Por Sergio
Marelli
Desopilante,
agudo, talentoso, excéntrico, imaginativo, patafísico –seguía el
consejo de Alfred Jarry de prestar más atención a las excepciones
que a las leyes pues allí está lo más misterioso y fantástico de
la realidad-, todo en el Negro sucedía en la modalidad de lo
desmesurado. Fue un hombre libre como es libre tan solo el que sabe
que puede serlo. Y fue encarnizadamente fiel a esa libertad, no como
tantos que se traicionan a sí mismos antes del tercer canto del
gallo. Lo primero que conocí de él fue los bellos dibujos que hizo
para la revista Expreso Imaginario –de cuyo diseño gráfico se
encargaba-, y luego, claro, sus canciones que desbarataban cualquier
forma de solemnidad, que no podían escucharse sin comprometer el
cuerpo entero, y que desde el humor y la poesía, revelaban una
dimensión poco frecuentada en la música popular de nuestro país.
En el
2015, lo invité a que diera un recital en La Plata. Al final de la
función, alumbrados por el malbec, comenzó a desgranar historias de
su infancia, de una familia cortazariana de personajes funambulescos
capaces de caminar graciosamente sobre el filo de todos los límites.
Esa noche empecé mi obstinado de que escribiera su autobiografía.
Intercambiamos muchos mails y mensajes tratando de encender esa
hoguera de historias que estaba convencido a tantos alumbraría a
carcajadas y poesía. Eran los prolegómenos de los oscuros años del
macrismo. Un día, recibí un mensaje, diciendo:
“Hola,
inesperado buen amigo! Aquí te mando algo de ese libro
autobiográfico con el que tanto me estás entusiasmando. Espero que
te guste. Hasta la próxima!!! “. Aquí va el relato. Nuestra
manera de decirle adiós a este general de ejércitos imposibles, al
dinamitador de todo lo que separa al hombre de la risa, y al corazón
de los sueños. Al Nigguer a quien ya tanto estamos extrañando.
EL
MAURÍ
Recuerdos
de juventud
Vaya
a saber qué era lo que me dieron de tomar aquella noche. Yo andaba
por los veintidós años y eran mis primeros tiempos de mochilero y
andaba recorriendo la Quebrada de Humahuaca. Por esas cosas del sin
rumbo me detuve en un pequeño pueblito, Coctaca, y después de dar
vueltas por las pocas cuadras del lugar lo que más me atrajo fue la
pulpería, donde me instalé a entonar el espíritu antes de
encontrar un lugar para pasar la noche, adonde nunca pude llegar. Me
atendió detrás del mostrador un corpulento kolla con su acuyico
bajo la mejilla, cara cuarteada y mirada profunda y pícara, tan
atento y simpático que después de unas ginebras le pude descerrajar
todas mis alegrías y penurias de juventud. Palabra va, palabra
viene, la amistad comenzó a chorrear entre los dos, más aún cuando
don Luis, que así se llamaba el hombre, supo de mi aversión hacia
la conquista de América por los motivos que ambos conocíamos. Pero
mi mocedad no pudo resistir semejante sacudida etílica como la de
aquel atardecer junto a mi nuevo amigo. De los pantallazos que
recuerdo, me llegan el de haber sido conducido casi a la rastra a la
parte de atrás de la pulpería, donde él vivía, y acostarme en una
pequeña cama con un acogedor olor a ovejita limpia. Al cabo de una
dormida, al despertar me ví rodeado por tres mujeres muy parecidas
entre sí que sonreían y me hablaban en quechua. Cuando don Luis
apareció a través de la cortina de arpillera una de ellas se había
sentado en la cama y me sostenía la cabeza sobre su falda. Era una
de sus hermanas que me había preparado un té que no sólo me iba a
recomponer de la borrachera, sino que también haría que pudiera
conocer algo más acerca de las costumbres del lugar. Tenía un gusto
mentolado y lo que siguió no sé si fue un sueño, o qué fue. Me
habré quedado dormido. Cuando desperté, parado descalzo sobre la
tierra a los pies de la camita, recuerdo haberme puesto a bailar una
especie de tinku cuya melodía me llegaba de todo el alrededor,
sintiendo que mis pies eran los que comandaban todo en ese momento,
mientras, veía frente a mí a don Luis, a sus hermanas y a un grupo
de gente que cantaba y rodeaba a un hombre muy alto a quien llamaban
el Gran Ramón, que estallaba en llamas y se apagaba, se prendía
fuego y se apagaba todo el tiempo, sin parar de girar sobre sí mismo
y de vociferar instigando a los demás a que hicieran lo mismo que
él. Desde algún lugar del tumulto enloquecido me aullaban que por
favor no me dejara atrapar por alguien a quien llamaban el Maurí,
que decían ya lo tenía mordiéndome los pies y que por Dios no
parara de zapatear para evitar que él me tragara. Así se
frenetizaron el tinku y el animal que yo me sentía, levantando cada
vez más polvareda. Y descubrí que ese ritmo vertiginoso que
cantaba toda esa gente mirándome acaloradamente tenía palabras. Era
algo así como “¡Que te chupa y te chupa el que te vino a
acariciar!”. Tampoco entendí lo que me querían decir con "el
engaño que entró por las urnas se va a instalar en el corazón de
la gigantesca ciudad” y que para librar a la gente de eso yo iba a
tener que sudar la noche entera, seguir tomando el té de las
hermanas de don Luis y zapateando furioso. Así que seguí con el
tinku, cada vez más y más energúmeno. Y todos, más que nadie el
Gran Ramón, que se encendía y se apagaba mirándome fijo a cada
giro que daba, seguían aullándome que no tenía que olvidarme del
“corazón del vecino” porque iba a ser robado por el propio
enemigo, el nuevo dueño de la hermosa ciudad. No sabía qué me
querían decir con todo eso. Seguir, seguir y seguir, ya era cuestión
de vida o muerte. Yo era un animal bailando enfurecido. Los pies no
me dolían, al contrario, hasta sentía que podía gritar y cantar
con los pies lo que coreaban con todos “¡Que te chupa y te chupa
el que te vino a acariciar!”. Un súbito ataque de valor hizo que
me pusiera a buscar entre la multitud y la polvareda al Maurí y ahí
estaba él, chisporroteando y escurriéndose, siempre de espaldas a
mí y se le achicaba el cuerpo para pasar entre las piernas de
algunos. Cuando pude verlo bien parecía un señor vestido con un
traje gris de lo más formal y sin detener mi zapateo cada vez más
rabioso le grité al Gran Ramón, que seguía encendiéndose y
apagándose, que me ayudara a agarrarlo. Y me gritó: “¡Encendete,
carajo!”. Haciendo un esfuerzo sobrehumano que me hizo pegar un
alarido sin ningún sonido, súbitamente me envolvieron las llamas.
Fue uno de los placeres más grandes de mi vida. Y hacer fuerza para
apagarme, porque quemaba de verdad y volver a encenderme. Casi lo
agarro al Maurí cuando corrió hacia la puerta de la pulpería pero
corrió más rápido que yo. Aunque cometió el error de darse
vuelta, mostrar su cara y mirarme con sus ojos muy claros. Se perdió
en la oscuridad, pero él sabía que ya había sido descubierto.
Volví para seguir con mi zapateo dentro de la gran salamanca y todo
fue tornándose cada vez más divertido y jubiloso. Mucho más té de
las hermanas de don Luis y continuar encendiéndome y apagándome. Y
el amigo que me cantaba alegremente en su lengua que yo ya podía
entender perfectamente con todo mi cuerpo. Más que nada con mis pies
cantores y rabiosos. Al tiempo y muy de a poco todo fue disipándose,
el bullicio se fue alejando y en absoluto silencio y rodeado de una
inmensa tranquilidad me quedé profundamente dormido. Me desperté en
la misma camita con el mismo agradable olor a ovejita limpia y
apareció el corpulento don Luis con su acuyico, un mate y su
sonrisa. “¿Y, amigo?”, me dijo. Yo sin saber qué contestarle
sólo pude resoplar sonriendo. Me sentía realmente muy bien y no
tenía ninguna huella de quemaduras en el cuerpo. Cuando al mediodía
aparecieron sus hermanas comimos empanadas y vino, y casi les
pregunto qué fue lo que había ocurrido, pero entendí que sin
emitir una sola palabra esos ojos pícaros me decían que no tratara
de encontrar alguna explicación. Solamente había ocurrido eso.
Tras
algunos días en la inolvidable compañía de aquellos amigos seguí
con mi viaje. Vinieron Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia. Hermosos
recuerdos de mi juventud. Pero la intriga jamás se disipó desde
aquella vez. Porque, ¿qué había significado eso de "el engaño
que entró por las urnas se va a instalar en el corazón de la
gigantesca ciudad” y “Que te chupa y te chupa el que te vino a
acariciar” que mencionaban aquella noche y de lo que habría que
librar a la gente? Y que no me olvidara del “corazón del vecino”
que iba a ser robado por su propio enemigo, el nuevo dueño de la
hermosa ciudad. Pasaron muchos años y aunque he viajado y vivido
todo tipo de experiencias fue revelador lo que me sucedió no hace
mucho, cuando participé de un festival musical convocado por el
gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Aquella noche pude entender
por qué el que nos había convocado, el súbitamente tan familiar
para mí alcalde de la ciudad que presentaba el festival se negó a
estrechar mi mano. Y por qué cuando le tocó agradecer la presencia
de los músicos ante el público, sus ojos claros no sólo esquivaron
mi mirada, sino que al tener que pronunciar mi nombre se retiró del
palco súbitamente ante el estupor general. Ahí, con la piel que se
me encendía, erizada como nunca, entendí todo finalmente. La cara
del misterioso alcalde de la hermosa ciudad era igual a la del que yo
había visto mucho tiempo atrás, en aquella furibunda salamanca de
ensueño allá en la Quebrada. Era la mismísima cara del Maurí,
aquel maligno ser que se deslizaba velozmente en la oscuridad
chisporroteando y achicando su cuerpo para poder escurrirse entre las
piernas de la gente. Pero que aquella noche cometió un grave error,
que fue el de darse vuelta, mostrar su cara y mirarme con sus ojos
claros, que jamás pude olvidar.