis amigos, hace años, la predicción
de que si usted alguna vez fuera a volar en talento hacia el género
de ficción breve, lo haría a la manera fantástica y
ciencia-ficcional de H. G. Wells. De qué manera
podría escribir un pensador-concluí, faltándome el aire- sino de
un modo científicamente filosófico?
Me
quedé en silencio, ya que ya había consumido toda mi reserva de
imbecilidad que me quedaba ese día.
Pero
me salvaron el gesto de asentimiento con una sacudida de cabeza y la
sonrisa de Bertrand Russell.
-Sí,
sí, desde luego -rio-Usted está absolutamente en lo cierto.
Inspirado,
rápidamente me puse en movimiento y le describí los cuentos de dos
de sus volúmenes de ficción. Dado que yo era una de las pocas
personas de todos los Estados Unidos que había comprado sus relatos,
ahora era el inusitado experto, y me puse a exponer sus cualidades.
Eran
obras de la mente de ideas visionarias, cada idea vívidamente
concebida pero ejecutada con moderación Su genio se mostraba en el
ensayo, mayúsculo y minucioso, no en la representación de
caracteres ni en el delineado de escenas principales. Bertrand
Russell era, en suma, un brillante amateur que buscaba pero rara vez
encontraba el efecto dramático, sólo conseguido en el salto inicial
de brillantes fantasías; pero no lograba hacerlas respirar para que
vivieran satisfactoriamente.
Era
en gran medida como si estuviera jugando al póker y tuviera en la
mano una escalera real, y fuera incapaz de saber cómo ganar en medio
de la abundancia.
Yo
había devorado sus cuentos, entonces, no por su destreza sino por
sus conceptos. No podía reconocer tal cosa, al ver su sonrisa, así
que hice caso omiso de los efectos finales de Russell, para centrar
mi atención en sus semillas de granada. ¿Me estaba comportando de
manera taimada? No, simplemente como un joven ansioso de complacer al
maestro. Fueran cuales fueran mis motivos, en ese momento Lady
Russell puso a un lado su filosófico tejido y preparó la mesa del
ubicuo té. Yo hice lo que pude para chupar esa cosa y hacerla pasar
a través de mis dientes con un displacer que logré disimular a
medias: había aprendido a consumir ese espantoso brebaje en compañía
de Gerald Heard, Cristopher Isherwood y Aldous Huxley.
Sea
como sea, una vez encendida la mecha de Lord Russell --sin confesarle
que él había fracasado en el intento de escribir dramas que
estuvieran a la altura de sus fantasías pasamos entonces a mis
propios talentos.
¿Cómo
fue que yo fui contratado para guionar a Melville? Más aún: cómo
podía nadie que tuviera un atisbo de perspicacia, volcar novecientas
páginas de hornos de prepa ración de aceite de ballena, fuegos de
San Telmo, persecuciones y botes echados al agua en un guión tamaño
lata de sardinas? Es que yo estaba loco para intentarlo? ; Ovo mismo
me había vuelto chiflado, más tarde, cuando acometía la tarea?
Admití ambas cosas. Lady Russell tejía y tejía.
Describí
el proceso por medio del cual había desplaza do de a miles mis
moléculas, mis genes y cromosomas de escritor, a lo largo de un año.
Por osmosis, el viejo Herman se había erguido en mi sangre con
salvajes gritos para vencer me y tomar en persona posesión del trono
de mi corazón de guionista. Le conté a Lord Russell sobre las
metáforas que había recreado para que se ciñeran unas a otras,
robadas de lejanas islas de la novela de Melville, para ser
restituidas a su lugar de primos hermanos, de hermanos y de hermanas,
compartiendo el escenario central en el que yo las había clavado
para que se desempeñasen. Lord Russell, impresiona do con ello, para
mi regocijo, lo expresó, lo que nos llevó la pregunta: ¿cómo
podía yo haber tragado una ambiguedad que diera lugar a un sermón
visual tan vasto como el del padre Mapple?
La
ingenuidad, fue mi respuesta. Me había atrevido a hacerlo porque no
sabía adonde me estaba metiendo, hubiera podido predecir, al
comienzo de mi cacería, que me estaba arriesgando a una carnicería
de rayos enviados por el no furibundo de Dios, habría rechazado
participar en la persecución.
Pero
como yo era un adolescente de treinta y tres os atraído por el
pasaje sinfónico de la Ballena y a la busca de palabras apropiadas
para el flujo de las grandes cantatas, había lanzado un arpón
salvaje para amarrar esa blancura, y luego había saltado.
Ingenuidad, concluí, pura y dura. Ingenuidad insensata. Un tonto
protegido por su tontería, que terminó siendo sabiduría.
En
este punto, Lady Russell hizo una pausa en su silencioso tejido, me
miró fijo con una mirada sostenida e implacable, y dijo:
-No
seamos demasiado ingenuos, por favor. Y guardó silencio el resto de
la velada.
Colorado
de vergüenza, y dándome cuenta de que en mi pretendida modestia
había revelado mi altanero ego, hice pasar por la compuerta otro
drenaje de ese horrible té y esperé el rescate de Lord Russell,
quien lo desplegó rápidamente. Aceptando mi ingenuidad como lo que
era una máscara ciega que ocultaba mis necesidades juveniles—, me
colmó de más interrogaciones acerca de los misterios de la creación
cinematográfica. Sacudió la cabeza en gesto de aprobación cuando
yo revelé que mi verdadero talento -si se lo podía llamar así—
consistía en saber diferenciar una metáfora del giro de un cliché
apagado, cuando ella se alzaba y me mordía. Yo tenía el cuerpo
cubierto de marcas de los dientes de Emily Dickinson, Shakespeare,
Tarzán, H. G. Wells y Alexander Pope. Cuando me veía arrinconado,
raudamente les echaba un vistazo a mis heridas provocadas por las
mordeduras para encontrar soluciones rápidas. No sólo me había
ahogado en las imágenes de los grandes poetas, sino que también
había asimilado a Mickey Mouse, Popeye, el Príncipe Valiente y Joe
Strong, el Niño Mago. Yo era, sin saberlo, mi propio Hombre
Ilustrado: tenía sobre la piel un enjambre de dibujos: de Gustavo
Doré, Grandville y Arthur Rackham, todos alerta y esperando fluir
desde mi retina hacia mis brazos para salirme a chorros por la punta
de los de dos. Yo era una masa ingente de deleites intercambiables
cosechados de dos decenas de ciencias del arte y afines. Había
devorado circos y había vomitado ferias. Una de ella en el show de
las sombras shakesperianas de Melville ve metáforas de haiku.
Me
había lanzado de cabeza en el libro, dije, me había sumergido por
completo en él, y ahora escuchaba el diagrama de flujo de criaturas
que andaban por todo el mundo Había oído las salomas de un loco y,
finalmente, las aguas revueltas por las aletas de Moby Dick dando
todo lo podían dar: fuegos fantasmales, tormentas espectrales v
huracanes que crucificaban a los hombres contra las sogas de las
gavias para desteñir sus almas.
Aceptar
el toma y daca de un símbolo, o hacerse a un lado, reí.
En
medio de este fárrago, jugué al ahogado que va a la deriva, al alma
de miembros flojos que absorbía como una esponja cada una de las
oleadas repletas de lo británico, día tras día, hasta que,
empapado, llegué a los tumbos a la costa para garabatear mensajes en
la arena, hasta que algunos lograron permanecer como imágenes que
pudieran recibir el nombre de guión.
Esteee...
un toma y daca de algunas exclamaciones de cháchara y protestas ante
el senado. Todo el truco, concluí de manera poco convincente,
avergonzado de mi discurso, pero siguiendo adelante, era que uno
simulara distracción mientras se hundía por tercera vez.
¿Tenía
algún sentido todo eso que había dicho?
Russell,
zarandeado por mi rimbombancia, me aseguro que sí.
Envalentonado
por el lord, proseguí mi delirio.
Qué
diferentes que eran mis métodos de los pesados ataques industriales
de Hollywood, cuando Huston desollar a la Gran Criatura por medio de
repetidos golpes hasta que la bestia no sólo estuvo muerta sino
también enterrada por intelectos ineficaces.
Era
más que reciente el recuerdo de Huston caminando para adelante y
para atrás por la recepción del Raval Hibernian a última hora de
la tarde, tratando penosamente de “resolver" a Melville
mientras yo rechinaba los dientes y me golpeaba la calva lleno de
desesperación, e intentaba alimentar por la fuerza a los problemas
para hacer salir adelante a los golpes a las soluciones. Tuve que
enseñarle a John a dejar las cosas en paz, apartarse cuando uno
tiene la cabeza metida adentro de los Chorros del Espectro, del
pánico de las tres de la mañana, de los doblones de oro españoles
y de Queequeg arrojando los huesos, dejándole lugar a la mente
secreta para que mueva su pelvis y a los pulmones secretos para que
respiren --si no, prolongamos nuestra faena para dar a luz anguilas
no eléctricas que nacen muertas.
Huston
no se convencía de ello, ya que casi toda su vida se había dado de
bruces con el infierno por los guiones no muy dispuestos a cooperar.
Hacía mucho que había olvidado que El balcón maltés se había
resuelto solo, por ser una novela en forma de guión que podía
rodarse usando el consejo que más tarde refirió Peckinpah:
"¡arrancar las páginas del libro y meterlas en la cámara!".
Ese había sido el comportamiento de Huston, sanguinario en dientes y
garras, cuando los guiones se habían resistido a sus intentos de
hacerlos avanzar. Mi vida le había dado siempre la espalda a los
problemas, alejándome de ellos para que se alimentaran con sus
propios saberes, y dejando que el problema mismo pidiera de rodillas
su solución. En un Hollywood acostumbrado a las peleas de box y de
lucha y al desamorado asunto amoroso que habían sido desde siempre y
todavía eran tantos guiones, rara vez se habían encontrado dos
formas más rentes de creación. Los principales estudios, y sus
mecánicos, sabían aceitar robots pero se quedaban dando vueltas los
ante los nacimientos de seres vivos. No podían ajustar las tuercas y
tornillos de cascajos viejos, sino sola mente de veloces autos
deportivos. Por ser un escritor con más de trescientos cuentos a mis
espaldas, yo sabía que la rapidez lo era todo Hacer correr la idea a
trescientos kilómetros por hora, agregar ruedas, y por último
parabrisa puertas y paragolpes.
Los
productores de Hollywood, y con ellos sus directores, creían que se
podían ganar discusiones sobre guion golpes de ariete. Yo ya había
descubierto hacía mucho tiempo que (cambiemos de metáfora) tenía
que saltar de los acantilados con un sueño magnifico y sólido,
fabricarme alas en medio de la caída. Era la pasión, y no el
intelecto, la que gana la partida. Los productores y sus amigos
directores media ciegos creían que con ser lo que ellos consideraban
intelectual uno podía sumar sumas e igualar igualdades. Yo sabía
que estaban forjando a martillazos Hombres de Hojalata que tal vez
pudieran cantar, pero que siempre carecerían de corazón.
Huston
se negó a intentar nada por el estilo, y en medio de un deambular
sin brújula, Moby se quedó atascada en un estrecho sin viento, y
John y yo nos quedamos en calma chicha y silenciosos a fines de
diciembre de 1953.
Incapaces
de resolver una importante escena en las aguas quietas, John y yo le
pedimos a Peter Viertel —quien estaba trabajando en un intimidante
rompecabezas parecido a éste llamado El hombre que sería rey- que
se reuniera con nosotros durante tres días de infructuosa rumiación.
Rumiaciones, no pude evitar sentirlo, pedidas prestadas a tres
burros. Finalmente, luego de tres días de correr en el vacío
intelectual, me rebelé.
-Ustedes,
muchachos, quédense acá parloteando -grité Yo me vuelvo al hotel!
Esta medianoche, los tres tenemos que poner una libreta debajo de la
almohada. A lo largo de la noche, uno de nosotros se despertará con
la so intuitiva de esta crisis aparentemente imposible de resolver.
-Jaja!
-clamaron Huston y Viertel.
-
No se rían! grite yo- ¡No duden, vayan y háganlo!
Ellos
se mataron de risa, pero yo me fui con paso firme dirigí al hotel,
puse una libreta bajo mi cama, coloqué un lápiz, y esperé
durmiendo que mi aljibe oculto llenara el balde.
La
mañana siguiente, a las seis, sonó mi teléfono. Era Huston, a los
gritos, parecía, desde la habitación de al lado. Incrédulo, de
todas maneras había puesto una libreta y un lápiz bajo su almohada,
iy acababa de despertarse en un arrebato enardecido de pura
revelación!
-Oigame!
- grito. Lo escuché y grité:
-Si!
Ahi ve! ¡Hijo de puta, nunca vuelva a dudar de mí.
Desde
ese momento, el hijo de puta, habiendo percibido la lección que yo
le había dado a su dispositivo de combustión, con el fin de
instruirlo a él mismo, rara vez volvió a discutir conmigo. John
dejó de dar sus incesantes caminatas sobre la alfombra del hotel, y
dejó que yo me durmiera siestas histéricas que resolvieron los
problemas cuarenta veces más rápido de lo que cualquier borrascosa
tormenta de ideas logró jamás.
Por
haber aprendido algo acerca de la pasión, nunca dijo nada de que yo
le hubiera dicho hijo de puta.
Y
le dije eso al lord.
No
hace falta decirlo, se nos fue la velada. Cada tanto, volvía a
mandar a Lord Russell a su invernadero para enterarme de adónde
había encontrado sus ideas más sobresalientes, mientras me tomaba
otra tetera más de té recargado de leche y azúcar y bastante
pronto se hizo la hora de los taxis y los trenes y de tenderle a Lord
Russell uno de sus libros de ensayos, con la esperanza de que me
escribiera una inusitada máxima en la portada. Con una mano pequeña
y meticulosa, simplemente puso esta dedicatoria: “Para Ray
Bradbury, Russell, 11 de abril de 1954".
En
la puerta, le dije buenas noches a la señora tejedora, quien me echó
su mirada "recuerde: no más ingenuidad” y se siguió ocupando
de sus hilos mientras llegaba el taxi y mientras Lord Russell,
tratándome aún más como al tipo de cabeza de lata pero bastante
simpático que yo siempre había tenido la esperanza de ser, bajaba
conmigo los escalones de la puerta de entrada y me saludaba con la
mano cuando yo me perdía en la noche.
En
el tren que volvía a toda velocidad a Londres, maldije todo lo que
había osado decir, igual que en esas noches en las que, tras haber
acompañado a su casa a una joven luego de una película barata,
había dudado en su puerta y había dado media vuelta y me había
marchado sin haber hecho otra cosa que darle un apretón de manos,
apretarle los pechos a besarle la nariz, y luego, profiriendo
insultos por dentro, maldiciendo la falta de tripas de mi voluntad,
había caminado a casa, solo, siempre solo, taciturno y miserable.
Lord
Russell y yo no volvimos a encontrarnos. Su firma, severa y carente
de halagos, todavía habita en mi biblioteca junto a sus dos
volúmenes de relatos científicos fantásticos, que nunca han sido
reeditados o recordados. Su solemne sonrisa atraviesa los años,
junto con la muda mirada de Lady Russell amonestándome por mi
comportamiento.
Y
así es como nos comportamos de una edad a la siguiente, de los
treinta a los cuarenta, de los cuarenta a los cincuenta, en sucesión,
como las cámaras del Nautilus que va sellando una para pasar a otra
y a otra más, dejando atrás una arrogancia sólo para adoptar otra
gemela, ciegos ante los nuevos bultos de grasa alrededor de las
orejas, hasta que el tiempo nos permite echar una fugaz mirada
retrospectiva hacia la celda abandonada, para ver un ego recocinado
que balbucea en una aparente inteligencia, mientras los amigos hacen
gestos con los ojos y ordenan bebidas.
-
No seamos demasiado ingenuos, por favor!
He
intentado comportarme. Pero incluso al escribir esto, suprimir mi
ingenuidad es otro acto de orgullo de que mi fantasma confesor es
Lady Russell.